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sábado, 2 de marzo de 2019

El lugar de la mujer

En El lugar de la mujer (Onna no za, 1962), de Mikio Naruse, la presencia de Chishu Ryu, el retrato coral de una familia, como si se capturara un fragmento de vida, unos pasajes que pueden ser otros tantos, así como la cuestión específica de encontrar marido para la hijas, puede evocar al cine de Yasujiro Ozu, caso, por ejemplo, de Otoño tardío(1960). También la serenidad de su mirada, de su respiración, el equilibrio que rezuma. Vínculos, miradas afines. Ryu interpreta al padre ya anciano, el cual nos es presentado en cama tras haber realizado el insensato esfuerzo de intentar mover una roca. Queda condensada, representada, en su acción la roca de la rígida mentalidad japonesa, de su obtusa y obcecada observación de una tradición, en la que la mujer es una figura subordinada. El papel de la mujer, su horizonte, quedaba restringido a encontrar marido (a poder ser ya solucionada la vida, consolidado ese escenario programado, entre los 20-25 años), aunque conllevara frustraciones, por ejemplo, que quien le interesara o atrajera no le correspondiera, o le movieran otros intereses.
Sus limitaciones de maniobra para ser autosuficientes se evidencian en su restricción a trabajos de bajo rango, como camarera, o reductos de una tradición cosificadora de unos roles, como profesora de diseño floral. Ya solventado el paso, sobre el que también opinan otros componentes de la familia, se dependía de si el marido sabía ser adecuadamente pragmático, para mantener la estabilidad material del hogar; su despido suponía que, como extensión de su marido, le afectaran del mismo modo las privaciones. Es un complemento, o duplicado. En ciertos casos, invisible, o confundida con el mismo entorno doméstico, como si fuera un mueble más del hogar, ignorada, porque el marido no la considera digna de atenciones, cuando, en cambio, no deja de mostrarlas con otros. O confrontada a su frágil posición en situaciones extremas, cuando desaparecía aquel de quien dependía, si se daba el desafortunado imprevisto de la muerte del marido, lo que determinaba vivir a expensas de su familia y que, por algunos componentes, pudiera ser considerada como un apósito, o un integrante anexo (con menos derechos).
Naruse orquesta la mirada a este conjunto familiar, y abre una brecha disonante en su último tercio, que quiebra el plácido discurrir. Una brecha, la muerte de uno de los componentes familiares que deja en evidencia cómo se dramatizan cuestiones baladíes, insustanciales, que incluso llevan a la violencia (verbal), como justo acaece poco antes de que se enteren de la noticia, enfrentamiento, por otra parte, que dejaba en evidencia un sangrante absurdo: la oprimida, la mujer, no se rebela frente a una tradición que la restringe sino que se revuelve contra una rival, contra otra oprimida. Además, esa muerte también pone de manifiesto cómo el peso de unas tradiciones, de unos valores, de sentirse digno, reconocido, pueden pesar tanto para socavar la propia autoestima si no te ves a la altura de ese ojo social: Un desgarro imprevisto que quiebra esa dinámica de dramatizaciones a ras de suelo que se convierten en foco de vida, algunas inocuas, como hacer creer a tu hermana que le gusta al chico que te atrae, para así probar al chico, otras mezquinas, como las conspiraciones para echar de casa de los padres al matrimonio que se ha aposentado porque a él le despidieron, o, más cruentas, las envidias porque el hombre que amabas quiere a otra. Tras el quiebro, todo de nuevo fluye, o discurre. Nada cambia. El escenario es, de nuevo, dominado por esos pequeños dramas. La mujer sigue aplastada bajo la inmóvil roca.

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