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viernes, 8 de marzo de 2019

El intendente Sansho

El intendente Sansho (Sansho dayu, 1954), de Kenji Mizoguchi, con guión de Fuji Yahiro yYoshikata Yoda, basado en un relato corto de Mori Ogai, y excepcional dirección de fotografía de Kazuo Miyagawa, es un poético deslizamiento en la empatía que hace de la distancia (la predominancia de los planos generales de larga duración, que delineó o coreografió Miyagawa) mirada atenta y comprensiva, la mirada del jardín zen que contempla el conjunto, la armonía de sus partes, y conjuga lo descarnado, el apunte cruel, con el lirismo desgarrador pero contenido que brota del contraste, de la ternura exiliada que anhela ser de nuevo agua que fluye. Tras reestrenar el pasado enero Cuentos de la luna pálida (1953), Capricci films ha recuperado otras siete obras restauradas de Kenji Mizoguchi, entre las que se encuentra El intendente Sansho, que se proyectarán durante este mes en variados cines, centros culturales, y también en filmotecas, de distintas ciudades españolas.
Si no sientes piedad, no eres persona; hay que sentir piedad hasta de tu enemigo. El ser humano es cruel, sólo le importan las desgracias si le afectan. Son las ideas que vertebran esta exquisita ceremonía de lo sublime, que transcurre en el periodo feudal de Heian, en el siglo XII. La primera frase la recuerda Tamaki (Kinuyo Tanaka), en las secuencias iniciales, cuando erra con sus dos pequeños hijos. Han tenido que abandonar las tierras de las que su esposo era gobernador tras que éste haya caído en desgracia por pretender ser justo con el campesinado, por querer aplicar su convicción de que todos los hombres son iguales, como le expresó a su hija Anju ante una efigie de Buda. Antes de ese flashback, el hijo, Zushio, ha preguntado a su madre si su padre era importante: cuando su madre asiente, el hijo echa a correr gritando exultante que lo es, detalle nada baladí dado el proceso, o transformación interior, que vivirá Zushio (Yoshiaki Hanayagi). Precisamente, la segunda frase se la dirá a él un monje budista diez años después, cuando haya empezado a vivir un proceso de concienciación, es decir, a recuperar la memoria, las enseñanzas de su padre, tras, temporalmente, haberse enajenado y convertido en un esbirro del intendente Sensho (Eitaro Shindo), el reverso de su padre, cruel esclavista que castiga a los que quieren abandonar sus tierras, y liberarse de su esclavitud, quemándoles la frente con hierro ardiendo.
Las primeras secuencias, las que narran esa errancia de la madre y sus dos hijos pequeños, están impregnadas de una atmósfera tenebrosa que reflejan esa intemperie, esa realidad hostil en la que vagan desguarnecidos: Ese plano general nocturno en el que los tres caminan por un campo de plantas de tallos altos con flor blanca que parecen oprimirles; ese árbol de ramas retorcidas bajo el que intentan guarecerse. Por eso, aunque una sacerdotisa se ofrezca a acogerles, las imágenes no se desprenden de esa sensación de turbia zozobra, refrendado cuando, a la mañana siguiente, la sacerdotisa, compinchada con dos hombres, separe a la madre de los hijos. El encuadre que abre la secuencia con las dos barcas en primer término, y una amplia profundidad de campo con el lago y las montañas al fondo, paradójicamente, ya nos hace sentir, y prever, una sensación de trampa, de angostura. Los dos hijos serán vendidos a Sansho.
La elipsis temporal nos describe sucintamente la modificación de Zushio: Tras una secuencia en la que ha repetido la enseñanza de su padre al hijo de Sansho, en la primera secuencia diez años después le vemos aplicar el hierro candente en la frente de un esclavo que había pretendido huir. Es hermosísima la manera en que Zushio recupera su memoria, su consciencia. Su hermana, Anju (Kyoko Kagawa), ha escuchado cantar a una recién llegada, que proviene de la zona a la que fue enviada su madre, para ejercer de prostituta, la canción que les cantaba a ambos hermanos, lo que la determina a plantearse la fuga, y buscar a su madre. Cuando ella y su hermano se dirigen al bosque a llevar a una mujer agonizante para que sea devorada por las fieras, ambos hermanos recogen ramas de árboles, como hicieron cuando eran niños aquella noche bajo el árbol de retorcidas ramas ( incluso se repiten las composiciones de planos, en correspondencia con recuperación memoria y despertar vital). Mientras lo realizan, Anju le relata lo que ha averiguado sobre su madre. Y ésto implicará un despertar para su hermano (una bella manera de plantear un despertar, conjugando palabras y acción).
Es crucial en El intendente Sansho la presencia, alegórica y atmósferica, del agua. En las secuencias de los flashbacks previos, cuando el gobernador está siendo destituido, la cámara realiza un movimiento de cámara, en picado, hacia Tamaki, que vuelve su rostro a un lado, pesarosa. El siguiente plano nos la muestra a la orilla de un riachuelo. Ya he citado que madre e hijos se ven separados en un lago. Tras que Zushio se haya escapado, Anju, para no tener que revelar, cuando la torturen, a dónde ha se ha dirigido, se suicida introduciéndose en la aguas de un lago (una de las más bellas secuencias que ha dado el cine, modulada a través de planos generales; esas ondas en el agua como huella de su desaparición...). Zushio recuperará el puesto que mantuvo su padre, decidido a aplicar sus ideas, esto es, la abolición de la esclavitud, aunque ello pueda conllevar que provoque la ira del emperador por enfrentarse al latifundista Sansho, al que el emperador concedió sus tierras. Cuando Zushio visita la tumba de su padre, en una ladera, al fondo del encuadre, se distingue un lago, aunque se interponen, para la mirada, los troncos de unos árboles (como si fueran barrotes). La misma composición se repite cuando visita el lugar en el que se suicidó su hermana. El reencuentro con su madre (a la que cortaron los tendones de sus talones cuando quiso fugarse, y que ahora es ciega), en las conmovedoras secuencias finales, tiene lugar en una isla, en una cabaña junto al mar. El plano final efectúa una panorámica desde ambos abrazados a un plano general que encuadra el mar, entre dos grandes rocas, el espacio liberado entre las pétrea actitudes que promueven el cautiverio y la opresión del ser humano.

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