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viernes, 14 de diciembre de 2018
Trote
La emoción sofocada. En un trote, la proyección puede ser tan potente que por un instante ninguna de las cuatro patas del caballo toque el suelo. Se puede encontrar un equivalente en la emoción que se proyecta sin restricciones ni crispaciones. Su opuesto son las emociones sofocadas, las que se muerden a sí mismas en silencios agarrotados o muerden a los otros con fustigazos coléricos. En la ancestral tradición gallega La rapa das bestas, los potros salvajes son llevados al trote a un recinto semicircular, los corros, en los que, tras ser primero apartados los potrillos, son reducidos y sujetados por tres hombres, que agarran su cabeza y su cola (y así no cocee), para cortarles las crines y desparasitarles. Es una situación opresiva, cargada de tensión, para los caballos al ser inmovilizados. En uno de los planos iniciales de Trote (2018), excelente opera prima de Xacio Baño, en otro corro aún vacío, en el campo, los hombres que participarán distribuyen sus funciones en la misma. La narración concluye con la ejecución de esa tradición, con la agitada respiración que brota de los ollares de los caballos inmovilizados. El relato previo, de emociones sofocadas y crispadas, no difiere. No es una obra que conduce a la catarsis. El reflejo en los animales evidencia la inconclusión, o las incapacidades e inconsistencias de los integrantes de una familia en una aldea de las montañas del interior de Galicia.
Trote es una película incómoda, pero dotada de una poderosa rigurosidad, por su elaborado sentido de la puesta en escena. Trote es una obra áspera, como la lija, cortante, como un filo roñoso, y esquiva, como la mirada que rehuye pero te perfora desde la distancia con la que ha interpuesto su cerco. Su narración se escancia con aparente calma, pero sus elipsis, sus planos dilatados y el uso del fuera de campo, no reflejan sino una fractura, un hematoma que parece extenderse durante la narración sin que consiga aliviarse. No es calma, es la emoción inmovilizada, apretada, a la que le falta aire. Es una obra que transita la abstracción, pero con un sentido de la concreción lacerante. Las texturas se palpan, pero como si se transmitiera de modo constante que falta algo, o como si fuera la corrupción lo que definiera las presencias. El plano inicial es el de alguien conduciendo el coche. Es breve, y cortante, como una imagen entrevista. La misma narración tarda en precisar la circunstancia porque ante todo pretende reflejar un estado emocional, definido, o más bien atravesado, por el malestar. Más que por la muerte de la madre, después de un accidente de coche, aunque este no fuera la causa, por las emociones amargas que destilan sus dos hijos.
Carme (Maria Vazquez) nos es presentada como un cuerpo semidesnudo sobre una cama, a oscuras, con un notorio hematoma en la espalda. Sus emociones parecen dominadas por los hematomas de la frustración, de la vida insatisfactoria en ese pueblo gallego, que parece aislado, como la casa entre árboles, una edificación que parece boquear en busca de aire entre un bosque de hacinados árboles, como hacinados se encontrarán los caballos en el recinto. Así parece sentirse también ella, por eso casi siempre su permanente gesto severo parece fruncido, como muchas de sus palabras parecen escupidas como descargas de ácido colérico, y otras retenidas como un hervor en miradas que los otros no advierten (sólo hay un instante en que su semblante se distiende e ilumina con una sonrisa; instante previo a la decisión de dar rienda suelta al deseo, aunque sea un espasmo fugaz, ya que optará después, de nuevo, por el repliegue; detalle elocuente: en el viaje nocturno al lugar donde descargará su instinto se topan en mitad de la carretera con un caballo). Su hermano Luís (Diego Anido), que ha venido de la ciudad, junto a su novia, Maria (Tamara Canosa), tampoco se define ni por la sonrisa ni por la amabilidad. Sus maneras son áridas, secas, su gesto hosco, como un palo agarrotado al que corroyera cierta soberbia que recubriera complejos. Las persistentes miradas de perplejidad que le dirige Maria son el contrapunto de quien parece no contaminada por unas emociones cercadas, agarrotadas. En la primera secuencia que comparten ambos hermanos, uno está encuadrado en el umbral de la puerta, y la otra en el espejo de un armario. No difieren demasiado. Sólo en que una permanece atrapada en una vida de la que quisiera salir al trote, pero el trote parece conducirla al mismo cerco donde siente cómo ha ido perdiendo la respiración vital. Y el otro no parece haberse desprendido de una aspereza que más bien asfixia sino que parece haberla incrementado como evidencian, en ocasiones, esos silencios que niegan una mera respuesta a la que es su pareja, y que incluso se tornan gestos bruscos. Un empujón, y el cuerpo desaparece fuera de campo, como hacen con las emociones la pareja de hermanos.
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