Anaïs (Anais Demoustier) es una mujer acelerada. Nos es presentada corriendo. Cuando habla, parece que atropella a los demás. Habla a una velocidad tal que, en ocasiones, no tiene en cuenta lo que dicen, ni si les importa lo que ella dice, como a su casera, a quien lo que le preocupe es que le pague los dos meses de alquiler que le debe y no sus problemas sentimentales, o a la pareja coreana a la que sub alquila ese piso, que ni siquiera le entienden, porque no saben nada de francés. Anais parece que va con el piloto automático, como si su vida estuviera amenazada por un incendio inminente. De hecho, la casera la suministra un detector de incendios. Anais no soporta dormir con nadie, aunque acaben de haber hecho el amor, porque no soporta sentir a nadie, porque parece que la cercan. Necesita su espacio. Tampoco soporta los sitios cerrados, motivo por el que, incluso, es capaz de subir dieciséis pisos andando porque no lo quiere hacer en un ascensor de reducido espacio. Anais parece que se ahogara, por eso corre, y atropella, y se fuga. Si su anterior pareja le abandonó porque ella fue inflexible con el hecho de no soportar dormir con nadie, quedará decepcionada con su siguiente relación, un hombre que le dobla la edad, Daniel (Denys Polyadés), porque no es tan apasionado como imaginaba. Alguien que vive con esa urgencia, como si sorbiera cada segundo, o pensara que su vida se fuera a desintegrar en cualquier instante, quizá imaginaba que un hombre ya en su declive viviera con más intensidad una historia pasional por su consciencia del paso del tiempo.
La narración de Los amores de Anaïs (2022), la opera prima de la cineasta francesa Charline Bourgeois-Tacquet transmite, afinadamente, con su montaje esa premura de tiempo vital que supera a la misma Anaïs, como un azogue incontenible, un apetito vital de saltimbanqui que no entiende las actitudes de quienes prefieren clausurarse, como Daniel, quien, cuando la invita a su hogar, sugerirá, en principio, que hagan el amor en el dormitorio de su hijo, compartimentando espacios con respecto al que comparte con su esposa. Anaïs comprende en ese momento que ella será relación supletoria, un espacio en los márgenes, a los que la restringen como un espacio comprimido. Anais, en cambio, se fascina con la imagen de un rostro que no se muestra, sino que se insinúa, el plano de la nuca de la esposa de Daniel, Emilie (Valeria Bruni Tedeschi), que vagamente deja entrever su perfil. Es la vida que no se ve del todo, como ella se siente que no está presente en su propia vida vida, motivo por el que no deja de correr, porque se siente atrapada, enclaustrada. En los libros de Emilie, escritora, se sentirá reflejada. Es como verse a sí misma en un futuro, veinticinco años después, pero con el importante matiz diferenciador de haberse liberado de esa esa abrumadora urgencia de vivir cada instante como si pudiera ser el último.
Esa relación con Emilie centra el último tercio de la narración, con la intrusión pasajera de Daniel, la interferencia de quien representa la actitud contraria. Un espacio natural, un espacio de creación, un curso de literatura en ambiente rural. Anaïs ronda, y corteja, a una sonrientemente desconcertada Emilie quien, a su vez, encuentra en Anais un reflejo de su propia juventud, en una versión más asilvestrada y desapegada. Una apertura hacia lo posible que trastoca toda construcción establecida, como las mismas rutinas que definen su vivencia creativa, la columna vertebral de su vida, su calendario vital. La irrupción de Anaïs es como un desorden que despliega una cautivadora coreografía, la improvisación que hace tambalear cualquier código de circulación vital. Duda, se resiste, argumenta con la razón, pero una y otra se desprenden o liberan de sus particulares claustrofobias o tramas clausuradas de vida. Un beso en un ascensor será su elocuente sello.
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