Hay películas que sorprenden gratamente, por inesperadas. Es
el caso de Uno de nosotros (Let him
go). En primer lugar, por su director, Thomas Bezucha, quien entre el 2000 y el
2011 había realizado tres comedias, la más conocida, La familia Stone (2008). No es un cineasta de quien se podía
imaginar una obra de este calibre. En su segundo lugar, por su concepción del
drama y de la narración. Parecen ya de otro tiempo esta sobriedad y contención
y en particular, su sentido de la elipsis y su manera de describir o reflejar
de modo insinuado u oblicuo emociones de (y entre) personajes. Y, en tercer
lugar, por cómo genera gradualmente, sin
aspavientos ni énfasis, una lacerante emoción de intemperie que no se extirpa
con su dolorosa conclusión. Y esa es una cualidad de gran cineasta. Es raro hoy
en día encontrar una obra que sea tan cruda y desasosegante, y refleje de modo
tan preciso la actitud violenta, con una apariencia, en general, tan luminosa y
tan escasos estallidos de violencia (cuando estos brotan el malestar ya se ha
aposentado como una infección). El estilo conecta con el de Eastwood, y de modo
específico, por su protagonista masculino, y por el año en que transcurre la
acción, con la excepcional Un mundo
perfecto (1993). Violencia, familia, la raíz podrida o herida de una
nación. El inicio ya apuntala esa modélica narración elíptica y contenida que
se centra en lo sustancial, y en la que es tan relevante lo que se expone como
lo que se insinúa o queda fuera de campo. Nos presenta en su rancho de Montana
al matrimonio que conforman George (Kevin Costner ), sheriff retirado, y
Margaret (Diane Lane), su hijo de treinta años, James, y la esposa de éste,
Lorna (Kayli Carter). El hijo sale a cabalgar. Margaret se apercibe de que su
caballo reaparece solo. George sale a buscarlo. Lo encuentra muerto. Se ha
caído del caballo. Elipsis abrupta (nada de liberar emociones desoladas): Tres
años después, Lorna se casa con Donnie Weboy, lo que implica, por otra parte,
la separación de Margaret y su nieto. Poco después, esta observa desde su coche
cómo, en la calle, Donnie golpea al hijo, al que se le ha caído el helado, y
luego a Lorna. No se lo comenta a su marido. Prepara una tarta, excusa para
visitar a Lorna, pero le comunican que la familia se ha trasladado, sin dejar
dirección precisa; simplemente, se han ido a Dakota del Norte. George vuelve a
casa y se encuentra con que Margaret ha hecho preparativos para irse de viaje (ella
se encuentra sentada, cara a cámara, dándole la espalda, que entra por la
puerta; los cuerpos, las posiciones, hablan). Ella espera que él comprenda por
qué quiere ir en busca de su nieto, qué representa para ella, y se una a ella.
Todo un admirable ejemplo de condensación y narración sintética, y de expresión
mediante la sugerencia a través de miradas y acciones que, a la vez, refleja
cómo se expresan o relacionan los personajes. Ya se insinúa, sin remarcarlo,
que no es solo por la violencia de la que ha sido testigo que quiera liberar a
su nieto de esa circunstancia, sino que por añadidura, y sobre todo, su nieto
es el reflejo de su hijo perdido, es su nieto y es su hijo. George lo sabe, por
eso, pese a las reticencias que muestra a realizar el viaje, acepta realizarlo
con ella. El título original de la película es Let him go/déjale ir. George
solo se lo dice una vez, pero ante todo hablan las miradas y gestos, lo que se
contiene, lo que se arrastra y no se puede verbalizar. En el viaje en coche,
ella come un trozo de la tarta, y le pasa una ración a él. A través de los
detalles y las acciones se puede decir tanto.
Al respecto, también es necesario disponer de dos intérpretes que logren expresar toda una marea de emociones con la contención, con el refinado y sutil arte del menos es más, y Diane Lane y Kevin Costner conversan de tal manera que hace sentir que efectivamente comparten una vida desde hace décadas, y que es tan elocuente lo que se dice como lo que no se dice (y se insinua). Puede contrastarse este fundamental aspecto con Tenet (2020), de Christopher Nolan. Uno de sus aspectos más débiles es la falta de carisma o presencia de sus dos protagonistas, John David Washington y Robert Pattinson, a lo que se añade el histrionismo de Kenneth Brannagh con su remarcado acento ruso, lo que hace poco creíble al personaje. La narración no se sostiene, como la magistral Origen (2010) o la excelente Interstellar (2014), en la circunstancia o estado emocional de sus respectivos protagonistas: la peripecia externa es el correlato de su peripecia personal o íntima. En este caso, juega con un distanciamiento ya expuesto en el hecho de que el protagonista se denomine El protagonista. Si se juega con arquetipos, ideas, sin singular caracterización psicológica, es fundamental la potencia expresiva de la presencia o carisma de los actores, sino se convierten en meros resortes mecánicos que conducen la acción. Por eso, la obra es una brillante dinamo narrativa que se resiente de esa falta o carencia, por lo que más allá de su substrato conceptual de su juego con el tiempo (y las ideas de espectador y protagonista en la ficción de la realidad y viceversa), la narración (por lo menos, con un primer visionado) se asemeja, o se siente, más como un engranaje, y su violencia más bien como alarde de espectacular o aparatosa pericia.
Uno de nosotros, adaptación de una novela de Larry Watson, es otro tiempo de narración. Se vertebra a través de las emociones de los personajes, y en buena medida sobre corrientes soterradas. Su substrato, la colisión entre una familia herida y una familia podrida, los dos flecos deshilachados de una nación como Estados Unidos. Uno de nosotros contiene dos de las secuencias más desazonadoramente violentas de los últimos años. Anteriormente, el primer encuentro con un Weboy ya impregna la narración de sombras perturbadoras. No es ni pariente, pero se percibe recelo tiznado de latente hostilidad. De hecho, nos lo presentan en sombras, en el establecimiento que regenta. Ya es aún más manifiesta esa amenaza solapada, aunque se conduzca con sonrisas, en el encuentro con Bill (Jeffrey Donovan), tío de Donnie. Les invita a asistir a una cena, en el rancho de la familia, que preparará su hermana Blanche (Lesley Manville). La narración ya queda infectada con lo imprevisible, como si un virus habitara la sonrisa de Bill. La narración queda impregnada definitivamente de un sordo malestar. Esa sonrisa es un colmillo camuflado. Por eso, el viaje en coche hacia el rancho es más bien un viaje hacia lo incierto durante el cual George teme que pueda ocurrir lo peor (¿A dónde les conduce realmente y para qué?). Ya la violencia se cierne amenazante, se palpa como posibilidad, aunque no haya detalles manifiestos, sino todo lo contrario, aparente amabilidad, que hagan pensar que pueda realizarse una acción violenta. Pero las intuiciones se corroboran durante la cena. Sorprende la interpretación y caracterización de Blanche, y la misma elección de la actriz británica, a la que se asocia más con otro tipo de personaje o producción, como las obras de Mike Leigh o El hilo invisible, de Paul Thomas Anderson. Parece una pincelada gruesa en un lienzo sobrio, por su encrespado peinado (como el cabello de la medusa) y su forma de conducirse, frente a la planicie sonriente (el tío) o robótica (los dos corpulentos hijos) de los otros componentes masculinos de la familia (podría evocar a la madre de la magnífica La banda de los Grissom, 1971, de Robert Aldrich). Su contraste es de lo más efectivo. Su largo y locuaz monólogo, como recepción, parece el de la representación escénica de otra obra que colisiona con la parquedad expresiva de los personajes. La infección de la violencia ya está apuntalada en la narración. Ella la atornilla. El matrimonio lo siente, sentados, espectadores de esa representación que saben expresa mucho más con lo que no dice de modo explícito. Es un monólogo que los envuelve como la pitón con su cuerpo a su presa. Saben que quien está ausente, el nieto, es el elemento en juego que se disputan, y Blanche les está haciendo entender, sin decirlo a las claras, que es su territorio, que ella controla su territorio, y que el nieto es uno de los suyos. Toda esa violencia contenida conduce al primer brote de divergencia que deja asomar de modo más claro los colmillos. Cuando llega el nieto, Blanche le indica que suba ya a dormir. Margaret protesta porque solo le haya dejado dos minutos con el nieto, cuando sabe que era el motivo para que viniera, y hace un leve movimiento de retroceso, con el niño en brazo, hacia la puerta. Un leve movimiento y la serpiente deja asomar los colmillos en las reacciones de los familiares, y sin dejar la sonrisa de lado. Es un momento particularmente estremecedor, porque se siente cómo un solo movimiento más de Margaret propiciaría que se lanzaran de modo inclemente sobre ella. Esa violencia aún no expuesta, pero ya asomada, ya se manifestará de modo avasallador en la posterior, y también magnífica, secuencia en el motel, tras que George y Margaret hayan propuesto a Lorna, en una cafetería, que coja al hijo y vengan con ellos. Pero quienes aparecen esa noche en su habitación del motel es Blanche con los cuatro hombres de la familia. Todo ese malestar desazonador, gradualmente sedimentado, se convierte por fin en brutal violencia manifiesta. Ante la horda de las bestias que protegen su territorio no hay defensa posible si se desenfunda primordialmente el diálogo. Ni siquiera cuando George desenfunda su arma para proteger a Margaret.
Hay otro detalle muy elocuente que conecta tiempos. En su viaje, Margaret y George se han encontrado con Peter (Booboo Stewart), un joven nativo americano que vive solo en una casa en la llanura. En principio, escurridizo y temeroso. Les desvelará, cuando les acoja en los pasajes finales, que es alguien que toda su vida ha huido. Cuando era un niño fue arrancado de su hogar y, como señala, realizaron un borrado de su identidad india (ya no recuerda ni su lengua). La familia Weboy representa la mentalidad de los blancos que se apropiaron de los territorios de los nativos americanos y que siguen desenfundando esa mentalidad. La acción transcurre en 1963, año de la muerte de John F Kennedy (con lo que simboliza como narrativa truncada para un país), pero esa familia es un reflejo de los lodos que han seguido definiendo la América profunda, esos más de setenta millones de estadounidenses que votaron a quien les representa, Donald Trump. Aun amortiguado, o no tan exuberante, palpita un aliento peckinphaniano en las secuencias finales, en el gesto desesperado y sacrificial. El héroe, lo que también como icono ha representado Kevin Costner, se enfrenta a las bestias con los recursos que únicamente entienden, la violencia (aunque su pretensión simplemente sea sacar de la casa, durante la noche, a Lorna y su nieto). Lo hace por la mujer que ama, por la impotencia que siente por no haber podido rescatar de la violencia abusiva a Lorna y el nieto. Pero el resultado solo puede conducir a su muerte. Las bestias reinan en nuestro mundo, y no solo en Estados Unidos. Por eso, la conclusión transmite esa sensación de desazonadora intemperie. Margaret conduce hacia su hogar, con Lorna y su nieto, pero se siente que ya es como el joven indio que ha conocido, alguien que más bien huye de la violencia que se cierne incluso en los espacios abiertos, o en una sonrisa. Alguien que habita la intemperie.
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