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miércoles, 25 de marzo de 2020

El olor del bosque (Errata naturae), de Hèléne Gestern

Este libro nace del deseo de trenzar historias de desaparecidos a los que se tragó la guerra, el tiempo, el silencio. De dar cuenta de sus rastros, que iluminan, pero también devoran, a los vivos. Hay relatos que se traman sobre el esclarecimiento de un pasado ajeno que, implicará, en paralelo el esclarecimiento del presente de quien enfoca hacia aquel pasado que no es propio pero ilumina, como reflejo, sus particulares huecos y sus sombras. Se enfoca a otra pantalla y así se logra enfocar la propia. En la propia estructura del relato, por esa duplicación e intermediación, se evidencia la relación del propio lector o espectador con respecto a una obra de ficción. En Los puentes de Madison (1995), de Clint Eastwood, adaptación de la novela de Robert James Waller, los hijos modificaban el enfoque sobre su propia vida tras conocer lo que ignoraban sobre su madre, cómo (se) sentía realmente. En El paciente inglés, (1996), de Anthony Minghella, adaptación de la novela de Michael Ondaatje, la enfermera superaba sus miedos a las minas de los sentimientos (las decepciones, frustraciones o pérdidas) a través del relato de una vivencia, quemadura emocional, ajena. El olor del bosque (Errata naturae/Periférica), de Hèléne Gestern, es una historia sobre desapariciones y recuperaciones. Elizabeth Bathori es calificada como una sentimental de los archivos. Se especializó en la exploración del patrimonio fotográfico porque le define el gusto melancólico de las voces apagadas, de los amores aplazados, de las esperanzas y los viajes de los que aquellos rectángulos de cartón desgastados constituían a la vez prueba y ofrenda. Es particularmente sensible, de por sí, a cierto tipo de relato de vivencia, a cierta película sentimental. Pero en la específica investigación que se narra, exquisitamente, en El olor del bosque, lo que explora se enreda con lo que arrastra, proyecta o necesita, con su propia circunstancia emocional.
Unas cartas que, durante la primera guerra mundial, envió un astrónomo a un célebre poeta, y la incógnita de un diario en clave escrito por la adolescente a la que amaba el primero, pero también conocía el segundo, son el inicio de un hilo, una serie de enigmas, incluidas desapariciones irresueltas, que nutre, con sus posibles líneas de trama, sus propias faltas y carencias personales. Aquella búsqueda a la que me aferraba era mi única arma para combatir el sentimiento de estar suspendida en el vacío. Ese sentimiento está relacionado con la desaparición sufrida en su propia vida, la muerte del hombre que amaba. Aún no ha superado esa pérdida. No era nadie, traslúcida y ausente en el mundo. Elizabeth investiga un pasado, que une la primera con la segunda guerra mundial a través de dos líneas de investigación que acaban uniéndose, mientras, a la vez, ella se pregunta si el sentimiento que parece afianzarse con alguien que irrumpe en su vida posibilita realmente su recuperación o no es sino un espejismo pasajero en el que, también, intentar agarrarse con la ilusión de lo que sí puede ser, cuando no es sino una mera proyección. Los relatos, la proyección de lo que se necesita, interfieren, tanto en su relación con lo que explora de aquellas vidas pretéritas, como con la relación que inicia. ¿Proyecta en las relaciones de aquellos personajes la película que satisfaga su melancolía emocional?¿Cree estar descubriendo y desvelando más que proyectando un prototipo de melodrama romántico con sus componentes habituales de contrariedades, adversidades, desencuentros, trágicas circunstancias que impiden una materialización? A veces, le supera el extraño sentimiento de avanzar por un decorado de película. Y lo mismo con el hombre que irrumpe en su vida. No me hacía a la idea de encontrarme de nuevo a merced de las intermitencias del corazón.
Historias, relatos. Las que se proyectan, las que se viven como si fueran vivencias escénicas. Con respecto al amor que perdió por una fatal enfermedad: Tenía la impresión de ser prisionera de mi historia, una historia cuyo epílogo no había elegido. No fue algo que controlara, no fue un error que cometieran. Fue un tumor que irrumpió para truncar una armonía sentimental que no había conocido hasta ese momento, por eso siente, con sus dudas e inseguridades en relación al hombre que irrumpe en su vida, que retorna a las vacilaciones y cobardías que parecían recurrentes en relaciones previas. Las imágenes del pasado, de aquella relación truncada, irrumpen en su mente. ¿Se acaban alguna vez las imágenes?. Y, por otro lado, ella no deja de especular porque no comprende el porqué de los actos y las omisiones de ese hombre que siente amar. Las imágenes y los relatos se enmarañan en sus emociones.Cuando Samuel no está no existen dudas, y el presente circula en nosotros como en cuerpo único. Pero, en su ausencia, su imagen es como arena que se me escapa de las manos. Vuelve a convertirse en un enigma con el que tropiezo y sobre el que, sin embargo, no dejo de tener ganas de inclinarme hasta tocar con el dedo su verdadero ser. A lo mejor esa curiosidad era la frontera invisible que llevaba del deseo al amor. Es la que me empuja hacia ese hombre al que todavía conozco tan poco, es la que une a unos seres con otros a pesar de las penas, malentendidos y las vicisitudes.
La estructura narrativa combina, armoniosamente, tiempos. Las investigaciones y peripecias sentimentales de Elizabeth con las cartas que escribía desde el frente el astrónomo al poeta, además de otros breves pasajes que van desvelando lo que Elizabeth intenta dotar de contornos precisos ¿Qué ve, proyecta o discierne en aquel pasado y en su presente?. Precisamente, el astrónomo desarrolló, en las trincheras, una afición por la fotografía como una manera de contrarrestar el horror de la vivencia. Todo lo que veía no existiría más que en el tiempo diferido de la cámara oscura que montaban en el refugio. Desde aquel momento, colocó su máquina entre la guerra y él, como un escudo, dejando que el aparato lo absorbiese todo: la carga de horror de los cadáveres, los tambores abandonados, los caballos en los árboles. También el diario con elaborados códigos interpone, protege, es otro escollo a superar para comprender lo que los personajes sentían, qué temían, qué anhelaban, qué no podían transparentar o manifestar. Por eso, la realidad es difusa, y a la vez se complica su discernimiento con lo que se proyecta. Cada vez que parecía que el puzzle encajaba, la investigación se torcía y nuevos elementos destruían la apariencia de orden que había comenzado a adoptar el conjunto del cuadro. En Los ladrones (1996), de André Techiné, una profesora de filosofía señala que no somos transparentes, tenemos sentimientos. Es la paradoja de un tiempo vivo. Elizabeth siente que de nuevo se expone a la vida tras sentir que se hundía en sus propias emociones por la pérdida del hombre que amaba, pero ese territorio vivo puede ser escurridizo, elusivo, desconcertante, un cultivo para interpretar erróneamente las omisiones y acciones del otro. Y aquel pasado, que conecta dos guerras, dos horrores, evidencia también el daño que pueden ejercer los humanos en sus particulares parcelas sentimentales, sea por despecho, celos o resentimiento. El campo de batalla te convierte en un maniquí gris de brazo rígido que no tenía otro rostro que el de un asesino. Pero las contiendas colectivas son el reflejo de las particulares.
Precisamente, el título alude ese anhelo armonía en el que no interfiera ni el dolor de la pérdida ni la desolación por la violencia que ejerce el ser humano. El olor del bosque, las lindes del jardín bordeado de rosas, la paz de sus muros y la gatita blanca sonaba como la promesa de un lugar donde no me toparía con tu recuerdo en cada esquina. Pero su anhelo comporta riesgos de querer que la película que se superponga sobre el puzzle incierto e irresuelto sea la que se necesita. Construí, porque era bonita y cómoda también, una historia de amor, con su planteamiento, nudo y su desenlace triste y romántico. A veces se construye una historia sentimental a través, y con, alguien que ha podido vivir una circunstancia parecida. Quizá ambos proyecten lo mismo, pero también puede ser que las indecisiones, las indeterminaciones, el no saber enfrentarse a sus sombras y confiar en nosotros, sea lo que dificulte y obstaculice lo posible. Las propias sombras son una espesura que resulta necesario saber identificar, no sabes en qué medida o grado interfieren, como una cámara oscura que impide discernir las heridas de un campo de batalla sentimental pretérito. Quizá sea cuestión de cómo se enfoca, porque quizá, tarde o temprano, se discierna, en vez de proyectar, y se advierta que era otra dirección, otra mirada, a la que había que enfocar (o no se había atrevido a enfocar) cuando se intuya por qué suele estar contigo intensamente presente y al rato se ausenta de golpe, como si se proyectase en el minuto siguiente, que va a absorberlo por entero. Quizá te pasaba lo mismo.

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