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sábado, 16 de marzo de 2019

Orca, la ballena asesina

1. Resulta tan desgarradora la secuencia, en Orca, la ballena asesina (Orca, 1977), de Michael Anderson, en la que la orca macho grita con desesperación y dolor cómo sale la cría nonata del cuerpo de la orca hembra que ha sido alzada, tras ser arponeada, sobre la cubierta del barco que capitanea Nolan (Richard Harris), como aquella, en Mystic river (2003), de Clint Eastwood, en la que Jimmy (Sean Penn) grita a los cielos, agarrado por varios policías, porque le han confirmado que el cadáver encontrado pertenece al de su hija mayor, Kate. Debió impresionarme tanto cuando vi Orca por primera vez, con catorce años, que me había costado revisarla durante cuarenta años pese a la buena impresión que me causó entonces (aunque quizá influyera años después, cuando en la veintena uno se empapa de esnobismo, que quizá no era tan meritoria al estar dirigida por un cineasta como Michael Anderson cuya restante filmografía se define, cuando menos, por la discreción). También quedó impresa en mi memoria la mirada de Richard Harris, en las secuencias finales, cuando teniendo a tiro a la orca, que ha ido eliminando uno a uno a los integrantes de la tripulación del barco, alza su mirada, perplejo y asombrado, como si contemplara una epifanía, o lo inaudito, y (se) pregunta ¿Quién demonios eres?. Y no dispara. No era una conclusión convencional. Ni uno ni otro sobreviven, como si uno y otro fueran reflejo del otro. Porque no podían sobrevivir a la violencia, el daño, que uno y otro habían infligido. Revisada la película, por fin, aún me resulta igual de sobrecogedora esa secuencia concreta, amplificada por una de las más inspiradas bandas sonoras de Ennio Morricone, que parece fusionarse con la voz desesperada de la orca, como emociona esa mirada interrogante, a la vez admirada. Y, sin duda, con sus irregularidades, su montaje, en ocasiones, abrupto, y reconociendo la ausencia de matices en la caracterización de los personajes secundarios, me parece no sólo la mejor obra de Anderson, sino una obra estimable, incluso, por momentos notable, surcada por un genuino sentido trágico. De hecho, como La delgada línea roja (1998), de Terrence Malick, o su inspiración, Qué verde era mi valle! (1941), de John Ford, comienzan con la armonía y la conciliación, las danzas efusivas de las dos orcas. El trayecto de la narración, también, es el de la degradación de esa armonía, por la injerencia de la violencia.
2. Orca, la ballena asesina destaca, además, por su singularidad, ya de entrada en las coordenadas de un cierto tipo de producción frecuente en la década de los setenta, los natural horror films, caracterizados por la agresión o revuelta de los animales (o plantas), en suma, la naturaleza se sublevaba. Por una parte, relacionada con cierta sensibilización por el maltrato medioambiental, en relación a la desmesura de la voracidad del capitalismo corporativo, que implicaba la sobreexplotación de los entornos naturales, lo que determinó cierta concepción apocalíptica, manifiesta en la recurrencia de películas centradas en catástrofes (¿no era inevitable que concluyera con la consolidación del capitalismo salvaje que se propulsó con las medidas políticas de privatizaciones de los gobiernos de Reagan o Thatcher?). Una de sus variantes era la hecatombe ecológica fruto de los desmanes del ser humano con la naturaleza. Por ejemplo, la amenaza en Profecia maldita (1979), de John Frankenheimer, una de las más estimables dentro de este subgénero, proviene de un oso mutante que ha sufrido los efectos de la contaminación de una fábrica de papel (no es el único animal afectado: hay salmones que devoran patos). En El día de los animales (1976), de William Girdler, las diferentes especies, incluida la humana, se tornan virulentamente agresivas debido a los efectos de la radiación solar. Y en otras podrían ser la indiscriminada extracción de petroleo o experimentos gubernamentales.
Por otro lado, este tipo de producciones se incrementaron, exponencialmente, como consecuencia del éxito de Tiburón (1975), de Steven Spielberg (en la que, por otra parte, el escualo no dejaba de ser el reflejo siniestro de la indiferencia de unos intereses económicos que minusvaloran la amenaza porque menguaría sus beneficios). Proliferaron amenazas diversas. En el escenario acuático, Tentáculos (1977), ¡Tintorera! (1977), Barracuda (1978), Piraña (1978), Voracidad (1979) o las diversas secuelas o variaciones de Tiburon que se extendieron hasta la década siguiente. Y en el terrestre, Grizzly (1976), que, directamente, repetía el esquema de Tiburón (el protagonista es un policía también asistido por un experto científico, y también se enfrenta a la reticencia de las fuerzas políticas a cerrar el Parque porque les preocupa más el dinero que puedan aportar los turistas. Por coincidir, hasta es la misma actriz, Susan Blacknie la primera en ser atacada por el tiburón y por el oso), The pack (1977), El enjambre (1978), que adapta una novela de Arthur Herzog, el mismo autor de la novela que inspira Orca, El imperio de las hormigas (1979), Alas en la noche (1979) o La bestia bajo el asfalto (1980). Durante los ochenta se fue reduciendo el número de producciones en esta línea (en parte por redundancia, en parte por no encontrar más variantes de amenaza animal, y en parte porque dominaban ya el escenario económico y social las nuevas bestias, los yuppies). De hecho, el proyecto de Orca, la ballena asesina también surgió directamente como consecuencia de Tiburón. Dino de Laurentis encargó a Luciano Vincenzoni (según parece llamándole a medianoche tras ver Tiburón) para que pensara en alguna criatura acuática que fuera más terrorífica que el tiburón. Vincenzoní buscó la asesoría de su hermano, Adriano, más instruido el terreno de la zoología, quien le sugirió la orca.
3. Pero la aproximación de Orca, la ballena asesina, con guión de Vincenzoni y Sergio Donati, se desmarca, incluso, con respecto al resto de las producciones con sensibilidad ecologista, o respeto por las otras especies y el medio ambiente, por enfocar la identificación emocional en el animal. Es otra especie la que sufre el ultraje, la muerte de sus seres queridos, la hembra y la cría, y decide efectuar la venganza correspondiente. Hay quien podría discutir que podría estar incurriendo en la tendencia de antropomorfizar la aproximación a la (explicación de la) conducta de los animales. ¿Es así?. Edward Abbet escribió en la excelente El solitario del desierto. Una temporada en los cañones (1968): ¿Cómo puedo descender a un antropomorfismo tal? Fácilmente... pero ¿ es, en este caso, totalmente falso? Quizá no. No estoy atribuyendo motivaciones humanas a mis conocidas serpientes y aves. Reconozco que cuando y donde sirven a mis propósitos, lo hacen por razones propias bellamente egoistas. Lo que es exactamente como debería ser. Añado, sin embargo, que es un racionalismo necio y simplón negar cualquier forma de emoción a todos los animales salvo el hombre y su perro. Esto no está más justificado de lo que están los musulmanes que niegan que las mujeres tengan alma. Me parece posible, incluso probable, que muchos animales no domesticados no humanos experimenten emociones desconocidas para nosotros. ¿Qué quieren decir los coyotes cuando cantan a la luna?¿Qué intentan contarnos tan pacientemente los delfines?¿Qué pensaban, exactamente, aquellas dos serpientes toro arrobadas cuando venían deslizándose hacia mis ojos por la piedra arenisca desnuda? Si yo hubiese sido capaz de confiar en vez de ser tan susceptible al miedo podría haber aprendido algo nuevo o alguna verdad tan antigua que todos la hemos olvidado. Si enfocamos en el animal específico, la orca, Morten A Stroksnes escribe en otra obra espléndida, El libro del mar (2015): Puede que alguna de las orcas del grupo con el que acabamos de cruzarnos recuerden esos encuentros incomprensibles con los seres humanos, porque, como las personas, tienen inteligencia y memoria. La orca posee el cerebro más grande de todos los animales marinos, a excepción del cachalote, que cuenta con el cerebro más grande de todos los seres vivos y de los extintos. El cerebro de la orca puede pesar cerca de siete kilos. Enseña a sus crías a cazar, y cada grupo puede transmitir costumbres singulares de generación en generación. Cada clan tiene su propio dialecto, con una entonación y frecuencia diferentes, para que sus miembros puedan reconocerse y separarse de otros grupos que pudieran ser hostiles. Las orcas y los seres humanos tenemos una trayectoria vital parecida. Las hembras, que a menudo son las que conducen el grupo, son fértiles a partir de los quince años más o menos, y hasta que cumplen unos cuarenta tienen como máximo cinco o seis crías. Viven alrededor de unos ochenta años.
4. Podría haber omitido este extracto, y transcrito las los comentarios de la clase magistral que imparte la bióloga Rachel Bedford (Charlotte Rampling). Es un personaje, en principio, que parece la antagonista de Nolan (aunque a la vez se perciba que se siente atraída por él), por cuanto cuestiona sus actos, o su propósito de cazar alguna orca para venderla a algún acuario. Pero la evolución del desarrollo dramático, en este aspecto, adquirirá un sesgo inesperado. Si se plantea, en principio, el sorprendente salto de eje de identificación, o comprensión emocional, del dolor de la orca, y de su propósito (la venganza), se efectuará otro cuando se revele que el mismo Nolan sufrió en su pasado lo mismo que la orca, ya que él perdió a su esposa e hija por la injerencia de otra voluntad, que propició un accidente de coche con consecuencias fatales para sus seres queridos. Por tanto, en un principio, es el humano el que adquiere la condición de especie agresora a otra especie (animal), a la inversa de lo que solía ser la tónica (aunque, en determinadas obras, se señalara que la agresión animal era consecuencia o derivación de la contaminación o injerencia humana), después se establece un desconcertante giro hacia una identificación emocional con el animal (es particularmente hermoso cómo arrastra el cadáver de la hembra hasta la orilla), que no deja de contener, a su vez, un subyacente cuestionamiento (sobre la venganza: como apunta Rachel, uno de los instintos más básicos, y ciegos, del ser humano), y, por último, se establece un paralelismo entre contrincantes. Son contendientes, pero a la vez reflejos. Por lo tanto, el uno es otro. Se equiparan en lo que sienten.
Esa equiparación, o ese reconocimiento (por parte de Nolan), dota a la segunda parte de Orca, la ballena asesina de una singular patina melancólica: Nolan no es alguien que quiera, en principio, enfrentarse a la orca, ya que se siente responsable de su dolor, con el que se siente identificado. Cuando acepta embarcarse, a lo que se mostraba remiso, y dirigirse a alta mar, para combatir con la orca, lo hace, por un lado, porque la orca ha atacado tanto a otros barcos pesqueros, que ha hundido al embestirlos, como a alguno de sus tripulantes, como Annie (Bo Derek), tras derrumbar los pilotes de su casa sobre el agua (es un detalle elocuente que arranque la pierna enyesada de Annie; como si se remarcara una herida no cicatrizada o no enyesada). Y, por otro, porque, como le hace comprender Rachel, esos ataques responden a un desafío, que adquiere un rango de duelo caballeresco: la orca quiere que se dirija a alta mar para enfrentarse en un duelo. Se podría considerar que en la aceptación de Nolan, o en la progresiva comprensión de la motivación de los actos de la orca, está contenido un cierto de sentimiento de autoinmolación. Debe afrontar lo que hizo. No es a la orca a la que combate. No es un trayecto como el de Achab en busca de Moby Dick como autoafirmación (un combate que declare quién es el dominador), sino una asunción de la propia ignominia. Ha infligido a otra criatura lo que alguien le hizo a él cuando quien fuera provocó aquel accidente mortal en el que perdieron la vida su esposa e hija. Por eso, alza la mirada asombrado, cuando tiene la orca en su punto de mira, y pregunta quién demonios eres, como si se mirara a sí mismo, y aceptara lo que la orca busca. No hay catarsis, sino tristeza, como si la desesperación se desvaneciera bajo los hielos, mientras la orca se dirige hacia su propia muerte. A los hielos le conduce a Nolan para el enfrentamiento final, como si la venganza se fundiera con la congelación de las emociones, y de la propia vida. Tras la sustracción de lo que te vinculaba de modo más pleno con la vida, tus seres más queridos, la venganza sólo conduce a la propia desaparición, como si eliminado el causante te eliminaras a ti mismo. El tema principal de la excelente banda sonora de Ennio Morricone.

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