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lunes, 9 de marzo de 2020
El precio de la amistad (Nórdica libros), de Kjell Askildsen
Willy Hassel caminaba por el sendero del bosque por el que solía caminar, con la esperanza de vivir una experiencia. Lo que se puede encontrar en los senderos de los relatos de El precio de la amistad (Nórdica libros), del escritor noruego Kjell Askildsen (1929), adquiere la condición de acontecimiento, de experiencia en su sentido más depurado, aunque sea imprecisa o paradójica. De algo te percatas, como si a la vez sintieras que algo se quiebra, y desintegra. ¿Estaba ahí o no? Sus senderos disponen de bifurcaciones que más bien asemejan a la perspectiva de un grabado de Escher: ¿Es posible que tantos pensamientos no hayan logrado su propósito? ¿Qué significa “propósito”? Si hay que preguntarse ya no sólo cuál puede ser el propósito sino qué significa propósito sin duda la perspectiva con la que se enfoca la vivencia de la realidad es como si se desentrañara todos los engranajes que dejan al desnudo que nos desplazamos en un arbitrio en el que cualquier mínima decisión es una ilusión. ¿Por qué decidimos actuar o reaccionar de un modo? Aún más ¿por qué deseamos lo que deseamos? Lo comprendía. Ella es distinta a mí, pero también bastante parecida. Creo que suele ser así: la mayor parte de la personas son distintas pero bastante parecidas. O tal vez no. Lo síes ya se confunden con los noes, las bifurcaciones son paralelas, transversales o se entreveran sinuosamente. Qué es lo que es parecido y qué distinto. La extrañeza se asienta en los relatos como si habitáramos ese otro ángulo que nos enfoca como criaturas anómalas. Si somos instantes, nuestros impulsos nos pueden revelar como una multiplicidad potencial. Lo que ahora sentimos, deseamos, no será así momentos después. El relato puede variar. La identidad no es una estructura homogénea, no sólo somos rutinas, costumbres, repeticiones que son resortes. ¿Estamos tan seguros de que sentimos o deseamos lo que sentimos y deseamos?
En el relato Gerhard P parte de una circunstancia emocional que se define por la fractura, esa que abre de un tajo nuestra vida, y hace necesaria una recomposición, que quizá no sea recuperación, no como antes, ya es otro el escenario de la vida. Un par de semanas después de que, a la edad de cuarenta y tres años, Gerhard P. perdiera a sus padres en un accidente de coche, se posó sobre él una tranquilidad que no entendía y que en algunos momentos le generaba cierto sentimiento de culpa. En dos breves páginas se concentra una conmoción. Sus frases se definen por las elipsis, y esos huecos entre las frases son intersticios que vibran como la pieza extraída cuyo fantasma aún se palpa. Las palabras, y los huecos entre ellas, tiemblan. Por eso, en una frase puede decir sobre la configuración de la sala que nada se quedaría como estaba, y pocas líneas después todo era como él recordaba que había sido siempre. Pocas líneas separan una frase de otra, pero poco es lo que separa esa sima de un sentimiento con el otro. Y a la vez tanto que parece un horizonte que se dilata sin fin. Por eso, cuando pensó: Aquí estoy, constata una paradoja, contiene lo que se rompe y lo que se anhela sentir recompuesto. La sucesión es también simultaneidad. Las emociones se yuxtaponen, forcejean entre sí. Es un aquí estoy también hecho de añicos además de cimientos en proceso. Un estado suspenso, paradójico. No es tan fácil precisar lo que se puede sentir. ¿De qué materia están hecho los flecos sueltos y los vacíos de la que ya no es o incluso quizá no pueda ya ser?
Los relatos de El precio de la amistad, escritos entre 1998 y el 2004, de modo más radicalizado que los escritos anteriormente, como los reunidos en No soy así (Nórdica libros), se asemejan, más que nunca, a palabras y frases que forcejean por no convertirse en añicos, o quizá añicos que forcejean por recomponerse. Y a la vez evidencian la firmeza de una luz tan clara que parece haber desprovisto a la realidad de cualquier interposición que interfiere en la percepción de lo que es, una fluencia incierta, como un vértigo, y una calma desprovista de cualquier ruido. Es el sonido puro que colinda con el silencio de la serenidad. Si intentara equiparar su lectura con la emoción que me suscitó alguna película optaría por Aniquilación (2018), de Alex Garland. Sabes que has vuelto de una experiencia que no tiene parangón, y no estás seguro de si eres el mismo que ha vuelto. Pero la percepción es otra. Recorrer los senderos de los relatos de El precio de la amistad es como desplazarse entre recodos en los que dejaba distintos objetos en lugares que no les correspondían, y su propósito, ese sobre el que la interrogante no deja de cernirse sin precisar todos los contornos de lo que se siente o quiere, es para que alguien lo encontrara y no entendiera por qué estaba allí colgado. Pero estos relatos se definen por la paradoja. Una casa roja, detrás de ella nada más que brezo y cielo. Nunca se ve por allí a nadie, pero no puedes saber si está habitada o no, porque no te acercas a ella. Así que es necesario aproximarse lo más posible, y sumergirse. Ser esas palabras, y esas elipsis, esos huecos entre las palabras que contienen territorios desconocidos que son las incógnitas de las que estamos constituidos. Y se palpan, con una luz tan nítida, que parece que hemos vuelto al principio de este sendero denominado vida. No sabía qué hacer. En realidad, sabía que daba igual lo que hiciera
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