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sábado, 1 de diciembre de 2018
Un domingo en el campo
Desde el momento en que fue estrenada en el festival de Cannes, donde ganó el premio a la mejor dirección, Un domingo en el campo ( Un dimanche a la campagne, 1984), de Bertrand Tavernier, fue inmediatamente asociada con Una partida en el campo (Une partie a la campagne, 1934), la obra maestra de Jean Renoir. Cierto, coinciden, primero, en la época en la que están situadas, los años de la Belle Epoque. Segundo, en cierta semejanza de la situación de base argumental. Transcurren durante un día, festivo para más señas, lejos de las obligaciones y rutinas ordinarias, en el ámbito de la naturaleza. Renoir nos relata la excursión de una familia, padres e hija, incluido un pretendiente de ésta, durante la que conocerán a dos hedonistas lugareños que, entre digresiones sobre la importancia de vivir el momento y las responsabilidades de los actos, se plantean el desafío de seducir a la hija. Tavernier relata la visita dominical que recibe en su casa en el campo el septuagenario Ladmiral (Louis Ducreux) por parte de su hijo Gonzague (Michel Aumont), junto a su esposa y sus tres hijos, y de su hija Irene (Sabine Azema). En ambas subyacen parecidas cuestiones. Aquellas referidas a las decisiones tomadas en la vida. En qué medida se hacen concesiones y se opta por la opción más cómoda, en vez de haber tomado una más arriesgada, de acuerdo a lo que de verdad se quería. En la obra de Renoir se planteaba de modo preciso en la secuencia final, años después de la excursión narrada, cuando se nos muestra cómo la hija optó por el insípido pretendiente en vez de por uno de los dos lugareños hacia el que había sentido una fuerte atracción. La obra de Tavernier es como una extensión de esa secuencia final. El pasado, o el peso de lo que se pudiera o debería haber hecho, está presente de modo latente, en ocasiones expuesto de modo directo, en otras insinuado, como si sólo se percibiera la punta del iceberg en forma de inquietud o malestar.
Bertrand y Colo Tavernier adaptan la excelente novela breve Monsieur Ladmiral va bientot mourir (1945), de Pierre Bost. De hecho, su última novela. Se centraría a partir de entonces en los guiones, asociado primordialmente con Jean Aurenche. Ambos fueron cuestionados por Francois Truffaut en su artículo de 1954, Una cierta tendencia del cine francés, por el estilo de sus adaptaciones literarias, que consideraba caducas, emblema de un desfasado cine de qualité. Dos de sus guiones fueron los de las excelentes Demasiado tarde (1949) y Juegos prohibidos (1951), ambas de René Clement, lo que ya de por si invalida la escasa consistencia de los cuestionamientos de Truffaut, que más bien reflejaban la descalificación hacia una generación anterior cuyo lugar se quería ocupar, como evidenció Truffaut con sus propias obras, algunas de las cuales, definidas por un rígido academicismo, parecían reproducir lo que cuestionaba en ese texto. Tavernier recuperaría a Bost como guionista de sus dos primeras películas, las también espléndidas El relojero de Saint Paul (1974) y El juez y el asesino (1975), que perfilan constantes de su cine. La primera con un conciso estilo más escurridizo de lo que se puede inferir de su apariencia naturalista, ya que sedimenta un extrañamiento, que va calando lentamente en la narración con amortiguada intensidad, a través de sutiles detalles. Y la segunda, en sintonía con el cine de Otto Preminger, toma una distancia que alienta la ambivalencia, y desmonta toda presunción de certeza, de la misma manera que la primera reflejaba cómo a Tavernier le atraen los claroscuros morales que no dejan espacio para la confortable certeza.
Tavernier no ha sido proclive a lo explicativo o a lo explicito, como ha rehuido el cuento moral o el discurso de respuestas concluyentes. Es un cine de interrogantes. Y estas hacen perder pie o descorren el velo de un escenario arbitrario, quizás creado por uno mismo, amoldado, o en el que uno está atrapado en el papel encomendado. En Un domingo en el campo, bajo la superficie que relata un tramite tan cotidiano como la visita de dos hijos a su padre, se agitan dolorosos los rescoldos aún encendidos de la insatisfacción con respecto a las decisiones tomadas en la vida. Ladmiral, un septuagenario pintor, retrata siempre su estudio, como si no pudiera haber otro motivo, reflejo de su apoltronamiento en una vida conforme, un ángulo cerrado en sí mismo, no abierto a la vida. Se ha estancado, o ha enquistado su vida en la negación. Para cada hombre hay cierto número de verdades incómodas contra las que no tiene más que una defensa, aunque soberana: el rechazo. 'No quiero saberlo', escribe Pierre Bost. En los primeros pasajes de la novela, así como en las primeras secuencias de la película, Ladmiral se define por su terca consideración de que no es que sea porque haya envejecido la razón de que en la última década no tarde ocho minutos sino dos o cuatro más en llegar a la estación de tren sino porque este camino se ha alargado diez minutos. Sin duda, Ladmiral ha aposentado su forma de habitar la realidad en la aserción de la conveniencia. O dicho de otro modo, quizá haya mirado la realidad desde un ángulo equivocado, ese que sólo se mira a sí mismo como quiere mirarse (como sólo retrata su estudio).
La dramaturgia cinematográfica no diverge con respecto a la de la novela. Más bien se efectúan ampliaciones que atañen a saltos en el tiempo (que incluyen a la esposa fallecida) o imaginarios (Gonzague imagina a su padre muerto), la presencia de las dos niñas jugando en los alrededores o en el jardín, alguna situación añadida (como el rescate de la nieta subida al árbol), y en especial a los pasajes finales, con más presencia de Irene que en la novela, con una salida del escenario de la mansión a un bar próximo, y una conclusión distinta. Y además se remarca de modo más manifiesto la cuestión de si se han hecho demasiadas concesiones o si se pide demasiado a la vida, como representan, respectivamente, su aburguesado hijo Gonzague (Michel Aumont) y su bohemia hija Irene (Sabine Azema). De hecho, comienza la película escuchándose sobre un fondo oscuro la voz de la madre fallecida diciendo:¿Cuándo dejarás de pedirle tanto a la vida, Irene?. Las figuras de los hijos de Gonzague, por su parte, actúan de contrapunto de esas dos tendencias. Por un lado, los dos hijos con su energía arrolladora que abrasa la vida como su impulso de quemar insectos con una lupa. Y, por otro, la hija y sus movimientos imprecisos, como si viviera en un mundo aparte. Es la que se queda colgada de un árbol, o aparece bajo las sabanas que oculta un sofá (y se descubre ante Irene, aquella que no transparenta su desazón bajo su máscara exuberante). Nunca habla, y cuando realiza un dibujo no vemos qué es. Es el cuerpo que hace del misterio una fisura inaprehensible.
Las estrategias formales alientan la interrogante. Se tejen con modos indirectos que privilegian la atmósfera, la sugerencia. Todo es incierto, como flecos sueltos que revelan fisuras de lo que no está visible ni suturado. Por ejemplo, no se sabe si es evocación o proyección imaginaria la puntual aparición de las dos niñas, que sólo parece ver Ladmiral, ya que queda misteriosamente indefinida. Los movimientos de cámara no son narrativos, se desgajan de la acción, desplazándose por los espacios, independientes de los movimientos de los personajes. Son deslizamientos, como una deriva de emociones, que insinúan corrientes ocultas en contraste con lo visible. Cuando asocian tiempos en su mismo desplazamiento evidencian lo que aún se arrastra, o no se ha superado: la añoranza de la mujer con la que se compartió una vida, cuando Ladmiral evoca a su esposa; la anticipación de una desgarradura vital, cuando Irene evoca la frase de su madre: ¿Cuándo dejarás de pedirle tanto a la vida, Irene?. Irene se siente como esa pintura que encuentra en el ático, entre los chales: la funambulista rodeada de la mirada indiferente de los transeúntes, la mujer con sus emociones en permanente filo que no encuentra la correspondencia en la vida, siempre desajustada a sus expectativas. Los movimientos de cámara se deslizan por el escenario, como si, precisamente, se correspondieran a esas desajustadas emociones de los personajes con respecto a lo que pudieron ser, a lo que se interrumpió o quedó pendiente.
En Un domingo en el campo se puede apreciar la admiración de Tavernier por el cine de Jaques Tourneur, quien aposentaba la incertidumbre de los posibles a través de una sinuosa atmósfera que insinuaba otros ángulos sobre la realidad.Todo su arte consiste en evocar lo invisible, en mostrar las cosas que están detrás de las cosas, en dramatizar lo desconocido, en sugerir lo latente. Presenciamos un ballet furtivo ejecutado por fantasmas, un carrusel de sombras ante el que perdemos pie poco a poco escribió Tavernier, en Susurros en un corredor distante. En este periodo, la obra de Tavernier se tramaba sobre un clima emocional, como quedaba patente en la atmósfera ponzoñosa, árida, de la obra precedente, Coup de tourchon, o en la siguiente, la cálida exequia fantasmal de Alrededor de la medianoche (1986). Un domingo en el campo se define por su escurridiza ingravidez narrativa, como la verdad se revela difusa. Bertrand Tavernier no parece querer atar cabos, porque tampoco lo han hecho los personajes con sus vidas. Como si éstas fueran un puzzle cuyas piezas se escapan de las manos. No hay centro narrativo evidente, sino una construcción radial que da relevancia al conjunto, y a la vez insinúa la condición deshilachada de sus nexos, la necesidad de compañía, y en especial de su hija, que siente el padre, la desconexión entre padre e hijo y la callada amargura de un hijo que sabe que su padre quiere más a su hermana, o la desazón vital torpemente contenida en la exuberancia, casi avasalladora, de la hija.
El cuadro de una mujer mirando unas carpetas que contienen unas pinturas es la imagen que condensa esta narrativa de lo entrevisto. Y cobra relevancia en los dos citados momentos en que aparece el pasado fantasmalmente, con el nexo de la figura de la esposa fallecida, primero con Ladmiral, después con Irene, fundiendo presente y pasado a través de un delicado y pausado travelling. Y en este movimiento está contenida la interrogación que realiza la madre en esa segunda aparición, ¿Cuándo dejarás de pedirle tanto a la vida, Irene?. Es la interrogante que vincula la insatisfacción de ambos, ya que en la zozobra por lo que parece que no puede ser en la hija se reflejan las dudas del padre sobre lo que su vida pudo haber sido. En la conducta de Ladmiral se percibe un rastro vacilante, como esas perdidas de hilo que a veces fracturan sus frases, y que no casualmente se producen con más frecuencia durante sus conversaciones con Gonzague, la figura que representa las concesiones a una vida convencional. Desencuentro, como si habitaran frecuencias distintas, entre padre e hijo que encuentra su correspondencia en esos fundidos en negro que puntúan la comida que comparte con Ladmiral con Gonzague y su esposa e hijos, que trasluce una tensa incomodidad subyacente, puntuada por detalles como el miedo de un hijo al ataque de una avispa, la obcecada reticencia de Gonzague a quitarse su chaqueta aunque haga calor, o el cuestionamiento de Ladmiral a las reprobaciones de Gonzague con respecto a que los hijos se embriaguen con vino.
La presencia puntual voz en off de un narrador indeterminado tiene la paradójica cualidad de poner en evidencia cómo la relación entre los personajes están sostenidas sobre lo no compartido. Cuando un personaje explicita lo que realmente siente no se propulsa la conexión. Cuando Gonzague su frustración por no haberse dedicado a la pintura, justificando su decisión en el conflicto que hubiera creado con su padre por comparación de talentos, quien le pudiera oír está dormida, su esposa (esa combinación de envaramiento e insatisfacción consigo mismo está bien reflejada en detalles como ese cuello rígido de la camisa que le agobia, y que pugna por quitarse tras rescatar a su hija colgada en el árbol; y su condición de hombre adaptado y resignado en el hecho de que su esposa le llama Eduard en vez de Gonzague, hecho que irrita a su padre). Ya define cómo es Gonzague, alguien que permanece oculto a los demás, que ha hecho de su vida una sustracción: no está presente. Como la reacción de Irene, conmocionada, revela su interior inestable, como evidencia ese primer plano sobre su rostro en el que asoman lágrimas, tras que su padre le confiese sus persistentes dudas sobre si debiera haber apostado por un cambio de estilo de pintura, más original en vez de tan tradicional (o acorde a lo aceptado, lo que la convención dictaba, como si se hubiera plegado a lo que el entorno validaba), aunque apunte que al menos llegó a entrever lo que pudiera haber alcanzado como artista. Ante su pregunta de si ha envejecido demasiado pronto, que encubre si no se impuso unos límites que han truncado su arte y su vida (si no envejeció prematuramente con esas concesiones), la respuesta de Irene es que bailen, reacción manifiesta (en contraposición con lo que sus lágrimas contenían en el previo primer plano) acorde a lo que sustrae de sí misma su bullicio exuberante (su avasalladora irrupción en la casa había coincidido con el estado indolente en el que se habían sumido los personajes en la hora de la siesta).
Esa exuberancia delata una ansiedad en fuga, una insatisfacción que no es sino la herida abierta causada por el hecho de que la realidad no ha respondido como debiera a su apetito de vida, como sugiere esa nerviosa espera de una llamada, se supone de un hombre, aunque no sabremos concretamente cuál es esa historia entre ambos. Sólo se entreve su desazón, que se esfuerza en disimular, que no deja de ser su resistencia a aceptar que pide demasiado a la vida. Ese desasosiego en suspenso, contenido, se evidencia en su apresurada marcha, tras una conversación telefónica definida por los reproches, el desencuentro y una dependencia emocional desesperada. Una inquietud que revuelve a su padre como un dolor sordo que le hace plantearse si sólo ha entrevisto la vida como la mujer las pinturas en el cuadro. En la última secuencia variará el ángulo. El espacio vacío de ese sofá que quería pintar (otro más de los ángulos que había pintado, como si su obra, reflejo de su propia vida, se circunscribiera a unos restringidos límites) ahora se torna su propia figura, él como objeto que a la vez mira, desde el sofá, al lienzo en blanco (que no vemos), quizá su misma mirada, su misma vida. Se enfrenta a otro ángulo que evidencia la impostura del papel vivido, la asunción de un error. La cámara vuelve la mirada al exterior en un movimiento inverso al que realiza al inicio. Quizá no sea tarde para corregir el ángulo.
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