La secuencia inicial de El salario del crímen (1964), de
Julio Buchs, responde ejemplarmente al patrón que solía aplicar Samuel Fuller,
sacudir al espectador desde un primer momento con un comienzo percutante que ya
le atrape y mantenga en vilo, o tensión, durante el desarrollo del relato. No
era exclusiva de Fuller, por supuesto, si
se consideran los inicios de John Sturges, o la soberana introducción de una de
las cimas del film noir, Agente especial (The big Combo, 1955), de Joseph H
Lewis. En el de esta espléndida muestra (ya en sus estertores) del muy
reivindicable film noir español entre finales de los 40 y principios de los 60,
un grupo de policías, entre los que destaca Mario (Arturo Fernández), moviéndose
sigilosamente entre los árboles y las sombras de la noche, cerca una casa en la
que está un grupo de delincuentes. Tras el asalto, se produce el tiroteo, pero
uno de los delincuentes logra escapar tras acuchillar a uno de los agentes.
Mario dispara contra el delincuente, que se aleja corriendo, y la imagen se
congela sobre el fulgor del disparo de su pistola. Un detalle que ya marca, o anticipa, otro fulgor, el de la
obsesión de Mario por capturar al delincuente fugado, y que se trocará (o
desviará) en otro fulgor, el de la
fascinación que sentirá por Elsa (Francoise Brion), la dueña de la boutique en
la que trabajaba una chica que trató fugazmente a uno de los delincuentes.
De este modo, el perseguidor, un recto representante del orden para quien ser policía es su vocación (lo que debía ser, lo que fueron los que le antecedieron, como su padre, que murió en servicio) se trocará en lo que perseguía. Es fascinante cómo modula Buchs la progresiva caída libre de Mario, aunque al principio parezca querer romper las cadenas que siente se enroscan en su voluntad debido a su atracción por Elsa. Es consciente de que pertenecen a mundos opuestos (su ambiente de relaciones es otro; ella pertenece a una clase con gran poder adquisitivo, lo cual implica un gasto, o una inversión, por el nivel de vida al que ella está acostumbrada, que su sueldo no puede asumir), pero su atracción (que se convertirá en la del abismo) será más poderosa. En una de sus primeras citas, sentados en un café, aparece una pareja de amigos de Elsa y se unen a ellos (en el contrariado gesto de Mario se advierte claramente que lo toma como una interferencia). En la secuencia posterior, en un night club, Mario conversa desganadamente con la mujer mientras observa a Elsa y el hombre (ambos significativamente fuera de campo). Al salir, ambos ya en el coche, Mario provoca una acerada discusión, y da por zanjada la relación. Aunque, posteriormente, cuando le vea con otro hombre en otro bar, no podrá evitar volver a ella, aunque sepa que él, por lo que cobra, no puede mantener el tren de vida al que ella no pretende renunciar. Sabe que esa decisión implica perderse, encadenarse de un modo que ya será difícilmente liberarse porque implica transgredir lo que para él era más importante, por vocación y reverencia a su padre, la ley. Como ella indica, su posición le permite un acceso privilegiado a la rapiña disimulada de los botines requisados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario