En Gambito de dama (2020),
de Scott Frank, Beth (Anya Taylor-Joy) es una huérfana que perdió a su madre en
un accidente de coche, al que ella sobrevivió, y que encuentra en el tablero de
ajedrez, como un firmamento de certeza, control y seguridad (literalmente,
cuando es niña, lo visualiza en su techo), el escenario mediante el que sentir
que la realidad no la abandona porque la puede controlar con las piezas que
ella domina. Pero en el territorio de las relaciones afectivas, fuera del
tablero, en la movediza realidad, se siente desconectada, insegura. En el
primer largometraje de Frank, The
lookout (2007), Chris (Joseph Gordon
Levitt) fue el único superviviente de un accidente de coche en el que murieron
dos amigos (y quizás su novia Kelly, con cuya ambigüedad se juega durante todo
el relato, ya que ¿la ve o la imagina andando por la calle, hasta que en una
secuencia, sí evidenciada como ensoñación, le muestra una pierna ortopédica?
Chris, además, conducía, lo que le hace sentirse responsable, y no se lo ha
perdonado así mismo. ¿Cómo levantarse cada mañana encontrando un sentido a lo
que se hace cuando se siente que nada es seguro? ¿Cuáles son los mejores sistemas de organización?: El ritual, el patrón
y la repetición, se dice Chris. Para
Beth el mejor sistema, que domina, es el tablero de ajedrez, el cual imagina en
el techo de su habitación durante su estancia en el orfanato. La imaginación
proyecta la película que intenta conjurar la consciencia de la vulnerabilidad y
de la vida tejida también con las irremisibles pérdidas. Los rituales y los
tableros insuflan sensación de control y dominio. El espejismo de la previsión
y la anticipación.
En Caminando entre las tumbas (2011) Scudder (Liam Neeson) se perdió a sí mismo por un tiempo. Por eso, dejó ser policía para convertirse en un detective sin licencia. En la secuencia introductoria, su compañero cuestiona su escasa fiabilidad como apoyo y le impele a que busque ayuda por su exceso de consumo de alcohol (como Beth, buscaba el entumecimiento de la embriaguez como refugio que es huida). Inmediatamente, en el interior de un bar, es testigo del asesinato del barman; persigue a los tres asaltantes, arriesga temerariamente su vida, y los mata. Pero su valentía no es sino la consecuencia de su insensibilización por el alcohol (como Chris, se siente responsable, y pesaroso, de sus pasados actos; en su caso por la indiferencia con la que mataba, aunque fuera al servicio de la ley). Caminando entre las tumbas narra, como The lookout o Gambito de dama, otro proceso de recuperación (o superación). Las secuencias climáticas del enfrentamiento de Scudder con su doble reflejo monstruoso se pautan con otro patrón o sistema de organización, los doce mandamientos de su proceso de rehabilitación, que implica la asunción de los propios defectos y del daño que se inflige a los demás.
Tras el prólogo, la acción da un
salto de cuatro años. Pero el presente arrastra el pasado como una pesada
cadena. Chris se conduce por la realidad de otro modo. En una sucesión de
secuencias de modulación impresionista, conducidas por la voz en off de
Chris, y acompasadas con los acordes de
la excepcional banda sonora de James Newton Howard (acordes que propulsan como
un motor que intenta arrancar), Chris enumera lo que hace tras levantarse: Una
y otra vez, me levanté y.... Frank,
este modo, ya nos introduce con sutil concisión en la respiración tonal de la película, que no es sino el estado, la
circunstancia emocional, inestable, interrumpida, de Chris. Lo que éste escribe
es un ejercicio que realiza para el centro de rehabilitación al que aún acude.
Estuvo diez días en coma tras el accidente, y las huellas del mismo no sólo
están en las cicatrices que surcan su cuerpo, sino en sus fallos de memoria y
en, a veces, no distinguir colores u aromas. Chris destacó como jugador de
hockey sobre hielo años atrás, pero ahora el hielo de la quebradiza realidad le
supera. Por eso, no logra completar ese ejercicio de describir lo que hace cada
mañana, y en donde cada dos frases, reaparece el leitmotiv me levanté... Como si en su vida no hubiera arranque real y su
motor vital se calara una y otra vez. Su amigo Lew le sugiere que lo plantee
como una historia, pero para plantearlo como historia se necesita encontrar un
sentido, y una dirección, algo de lo que carece un atascado Chris, que no logra
rehacerse. Quiere volver a ser el que era, pero eso no puede ser, por lo que se
convierte en un lastre, cuando debería pensar hacia dónde se dirige. Como le
dice Lew, hay que saber el final de la historia, para poder empezar. Y Chris
siente su historia deshilachada, como si se extraviara en los indefinidos
puntos suspensivos.
Chris trabaja como limpiador y guarda nocturno en un banco. Aspira a ser cajero, e ir ascendiendo, hasta encontrar su posición en la sociedad y la vida. En suma, salir de los márgenes en los que se siente atrapado. Otra opción en el horizonte es montar un pequeño negocio con Lew, un pequeño bar. Claro que no es fácil encontrar crédito, como encontrar apoyo de su rico padre, que minusvalora sus proyectos. Le presta el justo dinero para pagar el alquiler e ir tirando, pero nunca apuesta por él, para que se impulse y encuentre su camino. Más bien, representa una tercera opción nada estimulante, ya que insiste en que vuelva al nido con ellos. Ni en los bares logra ligar, torpe y tímido, paralizado en la distancia. Hasta que aparece, Gary (Mathew Goode), hombre con la necesaria persuasiva desenvoltura. Le hace sentir parte de un grupo, y le posibilita la oportunidad de conocer chicas, en concreto, a Luvlee (Isla Fisher). Pero todo es un espejismo. Lo que pretende Gary, con la seducción de esos dulces es atraerle para que colabore con ellos en un atraco al banco en el que trabaja. Quien tiene el dinero, tiene el poder, le dice. De la misma manera que los bancos prestan o subvencionan muy parcamente a los granjeros para tenerlos sojuzgados en la dependencia, ya que no les ayudan lo suficiente para que se propulsen y afiancen con la independencia económica, el padre de Chris tiene atado a su hijo, cual extensión de él mismo. ¿O acaso le prestaría mil dólares si se los pidiera?, apunta Gary. Chris literalmente se los pide, y se corroboran las palabras de Gary. Y, por otro lado, el banco hace oídos sordos a su petición de un crédito para montar el bar. ¿Por qué no quitar lo que no te dan? De ese modo, puede hacer una historia con su vida. Chris ya puede afirmar (en una brillante idea de guion) me levanté y seguí al furgón blindado del dinero...me levanté y ayudé a Gary a... Por fin, algo sucede, algo que rompe el hielo de la repetición de su vida enquistada, de la que no puede hacer historia, porque no reconoce, ni quiere, esos patrones o rituales en los que está sumida su vida. Porque son un engaño y una trampa. Pero ¿es la solución? ¿O debería enfrentarse a esos fantasmas de su rabia y frustración?
En cuanto le plantean que le van
a ascender a cajero, Chris mira la tarjeta que dio cuando le aceptaron en el
banco, la tarjeta en la que se declaraba como incapacitado por heridas de
accidente en la cabeza. El origen de todo, la herida que no ha logrado
cicatrizar, con la que no se ha logrado enfrentar. Aunque ya es tarde para
echarse atrás en ser partícipe del atraco, en el que le habían adjudicado el
papel fundamental de El vigía (The
lookout), atento a si aparece la policía. Toma consciencia, entonces, de que
era un vigía ciego que no sabía mirar su propio horizonte, aunque fuera
incierto y precario. Y la violencia se desata. Frank modula con precisión estas
secuencias sin nunca perder de vista que lo que, primordialmente, está en juego
es ese proceso de conciencia, o de apertura de mirada, de Chris, quien al final
habrá asumido ese incierto hielo de la realidad sobre el que se camina, pero se
habrá perdonado al fin a sí mismo, y quizás así logren perdonarle los demás.
Por fin, los pasos sí son suyos. Ya puede ver con claridad. Ya es vigía de su
propia vida. El relato de su vida no está ya encasquillado. Sabe direccionar
los puntos suspensivos de su propia historia en un futuro que sabe será siempre
presente incierto. Me levanté esta mañana
y...
Caminando entre las tumbas. La adaptación cinematográfica de la novela de Lawrence Block fue otro proyecto que sorteó un largo recorrido antes de poder realizarse. Ya disponía de guion en el 2002, tras realizar las reescritura de Minority report. Se vinculó a Harrison Ford como posible protagonista y a Joe Carnahan como director, que acababa de realizar Narc (2001), su mejor obra, cuya turbiedad parecía conectar la potencial de Caminando entre las tumbas. Pero no se materializó, y durante años no parecía que su siniestra densidad encontrara la receptiva disposición para financiarla, hasta que entró en escena Liam Neeson, quien se había convertido, gracias a Venganza (Taken, 2008), de Pierre Morel, en una inesperada estrella del cine de acción. Sin él difícilmente pudiera haberse realizado. Aunque esta no sea una película de acción. Esta es una obra de tinieblas, de texturas turbias y siniestras, manifiestas en la extraordinaria dirección de fotografía de Mihail Malamire jr, como una permanente luz nublada, con colores degradados, como una pintura que se descompone. Conecta con las texturas sombrías de David Fincher, en particular Seven (1995) y Zodiac (2007), en particular por cómo trasmite una atmósfera malsana, como si emanara de la propia realidad. La caracterización ordinaria, sin extravagancias ni atributos anómalos, de ambos psicópatas, el locuaz Ray (David Harbour) y el callado Albert (Adam David Thompson), y su disfrute con el daño y la crueldad (con la inconsciencia jubilosa de un niño y la indiferencia de severo adulto), amplifica esa sensación. Lo terrible no es nada anómalo.
De nuevo, como en la obra previa, una raíz herida en el pasado. En la secuencia inicial ya se señala que Scudder era un personaje que vivía de espaldas a sí mismo: Los introductorios planos, en penumbra, a contraluz, de la nuca de él y de su compañero, en el coche, mientras este le reprocha que ha perdido el norte. En el presente, siete años después, es una figura solitaria, un espectro errante que porta su pesadumbre (por la indiferencia con la que mató a aquellos tres hombres, despreocupado de su propia vulnerabilidad, como si las balas no pudieran herirle). El hombre que contacta con él, Kristo (Dan Stevens), un traficante de drogas que ha perdido a su esposa, porta una mirada sombría permanente, tiznada con brasas, como una bala presta a dispararse. Entregó el dinero, después de regatear, y le entregaron su esposa desmembrada. Quiere venganza. Su mirada severa y sombría es la de alguien que ya ha perdido cualquier aliento vital. Su casa transpira vacío. Y a la vez normalidad, como su mismo aspecto apolíneo. Pudiera ser un ejecutivo de una empresa que posee un amplio y lujoso piso y juega al squash o al tenis tras acabar el trabajo. Posteriormente, otro traficante, que sufrirá el secuestro de su hija, vive en un adosado entre otros tantos adosados en una zona próspera. No hay fronteras que diferencie a unos y otros, lo normal de lo anómalo, lo legal de lo ilegal, la turbiedad de la apariencia ordinaria. Un cementerio es el espacio que condensa la muerte que acecha, como tuberías corrompidas, una realidad que se sostiene sobre meras (capciosas) apariencias cuando su materia son los desechos, como expresan de modo admirable las texturas de la película. Se siente que la realidad es un vertedero ominoso, pura intemperie, en donde las figuras se precipitan al vacío sin saberlo. Por eso, resulta tan contundente, y demoledor, el instante en el que Loogan (Olafur Darri Olafsson), el guarda del cementerio, tras alimentar a sus palomas en la azotea de su casa, se deja caer al vacío mientras habla con Scudder.
Y la soledad, el aislamiento, la falta de conexión. Frank cortó veinte o veinticinco minutos, lo que implicaba la desaparición completa de personajes, como el hijo de Scudder y su pareja, una policía, interpretada por Ruth Wilson. Frank reconoció la inestimable asistencia de Steven Soderbergh durante el montaje. Aunque supusiera realizar una obra más a contracorriente, decidió eliminar lo que podía suavizar la tonalidad narrativa. Era importante, además, remarcar la soledad del protagonista. Detective sin licencia, hombre sin vínculos. Se puede decir que sufre de anemia vital. Alguien que busca a los que amenazan a quienes suministran sustancias tóxicas embriagadoras, como si a la vez reflejaran su amargura por haberse dejado dominar, y embrutecer, por el exceso consumo del alcohol. De ahí, la pertinencia dramática, tan efectiva, del contraste con el joven sin hogar que padece anemia drepanocitica, TJ (Brian ‘Astro’ Bradley), al que conoce buscando información en la biblioteca, y que le ayudará en la investigación (y sobre todo vitalmente, como quien recupera lazo, gracias a otro desheredado, con el mundo). Hogares rotos, vínculos disfuncionales que regeneran. Tj dibuja figuras de superhéroes, y Scudder se siente lo contrario del superhéroe. Precisamente, por sentirse algo parecido perdió la consciencia del daño que infligía, o del que podía sufrir, como si fuera invulnerable, como quien ha perdido la capacidad de sentir (por su exceso de consumo de alcohol): Esa extrema incapacitación, esa extrema falta de empatía, que representan los dos secuestradores. Por eso, la confrontación final no tiene que ver con la erradicación de una amenaza sino con la extirpación de una infección que está en uno mismo. En la secuencia final, Scudder retorna al hogar, y encuentra a Tj dormido. En sus manos, un dibujo de héroe. Cludder se sienta, con el gesto exhausto, en un hogar que rezuma despojamiento, pero con la luminosidad en su expresión de quien siente que tiene alguien a su lado.
Godless. Godless tardó catorce años en realizarse. En principio, Frank escribió un guion con la idea de que fuera un largometraje. Se lo propuso a Soderbergh, pero a este no le atrae la idea de realizar un western. Fue, de todos modos, quien le sugirió la idea de convertirla en mini serie. En concreto, siete capítulos, emitidos por Netfix a finales del 2017. Arranca con inusual potencia. En el principio, el caos. Una terrible matanza en un pueblo. Por eso, la serie se titula Godless (Sin dios). Si hay una certeza es que cualquier cosa puede ocurrir a cualquiera en cualquier momento. Somos vulnerables, pese a que haya quien, como Frank Griffin (Jeff Daniels), no teme ninguna circunstancia porque dice haber tenido una visión sobre cómo morirá, como si fuera él mismo un dios de su propia realidad, omnipotente e invulnerable para imponer su voluntad. No puede morir de otro modo, y no hasta entonces. Eso le hace sentir que puede dictar el curso de los acontecimientos a su capricho. Entra en una iglesia, a caballo, y se coloca junto al altar, frente a los asistentes, como si él fuera el oficiante.En el relato se conjugan tiempos. Hay algún flashback, espléndido, relacionado con Alice, que revela en qué circunstancia extrema conoció a McNue, y luego a su segundo marido cuando la acogieron en un poblado indio. Pero sobre todo, relacionados con Goode, separado de su hermano mayor desde pequeño, y educado por quien recorre las tierras como si impartiera orden a base de muerte. Scott Frank orquesta las diferentes subtramas con impecable maestría, y una precisa modulación, escanciando magníficas secuencias, como aquella en la que McNue deduce por las huellas y restos el enfrentamiento entre Goode y Griffin y sus hombres; la amenaza de una serpiente a un bebé, resuelta por Goode, y las secuencias de doma de los caballos por parte de Goode (la armonía con la animalidad); la aparición en la oscuridad de Griffin y sus hombres tras el marshall Cook; el enfrentamiento de esa horda de treinta hombres con los soldados búfalo en un poblado exclusivamente de afroamericanos; el encuentro y enamoramiento entre el detective y la pintora alemana exiliada; el montaje secuencial de los momentos previos al enfrentamiento final; el dilatado tiroteo entre nubes de polvo, o la bellísima conclusión.
Gambito de dama. Walter Tevis publicó su novela, Queen’s gambit en 1983. Es una obra gestada cuando aún coleaba la guerra fría, o particular partida de ajedrez desde hacía más de tres décadas, entre las dos grandes superpotencias, Estados Unidos y la Unión soviética. Los años en que Ronald Reagan ascendió al poder de la presidencia en Estados Unidos rearmando las pilas patrióticas, años en los que como, a principios de los sesenta, fueron frecuentes las películas centradas en la amenaza nuclear, también relevo, o guinda, de las películas de catástrofes que habían predominado en los setenta. El guionista escocés Allan Scott compró los derechos de la novela, y suscitó el interés de directores como Bernardo Bertolucci y Michael Apted, que acabaron decantándose por otros proyectos. Antes de su muerte en 2008, Heath Ledger trabajó con Allan Scott en su adaptación al cine, lo que supondría la opera prima del actor, que no pudo ser por su temprana muerte. Durante una década Scott Frank consideró su adaptación. Tras la exitosa colaboración con Netflix que supuso la realización de Godless, decidió proponerles Gambito de dama como proyecto de serie. Es fácil advertir porque le resultó tan sugerente su planteamiento. Era una oportunidad para desarrollar cuestiones que ya había planteado en su primer guion, El pequeño Tate. El mismo reconoce que era demasiado joven entonces para poder desarrollar con la necesaria complejidad, o los necesarios matices, el conflicto de una sensibilidad singular que siente que no encaja con su entorno o con una realidad que siente que le supera. El contexto de la década de los ochenta se diluye para amplificar su condición abstracta o alegórica con respecto a una vertiente íntima, ya que es el trayecto alquímico de un personaje que aprende a conectar con la realidad, y los otros, en vez de priorizar la necesidad del control.
Esa naturaleza abstracta
interior, como una realidad inhóspita que se necesita colorear, se ve reflejada
a través de la exuberancia cromática de la dirección de fotografía de Steven
Meitzler, su segunda colaboración con Frank tras Godless. En ocasiones, acentúa esa sensación de realidad escénica,
como si espacios fueran decorados con telón incorporado, por la relación
filtrada que establece Beth a través de un tablero. Por otro lado, no deja de
transmitir esa intemperie nublada de la realidad, como un poso en segundo plano
(como la elocuencia expresiva de la mirada, o procesos de pensamiento y
emociones, de Anya Taylor-Joy conduce la modulación emocional de la narración,
lo mismo que en Caminando entre las
tumbas y Godless los callos de las sombras que se perciben,
respectivamente, en la expresión de Liam Neeson y Jack O’Connell, y en The lookout el desvalimiento que sabe
transmitir Joseph Gordon Levitt). El primer episodio se centra en su estancia
en el orfanato en el que Beth ingresa, con nueve años, tras la muerte de su
madre en un accidente de coche. Se siente desajustada de su entorno y de la
realidad porque ya ha entrevisto que la materia de la vida está hecha de
brechas, y no sabe cuándo una de ellas puede hacer desaparecer a quien amas, o
a ti mismo. En ese entorno conecta, o establece contacto, con quien está al
margen, el guarda, Mr Shaibel (Bill
Camp). Es un espacio aparte, el sótano, un margen en un espacio (el orfanato)
que es margen de la realidad. Es quien le enseña a jugar al ajedrez, que se
convierte en pantalla y coordenadas de su realidad. El sótano se convierte en
techo, o firmamento, en el que imagina el tablero de ajedrez, como la demiurga
que controla el designio de los acontecimientos.
Pero la vida está tejida también de contrariedades. Y se enamora de quien no la corresponde, ya de entrada porque es homosexual. Su recorrido en ascensión como jugadora de ajedrez implica una sucesión de lances amorosos de distinta índole con sus principales contendientes. En sus primeros lances como jugadora, conoce a Townes (Jacob Fortune-Lloyd), de quien se enamora. En su primer torneo importante vence en la final a Harry (Harry Melling), con quien más adelante establecerá amistad, pero también fugaz relación sentimental. En el torneo más importante a nivel nacional vencerá a Bennie (Thomas Brodie-Sangster), con quien también establecerá amistad, y ocasional relación sentimental. Es ella siempre la que interrumpe o trunca las relaciones, como si más bien contrarrestara, aun no de modo consciente, la frustración de su decepción sentimental. Como si las relaciones fueran el escenario de una partida de ajedrez que, en ocasiones, puede ser la reescritura de una previa partida sentimental perdida. No se juega solo con el contendiente presente, sino también con un pasado, con las narrativas no realizadas. Su principal rival, el campeón mundial, ruso, Borgov (Martin Vocorinsky), no deja de ser también una trasposición del padre ausente, o en otro sentido, de la vida que siente que la controla más que ella a la realidad, por eso tiende al consumo de pastillas o de alcohol como acicate o como forma de entumecimiento cuando siente que sus emociones la desbordan, como si fueran las cuerdas rotas de una marioneta. Esa condición errática emocional es la que determina que se desenfoque, que pierda partidas como, precisamente, la partida con Borgov, con cuyo previo se inicia, significativamente, la serie (que luego se desarrolla mayormente en un largo flashback). Será una partida que perderá. No será el climax de la narración pero sí el significativo umbral, por eso la narración se inicia en ese punto previo, un momento de confusión y desorientación. Elocuente resulta que en la posterior partida en la que se enfrentará a Borgov, en la que sí resulte ganadora, se reencuentre previamente con Townes. En la conclusión camina por las calles con un traje blanco, sobre prendas negras. Es ya un tablero de ajedrez armónico, una reina blanca a la vez que negra. Es la reconciliación o asunción de que la vida está definida por inevitables contrariedades, pérdidas y abandonos. Las cualidades singulares solo se afinarán si se es consciente de esa vertiente de la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario