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domingo, 19 de mayo de 2019

Ellos no olvidarán

Ellos no olvidarán (They won´t forget, 1937), de Mervyn LeRoy, pertenece a la misma estirpe que Furia (1936), de Fritz Lang, sin desmerecer en la comparación. Esa estirpe de obras centradas en la virulenta ceguera del ser humano, constituida por prejuicios y cinismo, que puede llevar a que una enfebrecida turba se tome la justicia por su mano y que unos poderes institucionales subordinen la verdad (o la duda razonable) a los intereses (aunque sea la mínima necesidad de disponer de algún chivo expiatorio), y que deparó obras, entre otras, del calibre de El joven Lincoln (1939), de John Ford, Incidente en Ox Bow (1943), de William Wellman, The sound of fury (1950) de Cy Endfield, Sangre en el rancho (1957), de Jack Arnold, Matar a un ruiseñor (1962), de Robert Mulligan o La jauría humana (1966), de Arthur Penn. LeRoy es tan implacable en este sentido ( y sin tener que soportar el postizo de un final menos amargo como la obra de Lang), como lo fue en su obra maestra, Soy un fugitivo (1931), una demoledora obra sobre el terrible vía crucis que sufre un condenado injustamente a prisión, que no logrará encontrar la justicia reparadora, resignándose a ser una sombra fugitiva. La tenebrosidad de esta obra irá calando en Ellos no olvidarán, a partir de que la maquinaria del juicio se cierne como un cepo sobre Hale (Edward Norris), acusado de la muerte de una adolescente, Mary Clay (Lana Turner), alumna suya.
Robert Rossen y Aben Kandel adaptaron la novela Death in the deep south, de Ward Green, inspirada en un suceso real que él cubrió como reportero, y que adquirió notoriedad nacional en 1913, la condena, y posterior linchamento, de Leo Frank, por la muerte de Mary Phagan, de 13 años, empleada en la misma empresa, en Marietta (Texas). Tras conmutarse su condena de pena de muerte a cadena perpetua fue sacado de prisión por la turbamulta, formada en gran medida por ciudadanos de Marietta, y linchado. La consideración más extendida es que realmente era inocente, y que pesó en su condena el hecho de que fuera judío. El guión, en principio, encontró objeciones de los censores, que consideraban imposible su realización por cuestiones políticas, lo que determinó las correspondientes reescrituras para que pudiera pasar el filtro. El primer tramo de Ellos no olvidarán, tiene un tono distendido, aunque su primera secuencia esté impregnada de un lacerante lirismo: seis ancianos supervivientes con el uniforme de confederados, que van a protagonizar el desfile en el memorial a los muertos en combate, evocan la guerra, afirman que no les olvidarán, y constatan que quizá el próximo año pueden estar muertos (ya anticipa que, efectivamente, como un quiste sebáceo en las entrañas de la sociedad, perviven los rescoldos de rivalidades u hostilidades pretéritas). En ese primer tramo se presenta a los personajes, hilvanándose una impecable visión de conjunto, en el cual resalta esa condición de cuerpo extraño de Hale, hombre del norte entre sureños, que desea abandonar un pueblo en el que no se siente integrado (hasta sufre un rapapolvos del director del colegio por no recordar lo que se celebra ese día).
Dos figuras más destacan, decisivas en la construcción del escenario del juicio (que orquestan ese odio cerval que no se ha olvidado y se mantiene desde la guerra civil). Por un lado, el ambicioso fiscal Griffin (Claude Rains), quien por mucho que sus palabras indiquen, con sus réplicas a los que pretenden que acuse al conserje de raza negra como chivo expiatorio, que sólo quiere acusar a aquel sobre el que haya sólidas pruebas circunstanciales de sospecha, no dejará de primar sus aspiraciones a senador, para lo que es crucial un evento importante, como se revela este caso. De hecho, en el juicio utilizará cualquier táctica para sugestionar a los miembros del jurado, como cuando aprecia la reacción apesadumbrada de la madre del acusado: pese a que cuestiona al abogado defensor por sus triquiñuelas desleales, en la siguiente secuencia vemos cómo su ayudante intenta convencer a la madre de la muerta para que también esté presente en el juicio, y así su dolor condicione al jurado.
Y en segundo lugar, un periodista, Brock (Allyn Joslyn), también hastiado de que no ocurra nada relevante en el pueblo, el cual crea una alianza con Griffin, apoyándose en sus mutuos intereses. Resulta sobrecogedora la secuencia en la que él y otros periodistas irrumpen en el hogar de Hale, y le informan a la esposa, Sybil (Gloria Dickson), antes que la policía, de que su marido ha sido acusado de asesinato: un periodista logra hacer una fotografía del desmayo; Brock comenta que pronto se recuperará para poder hacerle las preguntas, hurga entre sus pertenencias sin ningún escrúpulo, y después utilizará el hecho de que Hale tenía ganas de irse de la ciudad como ambivalente titular que caliente el ambiente alentando la posible interpretación de que signifique que quería huir. Manipulan los hechos, como las fuerzas institucionales presionan a los testigos para que varíen sus declaraciones de modo que perjudiquen a Hale.
La narración se va haciendo más tensa, con un ritmo trepidante (con un magnífico uso en las transiciones de los teletipos de los titulares a nivel nacional), y no faltan momentos de excepcional inventiva: los picados cenitales del sombrío hueco de ascensor cuando descubren el cadáver de Mary, y sobre la celda donde el conserje es ferozmente interrogado (y que ya anuncian que los hechos permanecerán sin dilucidar, oscuros, y que primará la empecinada ansia, sin escrúpulo alguno, de acusar a un elemento que no sea de los nuestros, primero el negro, luego el yanki); la transición del círculo vacío en la pizarra del fiscal, aún sin lograr tener un sospechoso claro, a la imagen de Hale, tras que Brock le haya puesto en la pista al decirle que Mary y él se sentían atraídos, una imagen ovalada que corresponde a Hale mirándose en el espejo (no hace falta matizar las resonancias de ese espejo oval).Y las sobrecogedoras secuencias finales: Ese prodigioso travelling en plano general desde la multitud, al fondo del encuadre, que ha sacado del tren a Hale, para ahorcarle (porque el gobernador, con sentido de la integridad, ha conmutado su pena), hacia la izquierda, hacia la saca que cuelga, y que recoge el tren que pasa en otra dirección (no se puede ser más terrible siendo sutil). El plano final no es menos demoledor: Griffin y Brock, en primer término del encuadre, mientras observan, a través de la ventana enrejada, a la esposa de Hale, en la calle, abandonando el edificio, reconocen que aún se preguntan si Hale era realmente culpable.

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