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domingo, 12 de mayo de 2019

Se escapó la suerte

Los directores de la Nouvelle vague admiraban la fluidez, como si no tuvieran centro, y se deslizaran al son del viento, de las comedias sobre los vaivenes de los sentimientos que realizó Jacques Becker, como Se escapó la suerte (Antoine et Antoinette, 1947) y Eduardo y Carolina (Edouard et Caroline, 1951). La segunda se trama sobre la interrupción. Una bofetada, un ciego impulso, crea un impasse en la relación sentimental de la pareja, como si se interrumpiera la música, y tuvieran que volver a recordar la partitura, a replantearse sus sentimientos. En Se escapó una suerte, un afinador introduce una nota de extrañeza y de exasperación en una secuencia en la que pende como un redoble de tambor, gracias a un boleto de lotería premiado, la realización de una ilusión que implica la salida a flote, la liberación de la precariedad económica en la que viven la pareja protagonista, él trabajando en una imprenta, ella en unos grandes almacenes. Los golpes, en este caso puñetazos, logran reanimar la memoria de Antoine (Roger Pigaut), a la par que se logra liberar cierto atasco en la relación que no lograba exteriorizarse del todo, esa sombra que puede convertirse en plomo, que procede de los celos, de la posesividad, del no me gusta que otros hombres te miren.
El elemento que interfiere, además, representa el status económico del que ellos carecen, lo que duplica el amargor. Es Mr. Roland (Noel Roquevent), el dueño de un comercio que presiona a Antoinette (Claire Mafféi) para que trabaje con él, como cada vez cierne sus alas de modo más impositivo en su cortejo, hasta que resulte avasallador. Es el clavo que recuerda lo que parece impedir que progrese su vida, que no logren abrir la tapa del cajón de la precariedad económica, y además se convierte en elemento infeccioso. Como un determinismo que les aboca a una posición social de carencias, como su camión de reparto aplasta su bicicleta, la que usa para ir al trabajo, como si estrujara con más saña sus aspiraciones de tener una motocicleta.
La narración es puro fluir, es danza exultante, se le puede llamar un neorralismo que exuda luz, aunque quizá el término sea naturalidad, el captar la respiración de la vida, sus retazos, el acto de subir unas escaleras, de escribir en un espejo, de asistir a un partido de fútbol, de comprar un billete en el metro; es el fulgor de su corriente discontinua, ese que no tiene que ver con tramas manifiestas, sino más bien indefinidas, inciertas, sobre todo, fluctuantes, escurridizas, como ese billete de lotería, que parece primero caído del cielo, como si resolviera su vida, y de repente desaparece por un fatal golpe de suerte. Es el enigma indescifrable de los vaivenes de la vida, aunque parezca todo tan prosaico, tan casual. Los grandes dramas también ocurren a ras de suelo, cuando además parece que la vida propicia que abandones el sumidero.
Es admirable cómo logra transmitir los estados de ánimo, ese habitar la duración del momento, del que hablaba Miguel Morey, o materializaba Peter Handke como si intentara encontrar en cada instante la contemplación del Saint Victoire, el momento de la sensación verdadera. La evasión (Le trou, 1960), ese prodigio, era algo más que rompía cualquier corsé, una película sobre una fuga que era eso y mucho más, y a la vez nada definido, ficción, documento, realidad, lo inmediato palpitando. La observación de unos hombres realizando su labor, una labor física, picando, excavando, como unos obreros de una construcción, como unos escultores esculpiendo su gran obra, un agujero (le trou), su libertad. En Se escapó la suerte, el agujero es la relación que orquesta una pareja, sus pasos acompasados o desacompasados, que dependen de cómo se sienten. Una sombra, la turbulencia de unos celos, la pesadumbre por una imprevista contrariedad entorpece su coreografía, pero también la propulsan esos instantes en que sus emociones se funden como una sonrisa, o en que un golpe de azar parece que les eleva por unas escaleras que hasta entonces parecían la amenaza de un pozo. Luces y sombras, como pasos de baile: La felicidad que irradian los fragmentos cuando especulan con lo que harán con el dinero o, a la inversa, el trayecto sombrío de Antoine cuando comprende que ha perdido el billete. Gestos, miradas, talantes, que se convierten en acordes de una coreografía exquisita de emociones, en soberanía del instante.

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