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viernes, 6 de marzo de 2020

Una boda en Lyon (Acantilado),de Stefan Zweig

Si fueran adaptados al cine los cuatro bellos breves relatos que componen Una boda en Lyon (Acantilado), de Stefan Zweig, podrían realizarse mediante una sucesión de coreográficos movimientos de cámara, como los de Max Ophuls en la magistral adaptación cinematográfica, en 1948, de la novela breve de Zweig, Carta de una desconocida. La sintonía entre dos sensibilidades tan excepcionales dio como resultado ese prodigio cinematográfico. Pocos cineastas han hecho de los movimientos de cámara figura de estilo como el cineasta austríaco, fluencia y atmósfera musical, además de cargados de matices significantes no sólo según la dirección de sus movimientos, sino también por la interconexión con otro movimiento de cámara, sucesivo o en otro pasaje del relato, e incluso por los elementos, objetos, sobre los que se inicia o finaliza un movimiento. La narrativa de Zweig se proyecta como un movimiento de palabras que adquiere una dimensión coreográfica, como si se abrieran a un mismo tiempo que se propulsan y brotara, exuberante, la vibración de la emoción de su conjunción. El relato que da el título al libro, Una boda en Lyon, podría componerse de una sucesión de movimientos de cámara: uno que ubica en ese calabozo colectivo en el que decenas esperan su ejecución, durante ese periodo denominado terror jacobino, entre septiembre de 1793 y la primavera de 1794, en el que el Comité de salvación, entre lo que se encontraba Robespierre, dictaron la muerte de 1.300 personas, pero aunque sean víctimas de una imposición, y un despojamiento, no están exentos de también actuar como si su espacio de exclusión fuera el propio. Los prisioneros miraron a los recién llegados sin la menor simpatía, pues algo tan extraño es muy propio de la naturaleza humana, que en cualquier parte se adapta a toda velocidad e incluso en las más precarias circunstancias se siente no sólo como si estuviera en casa, sino también en su derecho. Un segundo movimiento describiría el reencuentro de los enamorados que se creían muertos. Cuando se soltaron por un instante, sin poder creer que de verdad se tocaban y asustados frente a lo excesivo que les resultaba aquel destino por completo inverosímil, un nuevo abrazo volvió a unirlos de inmediato, si es posible de manera aún más abrasadora. Un tercero narraría, en tal circunstancia de desolación, sus nupcias, el resplandor que se sabe efímero, la infinitud de su emoción. Y, por último, un cuarto el vacío de los cuerpos que ya son un mero símbolo de lo que se extirpa. Pero la vida sólo ama lo prodigioso. Y se ahorra los verdaderos milagros.
El segundo relato, La caminata, incide en la idea de que quizá ni siquiera sean advertidos los prodigios pese a lo mucho que se desee presenciarlos, o (re)encontrarlos cual iluminación. Evoca al personaje protagonista de Carta de una desconocida, el músico que durante décadas había buscado ese algo especial que nunca había encontrado, y se siente un hombre deshabitado que no supo discernir el prodigio en la mirada de la mujer que, durante décadas, había estado habitada por un sueño que no encuentra correspondencia con la realidad. Con el pasado de las décadas, cada vez que se reencuentran, nunca la reconoce. Él se había extraviado en múltiples rostros indiferenciados de mujeres mientras para ella él había sido la pantalla con la que siempre había soñado. En La caminata, un hombre piadoso espera ver por fin el rostro del redentor, siente, incluso, su llamada, y decide salir en búsqueda de ese encuentro. Temblaba ante una idea que apenas se atrevía a formular: que fuera demasiado tarde y no encontrara ya al redentor. Y en ocasiones le estremecía también el temor a equivocarse de camino. Su relato podría ser una sucesión de movimientos de cámara que condensaran los episodios de su desplazamiento, los momentos en los que sólo es materia, tierra, piedra, espacio agreste, distancia, o los momentos de pausa en el trayecto, en los que siente la gratificante delicia de la piel de una mujer. Pero ¿somos capaces de discernirlo, reconocerlo, cuando nos cruzamos con el prodigio?
Los dos relatos restantes, Un ser humano inolvidable y Dos solitarios, son relatos sobre la generosidad, la empatía y la entrega. Un ser humano inolvidable podría narrarse por una sucesión de movimientos de cámara, desde la perspectiva de un testigo admirado, sobre las gestas cotidianas de un hombre que es apreciado por todos por sus serviciales acciones. Quizá sea indigente, materialmente, pero en él rebosa la riqueza del talante que sabe que hay una distancia infinita entre ser servicial y ser servil. Es un hombre, que como Jakob Von Gunten, de Robert Walser, se realiza en sus acciones serviciales. Si todo el mundo confiara en los demás, no habría policía, ni juicios, ni cárceles… ni dinero ¿No sería mejor, teniendo en cuenta lo complicada que es nuestra vida en el plano económico, que todos viviéramos como aquel hombre, que siempre lo daba todo y, sin embargo, tan sólo tomaba lo que le resultaba necesario? Dos solitarios, en cambio, podría narrarse con un solo movimiento de cámara, un plano secuencia que narrara el encuentro entre dos seres frágiles, heridos por la vida, un hombre cojo y una mujer despreciada por su fealdad que encuentran en su mutua compañía esa sintonía que se constituye en puente y refugio. En sus primeros compases se palpa el temblor de la intemperie vital. Ese silencio hondo y triste en el que los pensamientos reprimidos comienzan a hablar. El movimiento de cámara podría comenzar con un plano general que evidenciara su desvalimiento en un espacio que sienten inhóspito, e incluso hostil, y concluiría con un primer plano que encuadrara cómo sus manos se entrelazan.Lo que nunca habían dicho a nadie, lo que apenas se habían confesado a sí mismos, aquellos dos seres, que seguían siendo prácticamente extraños, se lo revelaron el uno al otro. Cada uno de los gritos del alma de ella encontró eco, pues ambos estaban unidos en el sufrimiento.

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