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domingo, 6 de diciembre de 2020

Rebeca (1940)

                         

Manderley es un recuerdo y un sueño que al hacerse, más que realidad, real también se hizo ruina porque los muros de sus ruinas son ilusión de simetría, como la fugaz luz de la luna crea la impresión de que esa luz surge de su interior, pero no es sino un espejismo, como la fascinación que suscitaba antes de ser ruinas del tiempo. Las ruinas son la huella del tiempo y la constatación de que somos también materia (materia que se corrompe y deteriora) y no solo imágenes que proyectamos o pantallas sobre las que otros proyectan. La sinuosidad de los movimientos de cámara en el bello inicio de Rebeca (Rebecca, 1940), de Alfred Hitchcock, adaptación de la novela de Daphne du Maurier, cual si nos introdujéramos en un mundo de duermevela, entre lo real y lo soñado, se acompasa a la voz de la protagonista (de la que no sabremos su nombre; puede ser cualquiera de nosotros; cualquiera de nosotros, soñadores de lo sublime), encarnada por Joan Fontaine. El trayecto dramático de Rebeca es el sinuoso proceso por el que dos personas que se aman por fin se miran de frente, y se disciernen, sin interferencias de proyecciones temerosas o sombrías elusiones. Combinación de fascinación y espejismo también será la primera imagen, ya en la evocación de la protagonista, de Max (Laurence Olivier) en el borde del acantilado mirando el vacío, representación o idea romántica en el filo (a los ojos de la protagonista), pero que no se corresponde con la realidad del porqué está en ese lugar, y qué se debate en su interior. Es la incierta imagen raíz. En principio, una imagen equívoca. Ella teme que pretenda lanzarse al vacío, por eso le alude sobresaltada. Max le reprende que haya pensado que esa fuera su intención. Pero ¿cuál era?

Por eso, Max se torna imagen enigmática que la cautiva, y enamora, aunque no le conozca; se enamora de una imagen, una apariencia, una expresión sobre la que ella proyecta, y que le atrae como el mismo vacío que quisiera llenar; quiere salvar, aliviar, esa fragilidad que ha creído entrever; en transferencia, un modo de aliviar y llenar su carencia y vacío; la falta de acontecimiento en su vida rutinaria, extensión de otra vida, la mujer de la que es acompañante, Mrs Van Doren (Florence Bates), con la que siente que no sintoniza nada; su vida es extensión de una vida que le disgusta. Pero ¿Qué expresa ese semblante huidizo? Max, durante gran parte del metraje, aun ya casados, será un mirada escurridiza que parece más atenta a lo ausente que a lo presente, y en concreto, ella, aunque se declare y la proponga matrimonio.  Su mirada parece suspendida en la lejanía, como refleja el primer plano. Ambos conectan, pero a la vez no parecen encajar. Él es el adulto, elusivo, que parece portar sombras en su mirada que no quiere compartir (A Selznick le disgustaba la forma pausada de interpretar de Olivier, y al respecto le llamó la atención a Hitchcock; no comprendía que reflejaba adecuadamente ese estado de presente-ausente del personaje). Ella es como una niña que parece pedir perdón por sentirse una intrusa. Su gesto habitual, con los hombros encogidos, es el de quien siente que no ha sido invitada, o que teme que pueda ser una molestia. No hay suficiencia en su gesto, sino todo lo contrario, una modestia incluso excesiva, temerosa. No parecen encajar la apariencia firme, como una coraza que interpone distancia, de Max con la timidez de frágil pájaro de ella. Pero aun así se siente la conexión como si las piezas encajaran aun de modo impreciso, a la vez que se percibe que falta algo para que esa conexión se ensamble del modo adecuado. Esa falta se intuye que nace en las sombras de la mirada de él, en su mirada elusiva, pero también en la indeterminación de ella, la cual ignora también lo que ella representa para él porque desconoce la naturaleza de sus sombras, el influjo del relieve o ruinas de su pasado.

Por eso, su acceso a un mundo que desconoce, la mansión de Manderley, se define por su desajuste. Ella es una pieza que no encaja en Manderley. Se siente ínfima (lo que Hitchcock remarca con planos generales con amplia profundidad de campo, en la que su figura queda empequeñecida). Es como un personaje que entra en un escenario en el que desentona. Todo parece en su sitio, todos se comportan como piezas de un engranaje, se desenvuelven con la seguridad del conocimiento de su función, y con esa actitud distante de apariencias que posaran en un expositor con expresión inescrutable. Ella porta un vestuario que incluso parece desajustado, como si sus mismas ropas se desbordaran, o fueran de una talla excesiva, lo que acentúa su desvalimiento, su torpeza. Es una figura que no sabe desenvolverse en una función teatral de la que ignora el guion, los modos interpretativos. Su naturalidad, o su falta de afectación, también reflejada en cómo porta las ropas sin ostentación, despreocupada de sus apariencias, con apariencia de cara lavada, colisiona con un escenario de férrea estructura o repertorio que todos siguen de modo aplicado. Ella tropieza con ese escenario que más bien parece desfilar. Rompe piezas de cerámica, ya que ella es la naturalidad que choca con ese mundo tan poco natural que parece más bien hecho de cerámica. Se siente fuera de lugar, y no se siente a la altura del lugar ni del personaje principal, Max. Siente que no da la talla, como un personaje secundario al que por error le han dado el papel protagonista en una obra en la que se siente como pez fuera del agua. Siente que es un reemplazo sin la necesaria cualificación. Todas estas sutilidades reflejadas en el modo de desenvolverse, mirar y actuar de ambos protagonistas, cómo portan su vestuario o su mismo cuerpo, que tan precisamente les definen, y que remarcan su contraste, desaparecen en la reciente nueva adaptación dirigida por Ben Wheatley. En la presentación no hay figura sobre el acantilado, y ambos protagonistas parecen simplemente dos jóvenes que se enamoran. Ni uno parece el adulto y la otra una adolescente, ni se percibe diferencias de clase, ni ella transmite indefensión ni él una distancia que aun atenta deja entrever recovecos en sombras. Por tanto no se percibe ningún remarcable desajuste. Por eso, la narración meramente discurre sobre apariencias, ornamentos  y convenciones (del relato gótico).

En ese escenario que parece más bien definido por la representación, en el que cada uno actúa como si se ajustara a un papel preestablecido, destaca una figura ausente que es emblema de ese mundo de apariencias. Manderley es Rebeca. Rebeca es Manderley. Rebeca, la esposa anterior, es otro espejismo fascinante. Parece que se suicidó, pero la falta de información, más bien parcial e insuficiente, acrecienta su condición de enigma o pantalla sobre la que proyectar, y ella proyecta todas sus inseguridades y miedos. Proyecta en ella todo lo que ella cree que no es ni puede ser. Proyecta en ella la imagen sin fisuras que también cree ver en Max, y que tanto la impone. Es la imagen de lo que no cree que pueda ser para Max, es la proyección de su miedo. Miedo que es convicción, la convicción de que tarde o temprano le decepcionará, por eso cree que ella debiera ser como Rebeca, proyectar lo mismo, en vez de parecer una figura desajustada a punto de quebrarse. Pero, al fin y al cabo, la elusividad de Max, la distancia que interpone, para mantener a distancia ese pasado, que implica omisión, es la que determina sus proyecciones, sus temores. En lo que no se dice se pueden proyectar múltiples relatos. Ella solo conoce los relatos admirativos de otros. Por eso, ella tardará en comprender que para Max ella representaba la inocencia, la naturalidad, la falta de retorcimiento, la doblez, que caracterizaba a Rebeca; se había enamorado de lo opuesto de Rebeca, mientras ella pensaba que debía ser como (la imagen de) Rebeca, porque él no había sido capaz de compartir con la suficiente claridad lo que ella significa para él, porque aún permanecía suspendido sobre el filo de un acantilado como una sombra que no se atreve aun a ser de nuevo cuerpo. 

Ella comprenderá, por fin, tras que él comparta la historia o exponga su padecimiento o herida aún no cerrada (en un espacio enigmático, fuera de cuadro, la casa abandonada en la playa) que Rebeca representaba la belleza de la medusa que atrapaba con su apariencia, que paralizaba el discernimiento (como suspensión sobre el vacío), porque su realidad, mezquina y vacía, no tenía correspondencia con su apariencia de promesa de emociones elevadas. Un fetiche, una luminosa imagen abismo que era símbolo de idea de pasión o amor, pero cáscara vacía, como las posesiones que aún se conservan en su habitación cual mausoleo o altar, custodiadas por su fanática adoradora, la ama de llaves, Mrs Danvers (Judith Anderson), como refleja el siniestro momento de turbadoras resonancias sexuales, en el que acaricia el rostro de la protagonista con el abrigo de pieles de la muerta. Hitchcock le indicó a la actriz que nunca pestañeara (es la mirada enajenada, obcecada, como un proyector encasquillado que solo proyecta una imagen de modo permanente). Rebeca era una mera imagen, una pantalla vacía donde los demás proyectaban su anhelo de lo sublime, como el cuadro que domina las escaleras con el vestido que se puso en una fiesta, y que se pone la protagonista, manipulada aviesamente por Mrs Danvers, porque sabe que la protagonista proyecta en Rebeca lo que cree que quiere Max que sea, una estatua, investida con los atributos de diosa, cuando la protagonista posee la virtud de la naturalidad, la carencia de los ornamentos de la vanidad. Y esa imagen real es la que, precisamente, había cautivado a Max, aunque por la combinación de dolor y verguenza que siente por ese pasado que quiere desterrar de su vida, había proyectado, como un cuerpo atorado, una imagen tan esquiva y ambigua que, en dinámica de espejos, propició a su vez que la protagonista confundiera cuál era lo que su mirada realmente apreciaba y deseaba.

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