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sábado, 18 de noviembre de 2017

Le soldatesse

‘Reclutas de burdeles italianos’, así se califica eufemísticamente a las doce mujeres griegas que son ‘repartidas’ en distintos destacamentos del invasor ejército italiano en Grecia, en 1941, cuyo trayecto narra la magnífica ‘Le soldatesse’ (1965), de Valerio Zurlini. El ‘repartidor’, el teniente al que encargan tal labor, es Martino (Thomas Millian), cuya mirada, en las primeras secuencias, ya delata que es alguien que se siente ajeno a la ‘representación’ de la que forma parte. Convertirse en tal recadero es como recalcar la sordidez, la degradación y miseria de la experiencia de la guerra, por lo que no afronta precisamente con entusiasmo la tarea asignada, que siente además degradante para las mujeres, con las que irá consolidando una actitud protectora, más allá de la aplicación de un deber, como una complicidad y un afecto, como si progresivamente se intensificara, a través de su reflejo, cómo él mismo se siente.
Tampoco comulga con los preceptos fascistas, con lo que su relación con el mayor Gambardelli (Guido Alberti), un ‘camisa negra’ que se añade al viaje como pasajero de excepción, y que no duda en detener el camión en el que viajan para solazarse con una de las mujeres, Toula (Lea Masari), se irá crispando progresivamente hasta el enfrentamiento final. Entremedias, el rudo y vivaz sargento, Castagnoli (Mario Adorf), que establece una lid que es cortejo abrupto, pero cada vez más cálido, con una de las chicas, Ebe (Valeria Moriconi). Las costras que tienen interpuestas algunos y algunas se irán desprendiendo, pero para dejar la herida abierta, indefensa, al descubierto.En ‘El desierto de los tártaros’ (1975), adaptación de la novela de Dino Buzzati, la vida de los militares en aquel puesto de la frontera se convertía en una dilatada espera que evidenciaba su propia condición espectral, su absurdo. En ‘Le soldatesse’ los personajes se desplazan, en un camión, pero su movimiento asemeja a un desangre, acompasado a la descarga de las mujeres o prostitutas (según quién las mire, cómo las vea, qué representan).
Su desplazamiento, el de la personalización que realizan Martino y Castagnoli es en dirección contraria al trayecto físico que realizan, humanizan la mercancía, buscan su rostro, la vida, mientras a su alrededor las miradas buscan el objeto, siembran muerte. Un tren detenido, en el que pasan una noche de su viaje, condensa esa combinación de trayectos, de vías rotas que hay que apuntalar, de enlaces que se gestan, de colisiones ciegas, de desplazamiento inmovilizado. Castagnoli y Ebe liman las aristas de su cortejo para apuntalar su compenetración con un pacto, si uno muere el otro cuidará de su hijo. Gambardelli folla con Toula, porque no hay más a lo que aspire. Martino entabla diálogo con dos amigas, o más bien no lo consigue con una, la que más le atrae, Eftikia (Maria Laforet), quien se muestra esquiva, áspera, pedregosa, como el entorno árido en el que circulan, como si fuera el recordatorio de la barbarie que han ejercido sobre su pueblo los italianos.
Elenitza (Anna Karina), en cambio, es todo sonrisa, la de quien se confronta con la opresión y el ultraje con una carcajada estentórea, o que sabe frenar el ímpetu de unos soldados dejando caer que algunas tienen sífilis, como establecer con Martino un provisional pacto de sombras heridas que se deleitan con la sensualidad. El lirismo de las bellas composiciones musicales de Mario Nascimbene insufla una dolorida melancolía, como los gestos que se buscan en la intemperie. Zurlini, apoyado en un medido guión (co escrito con Leonardo Benvenuti, Franco Solinas, y Piero De Bernardi) que adapta una novela de Ugo Perri, y a través de un contenido estilo de una precisión lacerante, consigue que paulatinamente cale la amargura, la desesperaciones de unas vidas ya sin trayecto, inmovilizadas en el absurdo escenario de una guerra, aunque los habrá que aún pugnen por materializar en un futuro lo que por ahora les está vedado.
Habrá quienes sigan realizando los desatinos que posibilitan barbaries, como Gambardelli, quien es capaz de matar a una de las mujeres heridas aunque él lo justifique alegando que es para liberarla del dolor cuando no es sino para poder retomar la marcha. Habría quienes no vean nunca más volverse aquel rostro que se pierde en la distancia, porque hay encuentros fugaces que son arañazos de quien se agarra a la vida mientras el mundo se desintegra a su alrededor. Un desgarro intenso late en las últimas, aceradas, miradas que intercambian Martino y Gambardelli, cuyo contrapunto es el posterior, y hermosísimo plano, de Martino con Eftikia en la cama, con el gesto de él ensombrecido como lo es el relato de ella. Son las sombras de una impotencia, las que han reflejado con vibrante sequedad el nacimiento de unos afectos en un escenario de muerte.

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