¿Es Henry Van Cleve (Don Ameche) un monstruo, como alguien
le califica, por una actitud y conducta hedonista que implica recurrente
infidelidad marital? El mismo asume que debe ser así cuando fallece, por lo que
considera que su destino tras la muerte no es la recompensa celestial sino la
penalización del infierno. El diablo (Laird Cregar) que le recibe en la
secuencia inicial de la tan salaz como melancólica comedia El diablo dijo no
(Heaven can wait, 1943), de Enrnst Lubitsch, adaptación de la obra teatral
Birthday, de Leslie Bush-Fekete, por su recurrente colaborador Samson
Raphelson, tiene poco de siniestro. Su amplio despacho, de techado alto, tiene
un aire acogedor de biblioteca. No transmite opresión ni turbiedad, sino
amplitud. Y sus maneras y su estilo es más bien el de un refinado dandy, de pícara
mirada e irónico talante. Un diablo de actitud amable y flexible que más bien
parece tajante con las mentes condenatorias e inflexibles, como la mujer que
tanto cree que no se merece ese destino como cuestiona aceradamente a Henry en
cuanto le reconoce. Este diablo tiene algo del propio Lubitsch, quien en sus
comedias había puesto en cuestión cualquier presunción en cuestiones del deseo
y sentimiento, y zarandeado toda hipocresía y rigidez moral. Por eso, el diablo
escucha con atención la historia de este vivaz bon vivant cuya prioridad en su
vida fueron los placeres y el amor, y cuyas contradicciones, torpezas o
inconsecuencias no dejan de estar también expuestas. Las figuras ficticias del cielo y el infierno,
extremos emblemáticos de la tendencia humana a la compartimentación
maximalista, restrictiva y maniquea, no se corresponde con los matices o
claroscuros de la complejidad o diversidad del relieve humano.
Fue la primera película de Lubitsch con la Fox después de
veinte años de relación con la Paramount, porque habían rechazado dos de sus propuestas,
A self-made Cinderella y Margin for
error, que rodaría Otto Preminger, el cual reemplazaría a Lubitsch, cuando
sufrió otro infarto, en La zarina, y finalizaría La dama de armiño (1948), por
el fallecimiento de Lubitsch al octavo día de rodaje. No fue Don Ameche la primera
opción del cineasta, sino Fredrich March o Rex Harrison, pero La Fox impuso a
Ameche, de cuya entrega y labor, de todas maneras, quedaría Lubitsch
satisfecho. La película rezuma vivacidad epicúrea, pero la melancolía que
transpira, en varios pasajes la narración, además de constatar nuestra
inscripción en el tiempo, con sus deterioros inexorables, puede estar
relacionada, de modo más específico, con el divorcio que vivía Lubitsch durante
la realización de la película. Lo que no pudo ser, lo que podría haber sido de
otro modo, los sueños que colisionan con los impulsos, la dificultad de
mantener un equilibrio que sostenga una relación sin que se convierta en
inercia, las torpezas y ofuscaciones que pueden no ser fácilmente reparables,
la necesaria asunción, para la fundamentación y el mantenimiento de una
relación, de que los propios actos o las propias omisiones afectan a los otros.
La irreverencia se conjuga con la ternura en un relato cuyos colores tienen el
sabor de la lumbre, el de esos recuerdos que se abrazan cuando ya te envuelve
la noche. Su vivacidad, como la de un sueño que transfigura en un relato las
coordenadas lúdicas y tiernas de la mirada irónica, contiene una incisiva
constatación: No es fácil aprender a amar. En primera lugar, por el lastre de
las restricciones o carencias de un entorno sociocultural que no instruye en
los percances o avatares del deseo y el sentimiento, como si fueran una
incómoda impudicia. Cualquier forma de embriaguez no se ajusta a la plantilla
de lo modélico y lo correcto, aun más en los albores de la sociedad industrial
que priorizaba al cuerpo como entidad instrumental o funcional pero no como fuente
o destinatario de placer recreativo. En 1886, Henry aprende, con catorce años, gracias
a la nueva institutriz francesa, que no se embaraza a una mujer con un simple
beso, y experimenta las consecuencias de la resaca que sus padres piensan son
los síntomas de una grave enfermedad.
En ese entono las relaciones se formalizan, o enquistan, sobre la conveniencia o un comedimiento tan prostético, como refleja la misma madre, perpleja ante las preguntas de su hijo sobre si también sintió que su organismo sufría un seísmo cuando por vio primera vez a su padre como él cuando ha visto a la mujer de quien se enamorado. Los seísmos no tienen cabida en un rígido escenario en el que las conductas y las relaciones parecen programadas (y ajustadas a un molde inflexible). La mujer que ama, Martha (Gene Tierney), parece destinada a ese mismo destino programático, condicionada porque cada uno de sus padres, que cuestionan lo que el otro quiere como norma, han rechazado a todos sus pretendientes, y tuvo que aprovechar una tregua que hicieron para aceptar al primero que dieron el visto bueno, aunque no le amara, para no quedarse solterona y escapar de un lugar como Kansas que siente como confinamiento y restricción. Tiene tanta hambre de vida que acepta, para liberarse de la jaula, la propuesta del cuadriculado primo de Henry, Albert (Allyn Joslie). Henry hará lo que sea por lograr que ella apueste también por el sentimiento. Resulta significativo que primero comparta su conmoción con su madre (en primer lugar, la fisura en un molde o sistema) y que luego se relate, en flashback, ese encuentro con Martha en un escenario de ficciones, una librería, en donde él ya despliega su desacomplejada picaresca haciéndose pasar por dependiente cuando ella quiere comprar el libro Cómo hacer feliz a su esposo.
Aprender a amar también implica confrontarse con las propias torpezas. Su amor sufrirá también sus vaivenes, consecuencia de un hedonismo que a veces le supera, y le hace perder el sentido de la medida, o de no considerar en la misma proporción que sus deseos los sentimientos de quien dice amar (y que implicará, como consecuencia, que debe esforzarse en recuperar el amor de quien se siente dolida; una persona que ama no es un pozo sin fondo que acepta, y encaja, todos los caprichos de su pareja). Como reflejo o contrapunto irónico, la discusión de los padres de Martha a raíz de la nueva entrega de una viñeta del periódico (el padre espera con impaciencia que ella acabe de leer el periódico y no soporta que le desvele la resolución de la situación comprometida en la que había quedado el personaje en la anterior viñeta). Adultos que son niños grandes: caprichos, despechos y contiendas como dinámicas de rutina. Henry es también un niño grande de 36 años que quiere seguir jugando con la posibilidad de seducir a otras mujeres aunque ame más que a nadie a su esposa.
Por otro lado, más adelante Henry se enfrentará a otra contradicción, ya que actuará con su hijo como lo hizo su padre con él. Su hijo también padece, en su juventud, las mismas veleidades que él, los mismos pasajeros encaprichamientos, que incluso se pueden sentir como un amor absoluto aunque pronto se puede encontrar otro relevo de encaprichamiento. Son tiernas y hasta dolorosamente emotivas las secuencia finales, cuando se realiza, y alcanza su maduración, el amor sereno entre Henry y su esposa, o cuando, ya viudo, cuestionado por su hijo por sus coqueteos con jovencitas, encuentra aquel libro que su esposa quería comprar, sobre cómo hacer feliz a su esposo. Henry no es ningún monstruo. Su actitud vital, epicúrea y hedonista, nada tiene de reprochable. Simplemente, durante el trayecto de su relación tuvo que aprender a hacer feliz a la mujer que amaba, esto es, a no subordinar lo que ella sentía a sus propios impulsos y deseos. Sin duda, ambos fueron los suficientemente flexibles para conseguir que su relación no solo se afianzara sino que creciera con el paso del tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario