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viernes, 13 de marzo de 2020
Cuando los inviernos eran inviernos (Acantilado), de Bernd Brunner
Los inviernos invitan a detenerse, a repasar las cosas una vez más, o tal vez sólo a concentrarse en lo esencial. El invierno muestra nuestras limitaciones y nos revela lo vulnerables que somos. Aunque no represente el desafío existencial que implicaba antaño, el invierno nos muestra que existe un mundo opuesto al de la abundancia del verano. Hay inviernos literales y hay inviernos metafóricos. El empleo del tiempo pasado en relación a los desafíos que suponía la vivencia física del invierno, que se destaca también en el título, Cuando los inviernos eran inviernos. Historia de una estación (Acantilado), de Bernd Brunner, está relacionado con el tiempo presente desde el que se plantea la exploración de las diferentes significaciones del invierno, según los lugares, las épocas, las culturas. Se expone y evoca desde un presente que comienza a evidenciar el deterioro generado por nuestra inconsciencia, por nuestro afán voraz de vivir la ilusión de que la vida puede ser un permanente verano y además esplendoroso de acuerdo a los progresos tecnológicos, como si no existieran límites ni fuéramos vulnerables. El curso normal de las estaciones se ha alterado debido al cambio climático, volviéndose a menudo impredecible. Los inviernos se acortan, el periodo de la vegetación se prolonga. Quizá llegue ese momento en que avistemos la consecuencia de nuestros actos y nuestras comisiones sobre el medio ambiente, que genera virus que se revuelven contra nosotros. Quizá cuando sintamos nuestra realidad tambalearse porque llaman a nuestra puerta los efectos de lo que preferíamos no asumir modifiquemos nuestra forma de relacionarnos con el medio ambiente para que quizás las estaciones puedan ser lo que fueron, y recuperemos la relación primigenia con el invierno en sí, con los elementos que caracterizan la experiencia. ¿A qué se debe el enorme placer que se siente al lanzarse en esquís a través de una superficie de nieve virgen?¿Qué incita a los seres humanos a atrapar con la lengua los copos de nieve caídos para sentir cómo se derriten o al lanzarse de barriga sobre la nieve nueva?¿De dónde proviene esa felicidad de los niños cuando se lanzan bolas de nieve?
Cuando los inviernos eran inviernos explora, con una vivaz capacidad sintética, con qué factores y estados de ánimo, con qué nociones, personajes y mitos se relaciona el invierno. Reajusta nuestras miradas, nuestras concepciones. Los osos no hibernan, sino que entran en una especie de letargo que se califica como sueño intestinal. La idea de los perros con el barril al cuello pertenece más bien a la leyenda, y algunos célebres, como el San Bernardo Barry (1800-14), que salvó numerosas vidas, fue disecado, y expuesto, con un barril aunque nunca portara ninguno (sí quizás pequeñas bolsas con víveres). Tampoco es muy preciso equiparar invierno con depresión. Más bien habría que denominarlo bajón metabólico. Fue el explorador Frederick Cook quien durante una expedición antártica descubrió que el cansancio de la tripulación se podía remediar en parte mediante la aplicación programada de luz artificial. Pero sólo más tarde, en 1910, la medicina acuñó el término helioterapia para el tratamiento de la melancolía y de una amplia serie de padecimientos físicos.
Brunner nos recuerda que casi nadie se desplaza hoy por Europa a pie en la época fría del año. Eso fue lo que hizo precisamente Werner Herzog entre el 23 de noviembre y el 14 diciembre de 1974, entre Munich y París. Quizá una de las imágenes más memorables del cine de Herzog sea aquella, en Encuentro del fin del mundo (2006), de un pingüino que decide dirigirse hacia el interior, en donde le esperan 5.000 kilómetros de vacío, en donde le espera la muerte segura. ¿Por qué? se pregunta Herzog. La pregunta vibra en el espacio en blanco. El cine de Herzog, en particular sus documentales, son agudos intentos de replantear nuestra percepción sobre la realidad desde ángulos quizá no advertidos. Brunner lo intenta sutilmente. Esas distorsiones de la percepción es el llamado whiteout, cuando el cielo y la tierra parecen confluir debido a una luz que se vuelve del todo difusa bajo el cerrado manto de nubes. Desaparece todo punto de referencia para lo que está arriba o abajo, la noción del espacio se altera y desubica. En esta cultura de la virtualización extrema ¿hemos agudizado de tal modo el desenfoque sobre los efectos y las consecuencias de nuestros actos sobre la realidad, nuestro entorno, que vivimos un whiteout perceptivo? Brunner nos recuerda como las emisiones de dióxido de carbono han modificado los ritmos de las estaciones, con los desajustes consiguientes, lo que implica que no se acompasen los procesos de la floración, las emigraciones de aves o la reaparición de los insectos que polinizan. Las piezas de la naturaleza ya no encajan como debieran. No considera que se pueda equiparar a otra glaciación pero Brunner nos recuerda que los inviernos extremadamente fríos de la década de 1690 supusieron la muerte de millones de personas en toda Europa por falta de alimentos.
Hay un lenguaje que no debería perderse, una vivencia natural que no fuera interferida por la degradación a la que hemos sometido a nuestro entorno medioambiental. Deberíamos poder seguir sintiendo el murmullo del hielo, ese que puede observarse al respirar o hablar en un entorno con temperaturas muy bajas. La respiración se congela y produce un crujido que va a la zaga de lo dicho, como una sombra: algunos creen reconocer en las palabras algo parecido al tintineo de unos cristales. Ese que nos recuerda que vivimos un invierno que no es de nuestro descontento sino la experiencia genuina de los temblores del invierno. Temblores de quien se siente vivo. Esa vivencia que Brunner nos evoca del invierno no debería abocarse a lo museístico. No es cuestión de que emulemos al pingüino. Y Barry fue disecado hace ya mucho tiempo si es que esperamos el rescate en el último minuto.
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