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jueves, 6 de diciembre de 2018

El regreso de Ben

La fragilidad de la que estamos hechos. Somos cómo nos sentimos y lo que los demás piensan de nosotros. Ben (Lucas Hedges) vuelve por navidad, como los fantasmas visitaban a Scrooge en Cuentos de Navidad, de Charles Dickens. Su aparición suscita una conmoción. Es imprevista, y cuando menos desconcertante. En la primera mitad de El regreso de Ben (2018), de Peter Hedges, se refleja lo que representa su presencia para los demás, para el resto de componentes de la familia. Su aparición genera diferentes emociones y reacciones según qué componente de la familia, desde la alegría de sus dos pequeños hermanastros, aquellos que ignoran el por qué de esa conmoción, al recelo del padrastro, Neal (Courtney B Vance), quien reacciona como si se hubiera infringido un acuerdo, e incluso de la hermana, Ivy (Kathryn Newton), que indica a su madre, Holly (Julia Roberts), que no salga del coche cuando lo ven al llegar al hogar. Se percibe que sienten con su irrupción la posibilidad de una amenaza, cuando menos la alteración de un orden o armonía (¿y qué representa su sublimación sino las fiestas navideñas?). La razón de esa conmoción: su adicción. Lleva un año en rehabilitación, y no se esperaba su vuelta a casa: ni se añoraba: fue una perturbación durante la última navidad: es el componente que evidencia que no todo está en su sitio, que hay algo que no encaja. Holly lo recibe con sincera alegría, pero a la vez oculta todo lo que sea posible amenaza (barbituricos, joyas). Un adicto es un mentiroso crónico ¿Se le puede dar una oportunidad aunque lleve unos meses limpio? El padre se niega a acogerle porque teme que su sonrisa voluntariosa se torne, en un segundo, expresión colérica y arrebato violento. La madre le confía la oportunidad de un día para demostrar que ya no es el que era pero controlándole como si fuera una férrea marcadora que no le dejará un segundo fuera de su vista. Nadie parece pensar que pueda ser otro diferente al que han sufrido. Es la sombra que desentona como una mancha. Y el ritual navideño es pura luz. O esa es la ilusión que suministra, y que se celebra como si por un instante la realidad lo fuera. No deja de ser otra mentira, en cuanto autoengaño o hipocresía. Por otro lado, toda ilusión aspira a convertirse en realidad, como la madre desearía que su hijo fuera como desea que fuera.
Orden e infracción: las primeras secuencias muestran, por un lado, el escenario emblemático de la armonía que representan esas fechas, o ese ritual anual que es la navidad, ese ritual de buenos deseos o maquilladas apariencias: Holly observa cómo sus dos hijastros y su hija ensayan la representación navideña. Es la única ocasión durante el año en que asisten a una iglesia. Alterna esas escenas con la llegada de Ben al hogar. Su actitud, amplificada por su figura cubierta con una capucha, parece la de un posible intruso que se exaspera porque no logra introducirse en un casa que no es la suya. Parece. Las apariencias son fundamentales en esta narración, en cuanto cómo son desentrañadas: cómo igual no se corresponden con lo que otros personajes creen que es alguien. En concreto, Ben. También es revelador que se la narración inicie con los planos del pueblo, vacío, desprovisto de figuras humanas. Ese vacío, esa apariencia deshabitada, es el contrapunto de la ilusión de la representación navideña, del ritual, lo que no hay tras lo que se quisiera que hubiera. Es el hueco entre Ben y los componentes de la familia, o más bien entre cómo se siente y cómo le ven, o qué representa para los otros.
Un giro en el ecuador de la narración, cuando un acontecimiento (otra irrupción imprevista) altera y desestabiliza la circunstancia familiar (tras precisamente la secuencia de la representación navideña que parece reflejar que todo está en su sitio) propiciará que se revele, en la segunda mitad, cómo se siente Ben, cuáles son sus motivaciones, cómo es más allá de cómo le sienten o consideran. De hecho, en esa celebración navideña ya había sido Ben la nota disonante: por sus lágrimas de desesperación. En esas lágrimas se insinúa el por qué de su adicción: Esa necesidad de sentir seguridad, de sentirse vivo, de sentirse completo, que no le transmitía ni su madre. Ben es un mentiroso crónico, pero hay a su vez, una mentira en la realidad que habitaba, una mentira definida por la insuficiencia. Algo faltaba en esa vida ritualizada que le impulsó a buscar esas sensaciones en los paraísos artificiales. En esta segunda mitad se evidencian los añicos tras la estampa armónica del ritual, el temblor tras la imagen siniestra que se siente como perturbación.
En los pasajes nocturnos de esa segunda parte de la narración, protagonizados por madre e hijo, se confrontan la mirada que no comprende, aunque le ame, y el forcejeo de quien aún se siente extraviado pero busca reconducirse. El forcejeo entre ese imperativo resorte de la mentira crónica que padece todo adicto, que es capaz de decir lo que sea para conseguir su propósito, y la sincera voluntad de recuperación, combinada con los remordimientos y las heridas abiertas del daño que sabe ha infligido a quienes le rodeaban. Esos pasajes se traman sobre una búsqueda, la que representa el amor incondicional, un perro, una búsqueda que es un rescate, porque es lo que representa para los personajes en un sentido amplio: para la madre que aún espera rescatar a su hijo de esas sombras que le superan, mientras éste intenta que no vislumbre demasiado de qué materia han estado constituidas esas sombras, qué espectros la habitaban, porque durante esa noche, como en Cuento de navidad, la madre descubre los cadáveres de la vida pasada de su hijo, que no son sino las heridas que él ha intentado cicatrizar para sentir que puede ser otro, porque busca ser alguien que deje de hacer daño a los demás, y alguien que sienta en los ojos de los demás que efectivamente puede ser otro. Necesita rescatarse de sus propias sombras. Si estas pudieran alcanzar a su familia, prefería antes abismarse en ellas. El plano final es magnífico. Un cierre cortante que evidencia cómo esta es, ante todo, una obra que expone, en su sentido amplio, la fragilidad de la que estamos hechos. Cómo nos cuesta discernir la que habita en la mirada de los otros. Y cómo el amor, en cualquiera de sus formas, implica, en un grado u otro, un rescate.

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