Su lectura me incitó a escuchar una de las más bellas bandas
sonoras, la compuesta por Cliff Martinez para Solaris (2002),
de Steven Soderbergh, como si fuera su paisaje sonoro, música que se funde y
conjuga, que eleva e impulsa, y también la traslación a la música de el canto del lobo: la melodía de lo salvaje
en su máximo esplendor, y su melancolía. ¿No nos plantea la película, como
Munier, qué hemos hecho con nosotros, y sobre todo, qué hacemos a los demás, a
nuestro entorno y la naturaleza, por convertirlos en meras extensiones de
nosotros?. La meseta tibetana es como la experiencia de Solaris. Un primer
avistamiento es la concepción de un umbral que se traspasa. Una visión primordial: Yak nevado, yeti
fantasma: mi pensamiento vacila entre sueño y realidad. Un lobo con una
pata cortada, probablemente tras morderla para liberarla de un cepo, contempla
con expresión desdeñosa a los intrusos humanos. Lo real nos mira y nos desnuda.
En un agreste entorno semejante, en el que somos nada, y en el que la vivencia
se convierte en tiempo, la mirada se despliega, y recobra su naturaleza de
asombro. Hemos abandonado nuestra naturaleza y nuestra capacidad de mirada por
convertirnos en confortables extensiones de nuestras extensiones tecnológicas.
Hemos configurado una cultura imperante
de la posesión, sea la de China, que aglutina el arte de lo hortera, lo inútil y lo feo, de la apariencia y de la grosería, la civilización que,
como emulación de Estados Unidos, como distorsión de la distorsión inmanente
del capitalismo caníbal, se ha propagado por el mundo de modo acelerado con su
desprecio contaminador del entorno, o sea la de Francia: Diagnóstico de la Francia enferma: una industrialización de la
agricultura (con la noción de <<explotación agrícola>> está todo
dicho) cegada por los balances, las cifras y la rentabilidad que afea nuestros
campos, una falta absoluta de respeto por los seres vivos, una ordenación
absurda del territorio que nos impone la mediocridad… Esa es la realidad
que hemos tramado y configurado, una realidad de cifras y rentabilidad con los
ornamentos de las vanas apariencias. Una realidad, da igual si es en China,
como se narra en los percances que sufren con los representantes de la ley, o
donde sea, en la que prima, como dinámica de conducta la ecuación: Un sueldo, un uniforme, una pequeña cota de
poder, y el hombre se transforma… Somos nuestra posición de poder, y
detentar una posición de poder a una pequeña escala (como bien señalaba, una
vez más, diseccionador ejemplar de los abusos del poder, Clint Eastwood en Richard Jewell) evidencia la miseria que
refrenda nuestra escasa evolución, en qué medida seguimos siendo bestias que se
creen que controlan la realidad desde su promontorio, sobre otras especies, u
otros congéneres, con el desarrollo de sus herramientas o armas tecnológicas.
Por eso, este hermoso libro, que nos sacude con la mirada del lobo o del
leopardo, nos confronta con nuestra suficiencia y nuestra pequeñez. Al leopardo,
igual que a nosotros, los humanos, le
gusta encaramarse a los promontorios para dominar su reino, vigilar a sus
presas, prevalecer sobre sus congéneres.
Pero, sobre todo convoca (¿invoca?) nuestro potencial, las
capacidades y cualidades que parecen desarrollarse de modo singular pero que no
logramos crear como colectivo, como si fuéramos una marabunta que ejerce primordialmente
de virus. Disponemos de una capacidad de convivencia armónica con el entorno. El bienestar que proporciona la naturaleza
proviene seguramente de la complicidad de nuestra especie con toda la historia
de los seres vivos. Y disponemos de un potencial de discernimiento, de
relación sensible con lo que nos rodea si afinamos la actitud, el modo de percibir
y conectar (con los otros, con lo otro). Y esa mirada, como se refleja en Solaris, en
la confrontación con los fantasmas de las heridas y el daño infligido, también se
encuentra en la mirada paciente y atenta del fotógrafo naturalista. Como
escribe Sylvain Tesson, que participó en la quinta expedición: El fotógrafo naturalista no divide el
espacio, se instala en el tiempo (…) hay dos maneras de observar un panorama
natural. Se puede adoptar una fría mirada de esteta y filósofo sobre los
tormentos del relieve y los matices de la luz. Pero también podemos ponernos en
el lugar del animal y detectar los escondrijos, los cauces, los pliegues y las
salidas. Entonces la montaña se convierte en una ciudadela viviente. Por los
puentes levadizos y las murallas pasarán los peludos emperadores felinos y el
populacho hervíboro. Munier fue el profesor que me enseñó a leer por segunda
vez en la vida. Munier escribe con esas dos miradas este hermoso camino en
forma de libro. <<No existe el
camino hacia la felicidad, la felicidad es el camino>>. Un camino que
discurre hacia las promesas de su destino, pero, sobre todo, al ritmo de la
naturaleza de cada uno, paso a paso (…) Como recuerda Munier, Peter
Mathiessen escribió tras seis expediciones a Nepal sin avistar un leopardo: El leopardo existe, está aquí, sus ojos
escarchados nos espían desde la montaña; con eso me basta. Munier
apostilla: Los sueños nos alimentan nos
hacen crecer, es bueno que no todos los sueños se realicen. Somos nuestro
impulso de acción. Somos nuestra capacidad de conexión y de empatía.
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