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sábado, 9 de marzo de 2019
Mula
Earl Stone (Clint Eastwood) reconoce, a sus casi noventa años, que quiso sentirse alguien con sus constantes viajes y múltiples relaciones sociales para no sentirse un fracasado en su hogar. Optó por lo que él calificaba como saber vivir la vida. Pero quizá por eso, por esa inclinación al derroche, y no sólo vital, acabó, como apunta alguien, trabajando a sus casi noventa años como mula que transporta droga para el Cartel de Sinaloa. En el prólogo de Mula (2018), de Clint Eastwood, ubicado en el 2005, su negocio de horticultura parece próspero. La narración se inicia con planos de sus flores de vívidos colores. Pero sus relaciones afectivas, con su ex esposa, Mary (Dianne Wiest), e hija, Iris (Alison Eastwood), que espera en vano su asistencia para llevarla al altar, más bien parece lo contrario, marchita por resentimientos y reproches y decepciones. En cierto, momento Mary le pregunta por qué se esmera tanto con las flores. Earl le explica que por su condición única, que él mismo crea ya que hibrida nuevas flores, por eso las ama, a lo que ella replica que por qué en cambio no ha tratado del mismo modo a su familia si se supone que las ama. Earl no es capaz de contestar, aunque más adelante, al final de un trayecto que confronta con la respuesta que desgraciadamente no se podrá rectificar aunque se quisiera, expresará con pesar que si hay algo que no se puede comprar es el tiempo. Doce años después su negocio quiebra, y acepta la propuesta de ser la mula que traslade con su furgoneta cantidades, cada vez más elevadas, de droga. Es una perfecta tapadera. ¿Quién puede pensar que un anciano de casi 90 años transporte cientos de kilos de droga?. La narración contrastará esa nueva singular aventura afuera, sintiéndose alguien, y ampliando, de modo peculiar, sus relaciones sociales, o conociendo aún más lugares, como las múltiples pegatinas en su camioneta señalizaban cuántos estados había conocido (41 de 50, apunta en cierto momento), con la asunción de su fracaso en las relaciones familiares. ¿Hacia dónde enfocó, o quizá más bien desenfocó, su vida? ¿Fue durante su vida la mula de una concepción de la vida que, realmente, le alejó de lo más preciado y sustancial?
Esa es una escisión ya recurrente en la filmografía de Eastwood. Dunn, su personaje en Million dollar baby (2005), llevaba años sin establecer comunicación con su hija. O Luther, su personaje en Poder absoluto (1997), que también se había distanciado de su hija, o eso le reprochaba ella, Kate (Laura Linney), aunque, como comprueba cuando descubre en su piso todas las fotografías que había realizado de ella en todos sus momentos significativos, había estado presente de otro modo. Es, precisamente, lo que le reprocha Mary a Earl que no ha hecho siquiera con su hija; no estuvo ni siquiera presente a cierta distancia. En este caso, su propia hija, Alison, es también su hija en la pantalla. Poder absoluto, de hecho, podía verse también como un homenaje a su hija (de hecho, Alison Eastwood aparecía en la primera secuencia junto a él, ambos recreando una pintura en un museo). En Gran torino (2008), con la que Mula comparte guionista, Nick Schenk, Kowalksi, el personaje de Eastwood, perseguía denodadamente al sacerdote de su parroquia para que aceptara su confesión, porque se lo había prometido a su esposa recientemente fallecida. Una confesión en la que expresa el dolor que arrastra desde tiempo atrás por la falta de conexión con su familia.
El trayecto narrativo de Mula resulta distendido en sus dos primeros tercios, como si la vida fuera un tránsito ligero, como así ha vivido Earl, pero se dotará de densidad, y gravedad, en las conmovedoras secuencias finales, como si se despegara la pegatina con la que se disimulaba una herida, o se coloreaba la estela de una huida. Por última vez juega a ser un aventurero, cual forajido que desafía la ley, para encontrarse en el fin del trayecto con las ruinas de su vida hogareña truncada. La finalización de su aventura se acompasa a la irremisible conclusión de un vínculo que desatendió, un amor que no cuidó ni regó, que no trató como único. Sus aventuras, como quien vive fuera de la realidad, en una sucesión de fantasías, conllevaron que se alejara del núcleo de la vida. El derroche vital fue también desperdicio.
Mula se inspira en el artículo periodistico The Sinaloa Cartel's 90-Year-Old Drug Mule, escrito por Sam Dolnick, quien había entrevistado al agente de la DEA que le había detenido, Jeff Moore, Colin Bates (Bradley Cooper) en la película. La mula, con el sobrenombre de Tata, se llamaba Leo Sharp, el cuál había sido un célebre horticultor, en particular por los lirios. De hecho, hay uno bautizado con su nombre, Hemerocallis 'Siloam Leo Sharp'. Durante diez años ejerció de mula para el Cartel de Sinaloa. Fue detenido en el 2011, y condenado a tres años de cárcel, aunque, por su debilitada salud, fue liberado un año después. Murió en el 2016. Las últimas obras de Eastwood, en particular desde su díptico Banderas de nuestros padres/Cartas de Iwo Jima (2006), con la excepción de Gran Torino (2008) y Más allá de la vida (2010), han estado inspiradas en figuras o acontecimientos reales, pero realizadas con diferentes tratamientos. En algunos casos, incluso, se planteaba una reflexión sobre la manipulación de la realidad. o la tergiversación por conveniencia, en particular Banderas de nuestros padres, El intercambio (2008) y J Edgar (2011). La previa Invictus (2009) se centraba en la contrafigura de de este último, Nelson Mandela, emblema de una actitud de conciliación, y no de rechazo ni estigmatización hacia el otro. En varias de sus obras más recientes ha explorado el relieve de las figuras heroicas, o figuras con excepcional determinación en situaciones extremas (Sully, 15:17 Tren a París), capaces de autocuestionarse, incluso confrontados con el mezquino cuestionamiento de su entorno (Sully), pero también ha diseccionado su enajenación, caso de la magnífica El francotirador (2015), en este sentido, más próxima a su cuestionamiento de otra enajenación, aunque más aviesa, la de J Edgar Hoover. Hay un matiz significante que diferencia a su militar protagonista de los de las otras dos: estos no mataban sino que salvaron vidas. Earl Stone es un personaje entremedias, más contradictorio. Un personaje con exuberante vitalidad, y determinación, pero con sus torpezas y desidias en el aspecto afectivo. Otro cuestionamiento de ese arquetipo, el hombre errante del oeste, hombre sin hogar, aventurero en busca constante de experiencias vitales, cuyo reverso es la irresponsabilidad, o negligencia afectiva. Creó flores únicas, pero convirtió en eriales otros terrenos, los afectivos, por descuidarlos.
Hay quien califica a Stone como alguien que carece de filtros, lo que le hace de otra época. Ni Stone ni Eastwood saben de filtros de corrección política. Eastwood ha cuestionado cualquier rígido posicionamiento, y dando muestras de una aguda mordacidad, lo cual ha desorientado a los que se desenvuelven con agendas y plantillas que se definen por las maximalistas cuadrículas, por eso aún no logran enfocarle pese a que pocos cineastas hayan cuestionado en su obra, de modo recurrente, el abuso de poder o la imposición de perspectiva, criterio, voluntad o capricho. Tras el mismo 11/S cuestionó el instinto de venganza (Mystic river), reflejó la sociedad como un sombrío e inclemente cuadrilátero en el que está ausente el corazón (Million Dollar baby), ofreció una perspectiva más generosa del otro bando, en Cartas de Iwo Jima, que del propio, en Banderas de nuestros padres, expuso manipulaciones del poder de su país que relegan en sanatorios psiquiátricos a la voz discordante, en concreto, femenina (El intercambio), y defendió y convirtió en heredero de lo propio a alguien perteneciente a otra etnia, un chico coreano (Gran Torino). Pero aún así, muchas mentes cuadriculadas con el carnet de progresistas le siguen negando esa condición a Eastwood. Da igual que haya realizado también Sin perdón, Medianoche en el jardín del bien y del mal, Un mundo perfecto o Poder absoluto. Siguen colocándole en el otro bando. Quizá les cuesta despegar la etiqueta. Ya se sabe que lo susceptible se hermana con lo obtuso (cómo no recordar la expresión del director de la prisión en Cadena perpetua, cuando el personaje de Tim Robbins lo calificaba como tal). De todas maneras, Eastwood no es el último mohicano que no sabe de filtros de la conveniencia y la avenencia, o corrección política, caso de Paul Schrader que no dudó en afirmar meses atrás en las redes sociales que contrataría a Kevin Spacey, motivo por el que la productora le sugirió que redujera su actividad durante los meses previos a las nominaciones de los Oscars. Hasta ahora, uno de los mejores guionistas estadounidenses, no había sido nominado nunca por la industria. No socializaba cómo debía (o exigían las etiquetas sociales).
En cierta secuencia de Mula, Stone come en un restaurante de carretera junto a sus dos guardaespaldas mejicanos, quienes antes de que Stone traiga las viandas, sufren las miradas hostiles de los asistentes (blancos del profundo sur). Stone hace caso omiso de esas miradas. No hace distinciones, ni tampoco funciona con vaselinas. De hecho, les llama frijoles (beans), pero se sienta y come con ambos. En otro momento, se detiene para ayudar a una pareja que no sabe cómo cambiar una rueda pinchada. En su frase usa negroes, y ellos replican que use el término adecuado, correcto, blacks o afroamericans. Él sonríe, y replica que lo que prefieran, mientras se dispone a instruirles cómo cambiar una rueda. Da igual cómo les llame, les ayuda a cambiar la rueda. Como no sabía cómo se cambia una rueda, el hombre intentaba buscar en google instrucciones, otra puya irónica, abundante en la narración, a la actual dependencia de los móviles o internet como central pantalla/relación de vida. En otra secuencia, le indica a un motorista cuál cree que es el problema de su moto, y le alude como chico porque así se lo parece de espaldas, pero al darse la vuelta se comprueba que es mujer, y además, como el resto que la acompaña, lesbiana. Su confusión podía haber desatado susceptibilidades. De nuevo, sonríe, y les ofrece, una vez más, cuál puede ser la solución. En estos tiempos infectados por la susceptible inquisitorial correción política, esta película es el mejor antidoto para cultivar mentes flexibles y templadas que sepan no sólo reírse de sí mismos, sino cuestionarse a sí mismos, como hace el propio Stone con sus negligencias afectivas con las personas que presuntamente amaba, pero había desatendido. Lo fundamental es cómo tratas a los demás (a cualquiera). En la incomprendida Harry el sucio (1971), de Don Siegel, el origen de tanta apreciación desenfocada con respecto a Eastwood, un compañero policía comentaba que a Harry Callahan (Clint Eastwood) le llamaban El sucio porque no hacía distinción de razas, odiaba a todo el mundo. No discriminaba. Stone tampoco hace distinciones, aunque no odia a todo el mundo. Sólo cuestiona a quien adopta actitudes imperativas, como cuando califica de Fuhrer al enviado del Cartel que se comporta con suficiencia. Eastwood tampoco hace distinciones, cuestiona todo abuso de poder.
Otro ejemplo de esa susceptibilidad extendida de quienes necesitan un posicionamiento con cuadruple subrayado, por lo que desenfocan su mira analítica: Hay quienes cuestionaron de El francotirador su tratamiento de los personajes irakies, como si su falta de relieve implicara un posicionamiento (a favor del soldado estadounidense, Kyle, porque de éste sí se nos mostraba su vida privada, familiar). No comprendían que no era necesario porque la narración se construía sobre la enajenación del protagonista, por tanto, la realidad era una extensión de su proyección, de su enajenada restringida perspectiva. Pero, además, no parecían percatarse de cómo se perfilaba la figura del otro francotirador irakí, su reflejo. Uno y otro lo mismo. Por un lado, la sutil la equiparación especular se apuntalaba en que el otro francotirador tiene también una esposa y un hijo pequeño (en este caso sí un apunte de su vida personal, por lo que significa). Y, por otro, si Kyle se ha convertido en una leyenda en el ejercito, admirado por ser quien más enemigos ha matado como francotirador, de ese francotirador enemigo se conoce que fue medallista de oro en las Olimpiadas: el siniestro reflejo del ejercicio de la muerte como competición. Podrían esos mismos cuestionar, en Mula, por qué no se ve en ningún momento alguna secuencia familiar del perseguidor agente de la DEA, Bates, del que se dice que es un recién llegado, con su esposa e hijos, a la ciudad, Chicago, o ya puestos, incluso algún detalle sobre la vida personal de su superior, encarnado por Laurence Fishburne. Pero no tendría sentido, no es un posicionamiento tampoco. Pero sí es un detalle relevante, de nuevo, esa omisión, y de nuevo, como reflejo. De hecho, en la secuencia que comparten en el bar Bates y Stone, sin que él primero sepa que habla con aquel al que busca denodadamente desde hace tiempo, Bates se duele de que por primera vez se haya olvidado de su aniversario de boda. Stone expresa, a colación, que si por algo se amarga es de haber desatendido tanto a sus seres queridos, de no haber estado presente en tantos momentos importantes para su hija, motivo por el que ella no le habla desde hace doce años. En su encuentro final, cuando es detenido, Stone le recuerda qué es lo más importante en la vida, aquello que no podrá rectificar porque el tiempo no se puede comprar. De un modo sutil, ha dotado de presencia a esa omisión, a través del contraste con otro personaje, una fugaz relación que, por constituirse en reflejo, densifica de modo doloroso estas secuencias finales, ya dominadas por las sombras de la aflicción, tras las secuencias en las que Stone ha atendido la agonía de su esposa. Bates podría, sin darse cuenta, acabar siendo como él, viviendo afuera, focalizado en su trabajo o dedicación o en sus relaciones sociales, y descuidando su vida afectiva.
El auténtico Sharpe propuso al juez, para librarse de la cárcel, un trato con el que prometía abonar su multa con el cultivo de papayas hawaianas. Para Stone la condena es el pago por un error sustancial, por eso niega cualquier excusa o justificación. Pero su vitalismo aún sigue presente en las secuencias de cierre en la cárcel. Concluye como comienza, o casi, porque en este caso si se ve a Stone mimando las flores de vibrantes colores que cultiva, como si así mimara ese pasado que descuidó. Conecta con otro estreno reciente, la minusvalorada The old man & the gun (2018), de David Lowery, un canto vital que planteaba la diferencia sustancial, y crucial, entre ganarse la vida y vivir, entre el oficio que realizas para ganarte la vida, y meramente sobrevivir, como se evidenciaba con el policía que encarna Casey Afleck, que había perdido la sonrisa, o dedicarte a lo que te hace sentir vivo, como es el caso del personaje que encarna Robert Redford, que aún seguía robando pese a que fuera septuagenario, y hubiera estado encarcelado múltiples veces, aunque siempre se fugara en busca de la vida y otros robos (sintetizada en un admirable montaje secuencial). Cuando todos describían al atracador que les había robado destacaban su sonrisa, parecía feliz. Mula más bien plantea cómo a veces la elección de lo que se considera vida quizá implique negligencia afectiva. No se contradicen ambas perspectivas. Ofrecen dos ángulos complementarios, que en el caso de la obra de Eastwood se impregna de una tenue, pero lacerante, melancolía en sus pasajes finales. O cómo en la tristeza también pueden crecer colores de víbrantes colores.
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