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domingo, 24 de marzo de 2019

Hunted

Hunted (1952), de Charles Crichton, en cierta medida, puede verse como un antecedente de Un mundo perfecto (1993), de Clint Eastwood. aunque la relación entre un criminal y un niño, en este caso Chris (magnífico Dirk Bogarde) y Robbie (Jon Whiteley), remite a cierta tradición británica, bajo el influjo de la sombra alargada Dickensiana: la relación en Grandes esperanzas de Pip con el convicto fugado que se convertirá en benefactor con el paso de los años. Jon Whiteley protagonizaría al año siguiente Los contrabandistas de Moonfleet de Fritz Lang, en la que la relación de su personaje, John Mohune, con el que encarna Stewart Granger, Jeremy Fox, no varía en su proceso, una distancia o un rechazo inicial, que se tornará, progresivamente, afecto y complicidad, y concluye con el mar como escenario de sacrificio o muerte. Hayley Mills interpretaría también dos producciones británicas adscritas a esa ecuación, La bahía del tigre (1959), de J Lee Thompson, en la que establece complicidad con el autor de un asesinato del que ha sido testigo, y Cuando el viento silba (1961), de Bryan Forbes, en la que su personaje piensa que un convicto fugado es Jesucristo.
De un modo u otro, o en un grado u otro, la serie de obras citadas, narran un trayecto que afianza vínculos entre un niño con una figura en principio siniestra, o de cariz amenazante (o así la considera la sociedad), forjándose, en el proceso de conocimiento, un singular desvío que replantea la relación con el mundo adulto, como si se afirmara a través de la interacción con sus sombras una forma de desautorizar a los adultos y evidenciar sus inconsistencias, sus falacias, sus injusticias, a la vez que se propicia reconocerse en un desamparo, en la fragilidad, en la frustración e insatisfacción: el adulto puede ser protector (o abusivo), pero también puede ser compañero, cómplice, y sentirse también desamparado, o desorientado, o revelarse frágil a través de sus temblores, heridas o decepciones.
Robbie es también un fugitivo. Nos lo presentan a la carrera, huyendo, con un osito de peluche en sus manos. La secuencia inicial es como un choque entre dos cables eléctricos cortados. Su encuentro con Chris tiene lugar entre ruinas, en un sótano (un lugar oculto), cuando le sorprende tras realizar un asesinato . Chris le agarra violentamente, el osito se queda en el suelo. A partir de ese momento Chris el que le porta como si fuera un osito de peluche (espléndido ese movimiento de cámara que les encuadra abandonando las ruinas, para descender y descubrir el cadáver). En los primeros pasajes, la narración se crispa como si fuera generada por dos polos iguales de un imán que se repelen, y no encajaran, e impidiera fluir la electricidad; Chris parece dominado por una agitación que le supera: Robbie parece su presa, su rehén, pero a su vez Robbie se ha agarrado a él como si le fuera en ello la vida. Chris es como una marea zarandeada, que oscila entre rechazar a Robbie, y liberarse de su carga, o agarrarse a la boya que representa como si así se sintiera que no está tan perdido, que hay algo que aún le vincula al que era antes de matar por primera vez. Ambos han quemado puentes con su vida pasada, que ya parecía en ruinas, uno de modo voluntario (al quemar unas cortinas de su casa, o de la familia que le había adoptado), el otro, que era marino, al dejarse llevar por la frustración y la furia, al asesinar al jefe, y amante, de su esposa. Ambos maltratados por la vida, incluso físicamente, como revela la espalda del niño, surcada por heridas causadas por azotes.
Hay un bellísimo momento en el que la relación entre ambos se apuntala: Robbie le pide que le narre un cuento para dormirse, y en el desarrollo del cuento, el relato de Chris va derivando al de su propia vida, la princesa ya es su esposa, de quien descubre, al volver a tierra, que mantenía relaciones con su jefe. Chris se ha convertido en un náufrago de la vida, ya huérfano de ilusiones, y Robbie que también se sentía a sí encuentra en Chris el padre que no tenía. Su rostro se ilumina entre lágrimas y una tenue sonrisa de reconocimiento; por primera vez una sonrisa se esboza en su rostro. El uno y el otro se convierten en la boya en la que sostenerse; el uno sin el otro no es nada.
Crichton, con ayuda del director de fotografía Eric Cross elabora un fascinante diseño visual de plomiza grisura que parece cernirse sobre los personajes; los entornos, casi siempre exteriores naturales, son desacogedores, sean los urbanos o los de la campiña, sean las vías del tren, los pantanos o los riscos, siempre dotados de una pregnante fisicidad. Hay secuencias narradas con vibrante intensidad, como la incursión nocturna de Chris en su piso, y la tensa consiguiente conversación con su esposa, entre el rechazo y el deseo, y la posterior persecución por tejado, pasillos y calles. Nada parece ya protegerles, como nadie puede comprender el vínculo que se ha creado entre ellos (ni siquiera el hermano de Chris les acoge, por el qué dirán). Se convierten en dos seres a la deriva que huyen, pero a la vez se encuentran a través de ese vínculo que se gesta y afianza entre ellos.

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