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miércoles, 2 de diciembre de 2020

La vida empieza hoy (1941)

                             

Fredrich March no es un actor al que se asocie con la comedia, pero parece que sí se le asociaba con la figura del escritor, dada las veces que encarnó a un dramaturgo, en Una mujer para dos (1932), de Ernst Lubitsch, La vida empieza hoy (1941), de Alexander Hall, y Tuya para siempre (1932), de Dorothy Arzner, en la que también ejercía de periodista, como en La reina de Nueva York (1937), de William A Wellman, o novelista, como el mismo Mark Twain, en Las aventuras de Mark Twain (1944), de Irving Rapper. Su imagen, o lo que inspiraba, parecía que encajaba con la cualidad reflexiva o la actividad intelectual. Encarnó a un científico, el doctor Jekyl, en la primera película que le reportó un Oscar al mejor actor, El hombre y el monstruo (1931), de Rouben Mamoulian. Es un actor admirado, más asociado con el drama, pero no ha alcanzado el estatus de icono. Aunque sea difícil encontrar durante el extenso periodo que duró su carrera actoral, entre finales de los veinte e inicios de los setenta, un actor tan versátil, quizá en buena medida la razón de que no quedara encasillado ni alcanzara una persona fílmica icónica específica, ya que era capaz de encarnar actitudes o emociones extremadamente opuestas la firme integridad, en Sietes días de mayo (1964), de John Frankenheimer o la desesperación e insatisfacción con sus gestas del héroe más sombrío, en una contienda bélica, visto en una pantalla, en El águila y el halcón (1932), de Stuart Walker (y Mitchell Leisen), como el inflexible puritanismo en La herencia del viento (1960), de Stanley Kramer, la mente cuadriculada empresarial en La torre de los ambiciosos (1954), de Robert Wise, la codiciosa mezquindad en Un hombre (1967), de Martin Ritt o ser la refinada y tenebrosa Muerte en La muerte de vacaciones (1934), de Mitchell Leisen, por no mencionar su capacidad de reflejar la fragilidad y vulnerabilidad, o simplemente la complejidad de lo demasiado humano, en el hombre que no ha salido desde hace años del bar que regenta, en la memorable El repartidor de hielo (1973), en la desesperación de quien intenta sobrevivir en la cuerda floja, como el dueño del circo de Fugitivos del terror rojo (1953), de Elia Kazan, o la recuperación de la conciencia en quien padecía una amnesia vital, en Vivamos de nuevo (1934), de Rouben Mamoulian. Curiosamente, la mayor parte de las obras en las que encarnó a un escritor fueron comedias, parcialmente (la primera parte de Tuya para siempre) o de modo completo. Su seriedad, o el uso de su apariencia, en ocasiones en forma de suficiencia, y en otras como cortina que camufla cierta desubicación vital, servían como contraste (como evidenciaban sus personajes alcohólicos, como el de Tuya para siempre, pero también el actor de Ha nacido una estrella, 1937, William A Wellman). Paradoja, su apariencia de sobria firmeza, gracias a sus aptitudes interpretativas, transmitía de modo más preciso la hondura de la fisura emocional. No era el cómico al uso o histrión comediante, pero destacaba sobremanera en la comedia física: véanse, en Ha nacido una estrella, sus gestos cuando intenta memorizar el número de la pensión de Esther que ha leído en el listín telefónico, o sus forcejeos para poder ducharse dentro de la angosta cabina de la caravana.   


Alexander Hall (1898-1967) fue un director con escasa o nula resonancia, considerado como un mero diligente funcionario de los Estudios (con Columbia fue su más larga relación, de 1937 a 1947). Su primera obra data de 1922 y la última de 1956, y la comedia fue el género que más transitó. Su principal éxito, nominación como mejor director en los Oscar incluida, fue El difunto protesta (1942), de la que Warren Beatty, con Buck Henry, realizaría una versión, El cielo puede esperar (1978), aunque también dirigiera algunos dramas, como Yo soy la ley (1938). La vida empieza hoy (Bedtime story, 1941), no es una comedia que se mencione en las antologías del género. Pero hay más comedia más allá de los nombres más admirados y reconocidos (y estudiados), entonces o más adelante, caso de Ernst Lubitsch, Howard Hawks, Frank Capra, Leo McCarey, Preston Sturges, Mitchell Leisen o George Cukor.  Aunque no sea una de las cimas del género, desde luego si resulta particularmente brillante su secuencia climática, una singular, e ingeniosa, variación, de la secuencia del camarote de Una noche en la opera (1935), de Sam Wood. Es, por otra parte, un modélico ejemplo de un patrón en boga en aquellos años, o modalidad genérica, la screwball comedy. No es el único ejemplo de estimable comedia revalorizable, sea de un cineasta escasamente reconocido, véase ese mismo año, ¡Qué noche aquella!, de Richard Wallace, quien realizaría otra notable comedia, Vivamos un poco (1948); o de un cineasta al que no se solía asociar con el género, como Anillos en sus dedos (1942), de Rouben Mamoulian.

La vida empieza hoy se centra en los esfuerzos por recuperar la conversación amorosa interrumpida (en los primeros pasajes narrativos). Es el patrón que apuntaló, con éxito, La pícara puritana (1937). En ambos casos, es el personaje masculino quien comete el error crucial (por suficiencia o inconsecuencia), y quien se esfuerza, en primera instancia, con diversas artimañas, en resucitar la relación amorosa. Como en Luna nueva (1940), el protagonista masculino se esfuerza, por un lado, en conseguir que la mujer que ama, desista de abandonar su profesión y, por otro, en que rompa la relación que establece como alternativa. En Luna nueva, ambos propósitos se ejecutan de modo simultáneo, en La vida empieza hoy se suceden acorde al proceso de distanciamiento. El hecho de que él, Luke (Fredrick March), sea dramaturgo, y ella, Jane (Loretta Young), actriz, pone en primer término un componente fundamental de la comedia, y en concreto de aquella screwball comedy, pináculo del género, las artimañas, tácticas y escenificaciones. La relación sentimental como escenario.

En el principio la disonancia, o la divergencia de acuerdo: Jane comparte con sus amigos, invitados a una cena, cómo ella y su marido han decidido abandonar la actividad teatral y retirarse al campo, y dedicarse a su relación, sin más. Pero la aparición de Luke evidencia que no hay tal acuerdo, como ella cree, porque actúa, y además delante de sus amistades, como si su inmediato futuro fuera otra representación teatral en la que colaborar. Cortocircuito en la relación. Sin duda, no quieren lo mismo. Implica la ruptura. Pero Luke quiere que el escenario de su vida siga siendo el mismo. Quiere a Jane pero quiere proseguir con su actividad teatral. Por eso se esfuerza en urdir diversas estrategias para recuperar a quien ama. Eso implica, primero, intentar ocultar que su idea sigue siendo mantener su dedicación teatral, como si pulsar la tecla del amor compartido y correspondido fuera suficiente, y segundo, ya  que sus aspiraciones de dedicaciones o modos de vida es el punto fundamental de conflicto, elaborar una estrategia más ladina para incentivar, reanimar, la pasión teatral de Jane. Prepara unos ensayos teatrales para los que contrata, para el personaje que Jane hubiera interpretado, a Virgina (Eve Arden), una actriz que, Luke sabe, al estar especializada en la comedia, Jane considerará inapropiada, o insuficiente para dotar de la necesaria complejidad al personaje. Pero su retorcida estrategia quedará en evidenciada, por lo que Jane recula aún más, incluso prometiéndose con un persistente cortejador desde hace años, Dudley (Allyn Joslyn). Las fronteras de Estados adquieren una mordaz resonancia en cuanto a la variabilidad del paisaje o escenario amoroso que, fácilmente, puede pasar de la convergencia a la disonancia (y viceversa). La excepcional secuencia que narra su reconciliación se vertebra sobre al avasallamiento, con el suficiente ingenio para que no sea abrumador sino que despierte la sonrisa cómplice. Luke sabe que ella le ama. Opta por infestar su habitación de hotel con la sucesiva entrada de diversas personas que vienen a ofrecer o realizar un servicio. Jane, por su persistencia, cede, y retorna incluso a la actividad teatral, pero la coda reserva una última ironía que desmantela todos los propósitos demiúrgicos de Luke. Ella está embarazada, una adecuada justificación para abandonar la actividad teatral. La naturaleza frustra las ínfulas del control escénico.

 

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