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martes, 21 de mayo de 2019
La viuda
El rastro de la sombra. Un objeto que encuentras puede ser el inicio de un hilo que te conduzca a una historia imprevista. Puede ser un objeto que alguien ha extraviado, u olvidado. Quizá una llamada de auxilio, como la botella con mensaje de un naufrago, o un señuelo, unas migas de pan que crees que pueden conducirte a la sensación de hogar que sientes que has perdido, pero más bien propician que te internes en la oscuridad que precisamente negabas, o de la que no logras huir aunque no lo sepas. Puede ser la oscuridad de la pesadumbre, esa que implica cierta sensación de extravío. En La viuda (Greta, 2018), de Neil Jordan, es así como se siente Frances (Chloe Grace Moretz). Ha perdido a su madre, y parece que el resentimiento, por algo que le reprocha, dificulta la reconciliación con su padre, Eric (Colme Feore). Como si esa reconciliación implicara el olvido. Y no quiere desprenderse de la huella de su madre. Un objeto puede asociarse con alguien que has perdido. Encontrar un objeto parece que puede rectificar esa pérdida. En uno de sus tránsitos en el metro, como emocionalmente se siente en un estado transitorio, encuentra un bolso, que parece haber extraviado alguien. En su interior, encuentra la identificación y las señas de quien parece haberle perdido. Se alegrará de recuperarlo, como ella se alegraría de recuperar a su madre. Ese bolso pertenece a Greta (Isabelle Huppert), con quien consolida una amistad, aunque su amiga y compañera de piso, Erica (Maika Monroe) apunte que transfiere en ella una figura sustitutiva de su madre, posibilidad que ella rechaza como algo inconcebible.
La negación es el mejor sendero para propiciar no unas baldosas amarillas sino arenas movedizas. Sin saberlo, prefieres ocultarte en un túnel, como si te apartaras de la realidad, en un espacio que niega cualquier vulneración. Esa mujer, Greta, vive en una pequeña casa, pero para acceder a ella hay que cruzar un túnel. Como si se internara en lo profundo del bosque, y encontrara una casa de madera en la que no sabe que habita la bruja porque sólo ve el reflejo de su madre en ella. Una mujer sola, desvalida, que ha perdido a su hija y marido, a la que sugiere que compre un perro para que sienta afecto. Porque el vínculo que crea con ella no difiere de la calidez leal de un perro, con el cual cruzarán otros sombrío túnel tras liberarlo de la muerte anunciada en un refugio de animales. Pero quizá sea sólo ese deseo. El deseo de salvar lo que es imposible de resucitar. Quizá, más bien, sin percibirlo, confinándose en la negación, esté propiciando que las sombras se extiendan. Y esas sombras generan monstruos. O quizá sean los temores, cuando en vez de una llamada de auxilio mas bien percibas una perturbación.
El acecho emocional es el reflejo siniestro de una dependencia con respecto a una falta, una ausencia irreparable. Una falta que se siente como boquete, que no se quiere aceptar. La nostalgia por la presencia de la madre se torna en abrumadora presencia de quien demanda atención como un implacable parásito. Las sombras te devuelven el reflejo de tu acecho a una figura ausente, porque no has asumido tu falta, y el reflejo se revela como un monstruo. Jordan ha transitado con frecuencia, tanto en su filmografía como en su obra literaria, el territorio de las fábulas, en particular su vertiente siniestra, desde En compañía de lobos (1984) a Ondine: la leyenda del mar (2009) pasando por la subvalorada Dentro de mis sueños (1999), sus singulares y sugerentes aproximaciones a los vampiros, en Entrevista con el vampiro (1994) y Byzantium (2012), la alusión a la fábula de la rana y el escorpión en Juego de lágrimas (1992), la difuminación de límites entre fantasía y realidad, entre la sublevación de la imaginación y la enajenación (¿o es clarividencia?), en Contracorriente (1997), o la melancólica reflexión sobre la fabulación, la interacción con la realidad a través de los relatos, en una de sus obras más hermosas, Amor a una extraña (1991)
Jordan concentra con habilidad el escenario dramático en pocos personajes y espacios, y modula con agudeza los cambios de dirección que transmutan el escenario, entre lo que parece y es, como si se abriera en abismo a la vez que se cierra como una trampa. Alguien parece huir de la sensación de vulneración, de su fragilidad, y se confronta con quien vulnera su realidad como si se internara en la misma como una infección que se propaga. ¿Cómo disciernes al otro? En una espléndida secuencia, el acecho de Greta a su amiga Erica parece el de una figura que no resulta visible, como si su no visibilización reflejar el hueco siniestro de la ausencia de la madre. Incluso, en cierto momento ya resulta difícil discernir la realidad. ¿Qué era un sueño o qué era real?¿Podía haber sido la relación otra, incluso opuesta, si no hubiera visto aquel objeto, repetido, en el armario?. El espacio, el escenario, se torna segundo protagonista. En una de las más inspiradas secuencias no logra salir de la casa de la que quier huir como, al fin y al cabo, ella no logra escapar de la asfixia de su pesadumbre, y se confronta, precisamente, en el sótano con el reflejo siniestro que corporeiza ese ahogo vital (probablemente, el momento más estremecedor visto este año en una pantalla). Como evidencia, en otra brillante secuencia, quien corporeiza la sombra terrible de su madre muerta, que no es sino la consecuencia de un desenfoque vital, una figura borrosa, para quien mira desde la muerte (o desde la no aceptación de la misma), no desde la vida que supone reiniciarla como una muda de piel. Migas en el bosque, bolsos. A veces, el señuelo capcioso que se utiliza para atraer a la niña extraviada puede revelarse como el rastro que deje en evidencia el camuflaje de la oscuridad. Y no hay mejor manera que usar su misma arma para vulnerar su ilusorio dominio.
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