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domingo, 13 de diciembre de 2020

Siete días de mayo

                             

Entre el estreno, en octubre de 1962, de El mensajero del miedo (The manchurian candidate, 1962), centrada en los métodos conductistas que ciertas fuerzas políticas conservadoras estadounidenses utilizaban para manipular a soldados y así atentar al presidente, y cuyo climax es el intento de atentado, por parte de un francotirador, de un candidato a la presidencia,  y Siete días de mayo (Seven days in may, 1964), en febrero de 1964, ambas de John Frankenheimer, se produjo el atentado mortal, en noviembre de 1963, contra el presidente John Kennedy. Ambas obras giran alrededor de conspiraciones y atentados de políticos y militares disconformes con las tendencias más progresistas del gobierno. Eran años convulsos, años de cambios, que dejaban atrás una década que asentó el llamado American way of life,  hipertrofiado en su espejismo de bonanza económica y adosados en barriadas luminosas, cuando, como se reflejaba en Terciopelo azul (1986), de David Lynch, anidaba bajo es oxigenada apariencia una turbulenta escabechina de insectos. Nada era lo que parecía (o nada era como se quería presentar, promocionar o vender). Mientras se proyectaba fuera el enemigo que amenazaba el sacrosanto hogar de la democracia y el respeto de los derechos humanos (el sistema comunista), dentro empezaba a sangrar esa inconsistencia entre lo que se proyectaba y lo que de verdad se cocía en las letrinas del país. Hasta los westerns eran un espacio lunar y fantástico, como en Hombre del oeste (1958), de Anthony Mann, donde el héroe se enfrentaba a su turbio pasado; las furias también estaban en él; las líneas que separaban a la imagen modélica de su reverso no eran tan claras. En El hombre que mató a Liberty Valance (1962) se trazaba con qué mimbres está tejido el presente, qué se ha sacrificado, y qué falsedades encubren las leyendas ejemplares. El gesto político está empapado de sangre. El enemigo era el bárbaro, aquel que está entre nosotros, y para construir no podía sino recurrirse al sacrificio de otro bárbaro. El enemigo está dentro, o no se avanza si no se practica la autocritica en vez de crear chivos expiatorios que no tienen que ver con nosotros.

Desde finales de los cuarenta se había cultivado la llamada guerra fría, y las armas nucleares se convirtieron en amuletos de un pulso de orgullos. ¿O no había de verdad contrincante, por lo menos con tal envergadura, como se señala en El buen pastor (2008), de Robert de Niro, y fue una creación, necesaria para sugestionar al ciudadano de que el enemigo estaba fuera? ¿ No es de esto de lo que nos hablaba El bosque (2004), de M Night Shyamalan?¿No estaba haciendo en esos años lo mismo el gobierno, tras el atentado del 11/S, con respecto al conflicto con Oriente medio, encubriendo meros intereses económicos, como también señalaba la aguda Tres reyes (1999), de David O. Russell?. En los primeros años de los sesenta, una sensibilidad autocuestionadora brotaba combativa, ya ni siquiera con discursos velados o metafóricos, sino directos y explícitos. Kennedy fue asesinado, y se afianzó la guerra de Vietnam. Una partida empezaba a perderse. Arenas movedizas de un espejismo que se negaba a desaparecer como tal. Obras como Telefono rojo, ¿volamos hacia Moscú? (1963) de Kubrick y Punto limite (1964) de Sidney Lumet y Estado de alarma (1965), de James B Harris, señalaban, que no había que tirar piedras al otro tejado nuclear, sino que el mal estaba en casa. La obra de Lumet se tramaba alrededor de cómo un fallo electrónico provocaba que unos aviones recibieran la orden de bombardear Moscú; a partir de ese momento, el presidente intentaba por todos los medios no sólo convencer a los rusos de que no era un ataque intencionado, sino que intentará buscar la solución para destruir los propios aviones, incluso asesorando a los rusos cómo hacerlo, y por último, llega a prometer que si los aviones estadounidenses logran su objetivo, Estados unidos bombardeará del mismo modo Nueva York para demostrar que su intención no era beligerante, sino todo se debía a un accidente.

Cuando la producción de Siete días de mayo comenzó a ponerse en marcha, por mediación de la productora de Kirk Douglas, el presidente Kennedy aún vivía. Mostró su apoyo al proyecto, a diferencia del Pentágono. Frankenheimer, que había trabajado para el presidente, había comprado los derechos de la novela homónima de Fletcher Knebel y Charles W Bailey II, escrita entre finales del 61 e inicios del 62, que fue adaptada por Rod Serling. Se inspiraba en la figura del general Edmund Walker, un feroz anticomunista que adoctrinaba a sus tropas con sus ideas. Retirado del ejército prosiguió con sus discursos beligerantes cuando aspiró al puesto de gobernador de Texas. En la misma narración de Siete días de mayo, el ficticio presidente Lyman (Fredric March) le califica como uno de los falsos profetas que se postulaban como líderes ideológicos y morales para la sociedad americana. Knevel y Bailey también se inspiraron en otro general, Curtis LeMay, quien había mostrado su disconformidad con la decisión del presidente Kennedy de no permitir el apoyo aéreo a los rebeldes cubanos durante la invasión de la Bahía de Cochinos. Ambos, Walker y LeMay fueron el molde con el que se diseñó la figura del general James Matton Scott (Burt Lancaster), el hombre que promueve un golpe de Estado para derrocar al presidente Lyman, quien ha firmado un acuerdo de desarme nuclear con la Unión Soviética.

Las primeras imágenes de Siete días de mayo, las referentes al enfrentamiento entre los dos grupos manifestantes, los que apoyan al presidente Lyman, y los que están en contra porque el acuerdo de desarme coloca al país en una posición vulnerable, tienen un aire de engañoso reportaje periodístico; está realizada con ese estilo de sincopado montaje como si estuviera realizado por una unidad de televisión; un introducción con el pálpito inmediato de un sentimiento de urgencia, una agitación, extrema y febril, que retrata a un país en el filo, una convulsión que nos hará sentir los desorbitados acontecimientos posteriores como algo posible. Todo es posible en la dimensión desconocida se decía en la introducción de la serie La dimensión desconocida (The twilight zone), creada por Rod Serling. El tratamiento de esta secuencia se desmarca del resto del desarrollo narrativo, sobrio, sustentado en las tensiones dentro del plano (a través de la disposición de los personajes en el encuadre),  y unas aceradas y luminosas imágenes servidas por el director de fotografía Ellsworth Fredericks (dotadas de una inquietante patina naturalista o inmediata, que hace sentir de modo más eficaz las emponzoñadas turbulencias en juego), que gradualmente se va dotando de una atmósfera de alucinada ciencia ficción que desvela una realidad desquiciada. Porque lo que se nos narra son los esfuerzos para desactivar un golpe de estado militar, encabezado por un general, descrito como una mente calculadora que nunca se ha dejado dominar por las emociones, Scott, quien no acepta el citado acuerdo porque es un signo de debilidad que expone al país a perder su posición de fuerza, a quedar en manos del enemigo (en suma, encarna los residuos de la tensión vivida durante veinte años de enfrentamiento beligerante con la amenaza nuclear pendiendo como decisión final; en un momento dado es equiparado, por el presidente, al senador McCarthy, el cazador de comunistas). Scott es un personaje inquietante hasta cuando es encuadrado, significativamente en varias ocasiones, de espaldas (también le define, es empecinada determinación sin rostro, cual autómata).

En los primeros pasajes narrativos es la figura del coronel Casey (Kirk Douglas), ayudante de Norton, la que domina y conduce el relato, a través de una impecable sucesión de secuencias en las que va entreviendo, por una cadena de indicios, los propósitos de Scott. Casey admira a Scott, pero es respetuoso con la Constitución, con los procesos democráticos de la República. Desde el momento en que comunica sus sospechas al presidente, este domina el relato con sus esfuerzos estratégicos para conseguir las pruebas que corroboren el inminente golpe de estado, y así imposibilitarlo (con el añadido de la urgencia: los siete días del título de que se dispone para conseguirlo). Es el corazón moral, a su vez, de la obra, la representación de sentido común, en este sentido cercano al que encarnaba Henry Fonda en otra obra de talante crítico semejante (y con la cuestión nuclear como detonante de conflicto), aunque más tenebrosa en su tratamiento estilístico,  la ya citada Punto límite. Hay secuencias que podrían ser parte de la citada serie de Rod Serling, en particular la incursión del colaborador y amigo del presidente, el senador Clarke (Edmund O'Brien), en el desierto para averiguar si existe esa base militar secreta (de la que no tenía constancia Lyman) en la que los soldados están siendo instruidos para atacar; destaca esa inquietante imagen de su coche obligado a detenerse por un helicóptero que parece irrumpe de la nada.

La narración, o desarrollo dramático, de Siete días de mayo, dispone de más capas. No sólo se revela que el enemigo está dentro, el afán beligerante y el fundamentalismo ideológico (aterrador el mitin de las facciones más beligerantes e inflexibles ideológicamente, en un estadio repleto de asistentes, militares veteranos), sino que se pone sobre el tapete otro dilema, cuáles son los medios a los que uno puede recurrir para evitar tal hecatombe que no puedan equipararse en cuanto misma falta de integridad que aquello que combaten. Hay personajes que se enfrentan al dilema de qué medios se es capaz de utilizar o no para combatir a la bestia y no sentir que actúa como ellos. Es el caso de Casey cuando se aprovecha de la atracción que despierta en Eleanor (Ava Gardner), y de su quebradiza vulnerabilidad ( lo que la hace apoyarse en la bebida), para conseguir las cartas de amor de Scott cuando fueron amantes años atrás. Decisión que a Casey le sume en un sórdido malestar. Pero no duda en buscar en una papelera para coger esas cartas, siendo sorprendido en tal acción por Eleanor. El mismo presidente, en cambio, pese a que algún consejero le anime a hacerlo, se muestra remiso a recurrir a tal recurso de presión para que Scott, casado, renuncie a su propósito de golpe de estado. La modélica secuencia del enfrentamiento entre ambos tiene dos bellos colofones. Al fondo del encuadre, Scott se dispone a abandonar el despacho oval; en primer término del encuadre vemos el brazo del presidente que vacila cuando saca las citadas cartas, pero decide guardarlas de nuevo. Al salir, a una gran sala, aparece en primer término del encuadre Casey, que se detiene porque se cruza con Scott. Ambos se miran sin cruzarse palabra. Casey ve que el presidente sale, al fondo, de su despacho, con las cartas en la mano. Manteniendo siempre el mismo encuadre, Casey se acerca hasta el presidente, que le dice que las puede devolver a Eleanor. Un admirable modo de asociar dilemas y personajes con las posiciones en el encuadre.




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