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viernes, 4 de diciembre de 2020

Cluny Brown (Hoja de lata), de Margery Sharp

El problema de la joven Cluny es que no parece saber cuál es su lugar. En la estupenda Cluny Brown (Hoja de lata), de la escritora británica Margery Sharp  (1905-1991), Cluny es una joven de veinte años que no encaja en su entorno o engranaje social, por activa y por pasiva, por desconcierto y por espontanea transgresión. No hay más luminosa transgresión que el desapego de la naturalidad: Nos es presentada desatascando tuberías pero no es una fontanera profesional; se sale de su papel, y eso se califica de presunción. ¿Será que el sistema es el que está atascado? Según su tío debería hacer lo que le toque, no lo que cuadra con ella.  ¿Pero quién se cree que es? (…) Lo que le hace falta a la joven Cluny, lo he dicho antes y volveré a decirlo, es entrar a servir. Según su mentalidad, el mandamiento fundamental es cada uno se acople al lugar, o la función y posición, que le corresponde en el sistema. Cluny no sabe cuál es su lugar, pero Andrew, hijo de la rica familia en la que Cluny es contratada como sirvienta, no se siente a gusto con el que se supone que le corresponde. Se preocupa de la circunstancia conflictiva en Europa en 1938, en la que se presiente una guerra en ciernes, mientras que sus padres viven plácidamente en su feudo rural. En el mundo abundan los acontecimientos, y en su lugar de origen no ocurre nada, como si fuera un lugar que despertara únicamente cuando él regresa. La vida en la vieja mansión transcurría como un río profundo y lento; la presencia de Andrew era el sol sobre sus aguas, y cuando se retiraba, la superficie adquiría una tonalidad uniforme y la monotonía se posaba como un alción sobre su tranquilo lecho. Cluny también aspira a una vida pletórica de acontecimientos, quiere que le ocurran cosas, no verse ignorada por el destino, incluso al precio de recibir algún garrotazo; no esconderse, ni siquiera de la tormenta; no llevar una vida tranquila, en suma, sino plena. Pero siente que los demás quieren restringirla a una reducida cuadrícula. Su idea de <<lo mejor>> era estar encerrada en una caja, en una serie de cajas cada vez más y más pequeñas hasta que al fin te hallabas a salvo en la caja más pequeña de todas, con una bonita lápida encima. Cluny quiere sentirse en armonía con su entorno, por lo que se esfuerza en encajar, y por eso cree que su lugar puede ser la casa de un boticario, Wilson, junto a su madre, aunque se sentía como una muñeca colocada en una casita de juguete, que enseguida parece a sus anchas, como si hubiera estado siempre ahí. Como una medicina en un estante con fecha de caducidad superada hace tiempo. La madre de Wilson solo carraspea, como si la misma vida ahí hubiera perdido la voz, porque simplemente se aplican a un correcto modo de ser (o aire retenido de las apariencias).

Ambos, Cluny y Andrew, miran hacia otro lado, desorientados y confusos. ¿Está la vida en otro lugar o está donde les indican que debe estar, su supuesto lugar? La palabra <<continuidad>> no estaba en su vocabulario, pero iba tanteándola; y en su sobrecogimiento aquellas nuevas ideas habían dado en el blanco con un tino extraordinario. Porque si había espacio había también profundidad: podías desenrollar todos los países del mundo, o cavar entre las raíces de tu propio terreno. <<O cavar una tumba>> pensó Cluny. Andrew sobre todo, no quiere mirar atrás, ya que había pasado por la vida sin siquiera darse cuenta de la estrechez de su grato camino. Andrew lo veía muy claro; veía que, para él, ese camino se estrechaba hasta desaparecer. Ambos se enamoran, pero sus trayectos son accidentados, como si la realidad se escurriera, cual pantalla elástica, pero también sus propios sentimientos. Cluny cree que siente algo por el boticario, aunque más bien se siente atraída por la apariencia de estabilidad, como si lograra disponer de lugar donde encajar. Y Andrew se enamora de  Betty, aunque ella parece rechazarle, claro que a la vez acepta una invitación de sus padres para pasar unos días en su mansión, con lo cual Andrew no sabe muy bien a qué atenerse.

Cluny y Andrew, se encuentran con una perturbación que será determinante para ambos; alguien, precisa y literalmente, desplazado, Belinski, un polaco, a quien Andrew admira por ser un resistente perseguido por los nazis, la representación física del conflicto o, dicho de otro modo, del Acontecimiento del que anhela ser protagonista, o partícipe. A través de él siente que es parte de una historia que sucede. Por eso lo acoge en su mansión familiar, como si de ese modo pudiera empaparse de acontecimiento la monotonía de su existencia, ese feudo que se supone que tiene que heredar, pero no está seguro de querer heredar. El vaivén o indefinición de su relación con Betty se corresponde con su misma relación con el lugar que se supone que le corresponde. Belinski para Cluny es una perturbación porque parece ser la persona que todo le cuestiona, algo que la incomoda, pero que a la vez la confronta con lo real de su circunstancia o posición en suspenso, con su desajuste, un enfoque que pone en cuestión la perspectiva que la encauza hacia lo que se supone que debe ser, es decir, el lugar en el que debe emplazarse, o acoplarse como una tuerca a un tornillo. Belinski le indica que para ella el universo entero está en alquiler. Es un universo de posibilidades, no tiene por qué restringirse a una caja de muñecas donde la traten de modo complaciente porque ella asume la posición que le toca. Belinski sabe que ella es especial ya que se parecía solo a Cluny Brown, y parecía ligada íntimamente con el entorno. Un mirlo en una ventana. Una singularidad que también ha advertido Betty, quien llegó al acertado veredicto de que no había ningún catálogo de atributos capaz de explicar la cualidad más extraña y sobresaliente de Cluny Brown: tenía personalidad. Curiosamente, Belinski se convertirá también en fructífera perturbación para Andrew por su flirteo con Betty, por lo que, por pasiva, determinará que él en vez de dejarse dominar por las buenas maneras (heredadas, de las que reniega) sea más determinado con sus sentimientos hacia ella, pero también que Betty se desprenda de la indefinición que a él tanto desconcierta, como si protagonizaran una obra de teatro cuyo guion no comparten, de ahí su atasco. Y por su parte Cluny, gracias a la perturbación de Belinski, que se incrusta en su mente como el chirrido que pone en cuestión la coherencia de un engranaje, irá asumiendo que debiera ser fiel a sí misma en vez de plegarse a lo que se supone que debe ser. Ser fiel a sí misma implica dejarse llevar por la espontaneidad y el impulso, lo que se siente, y no atenerse a unas plantillas preestablecidas o unos roles en los que encajar como un pájaro mecánico. No es un uniforme al que se ajusta, sino que puede volar, desplazarse, donde quiera y con quien quiera, de acuerdo a su voluntad, deseo y a la conexión que sienta. No hay un molde al que plegarse sino que su voluntad, en constante desplazamiento, como una interrogante en curso, es la que perfila la línea de puntos de su vida. No hay dirección más recta  y sencilla que la espontaneidad. Se habían encontrado en el centro del laberinto, no en el borde exterior y se habían aceptado el uno al otro con sencillez y de forma decisiva como el elemento fundamental de su vida en común

Cluny Brown se publicó en 1944. Un año después se publicaría El fantasma y la señora Muir, de R.A Dick. En ambos casos, dos mujeres cuestionadas por no saber cuál es su lugar o querer salirse de la supuesta casilla asignada. Una encuentra la sintonía y conexión con una fantasma, lo que, por otro lado, señaliza su soledad. La otra, con un hombre desplazado. Fantasma y desplazada. Encuentran su lugar propio fuera del escenario establecido, como quienes se salen del libreto predominante para crear su propio relato, su propia realidad. Ambas se afirman en singularidad. En el contexto de aquella década no dejaba de ser caja de resonancia de una fricción propulsada por el mismo conflicto bélico, ya que había determinado que, por la ausencia de los hombres en combate, aumentara la presencia de las mujeres en el mercado laboral. Lo cual generaba  conflictos. ¿Cuál es su lugar? ¿Quiénes se creen que son? Es el contexto en el que se generó un icono, el fantasma o monstruo de un miedo (o atasco) masculino, la femme fatale, la mujer competitiva que adoptaba la misma capacidad resolutiva y la misma carencia de escrúpulos para conseguir su lugar, o el beneficio, en el competitivo escenario laboral.

No es de extrañar que el epicúreo Ernst Lubitsch sintonizara con la novela de Margery Sharp. Dos años después realizará otra de sus obras maestras, El pecado de Cluny Brown (Cluny Brown, 1946), aunque desafortunadamente, fuera la última película que pudo concluir, ya que falleció un año después, cuando sufrió un ataque al corazón el octavo día de rodaje de La dama de armiño (1948), que concluiría Otto Preminger. Su actitud o enfoque queda evidenciado en el hecho de que cobra más relevancia el personaje de Belinski. Si en la novela es el contrapunto de los dos protagonistas, Cluny y Andrew, en la obra conduce la narración con Cluny. De hecho, es también presentado en la situación inicial en la que Cluny acude a un piso para arreglar el fregadero atascado, en sustitución de su ausente tío. A diferencia de la novela, previamente aparece Belinski, como asistente a la fiesta prevista para más tarde, y ya nos es definido como un vivaz y persuasivo pícaro que utiliza sus artes para sobrevivir, como desplazado que es. Con la presencia de ambos en esa secuencia ya se define prontamente la cuestión vertebral del desplazamiento y el atasco social, la fricción entre la voluntad y el mandamiento social, entre la singularidad y la uniformidad. Célebre muestra de ingenio, cortesía de los guionistas Samuel Hoffenstein y Elizabeth Reinhardt, es la frase que condensa la idea fundamental de no plegarse a lo que se supone que uno debe ser sino actuar de acuerdo a lo que se siente aunque se salga de la plantilla, o sea si no se siente feliz, que cierre los ojos y diga: ardillas a las nueces. Una frase absurda que condensa una transgresión, muy característica, por otra parte, del cine de Lubitsch, fueran quienes fueran los ocurrentes guionistas, Samuel Raphelson, Billy Wilder o Charles Brackett. Lubitsch convierte al polaco Belinski en checoslovaco, como en Checoslovaquia unos actores se enfrentaban a la amenaza nazi en Ser o no ser (1941), o era la palabra que deletreaba  para poder dormir el personaje de Gary Cooper en La octava mujer de Barba Azul (1938). Es una frase que se repetirá en diversas situaciones, creando diferentes gags. Un recurso, el ritornello, que también se utiliza mediante acciones. 

En la novela, Cluny, gradualmente, tomará consciencia de que algo no encaja, para ella, en el hogar del boticario. Son intuiciones, impresiones, que irán sedimentando su consciencia de que no es realmente su lugar. En la película, se utiliza el desatascamiento de cañerías para evidenciar el desajuste entre la espontaneidad de Cluny y el envaramiento de formas y formalidades del boticario y convecinos. Cluny, sin dudarlo, se sale de su supuesto papel, o supuesta forma de actuar, cuando decide arreglar las cañerías del cuarto de baño para vergüenza y apuro del boticario, quien suspende el previsto anuncio de su compromiso. Ya en la secuencia introductoria, tras desatascar el fregadero, y consumir unas copas de alcohol, Cluny se estira, cual gata, en el sofá. Es la falta del pudor de la espontaneidad. La forma de actuar de quien no se preocupa de lo que piensan los demás, o no condiciona sus actos a la imagen que se supone debe proyectar. En la mencionada secuencia en la casa del boticario Lubitsch evidencia, por otra parte, su ingenio expresivo en el uso del fuera de campo (no se ve a Cluny arreglar la cañería, sino que la cámara se centra en la incomodidad de los Wilson y sus invitados; la perturbación de lo que no debiera ser visible). Sustancialmente, la película se ajusta al entramado dramático de la novela, lo cual, por  otra parte revela cómo sintoniza con su perspectiva. Las aportaciones son ejemplos tantos de su ingenio como de su singularidad. La secuencia de la conclusión se despliega a través de acciones, y de nuevo con el uso expresivo de la elipsis, otro de sus característicos rasgos de (in)genio: Cluny y Belinski, encuadrados desde dentro, miran en un escaparate los ejemplares de la novela de Belinski, El asesinato del ruiseñor. Por los gestos se comprende que ella comparte con los que le rodean que su marido es el autor. Sufre un desmayo. Elipsis: la cámara encuadra el escaparate, en el que destaca el ejemplar de otro libro, una continuación, El ruiseñor ataca de nuevo. Una sutil manera de expresar que han tenido un hijo.

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