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domingo, 19 de noviembre de 2017
Río Salvaje
Elia Kazan consideraba ‘Río salvaje’ (Wild river, 1960) su película predilecta entre las que había dirigido. Por ello, intentó conseguir los derechos, durante la década posterior, aunque sin éxito por el precio que le exigieron. Coincido en su apreciación, incluso por encima de la inmediatamente posterior 'Esplendor el hierba' (1961), con la que comparte la pregnancia de su elaboración cromática y lumínica, y una mirada que condensa una frase que expresa el protagonista de 'Rio Salvaje': Aún más contundente que la erosión de la naturaleza lo es la erosión de nuestros deseos. Las imágenes de 'Río salvaje' parecen empapadas de un tenue neblina, como una capa de pintura que nos hiciera sentir la textura de la madera, el agua, el barro, las prendas o la piel. Kazan logró un prodigio de armonía que es un cuerpo extraño tanto en la época de su producción, como hoy en día, quizás demasiado sutil, por su complejo juego de espejos en el que no cabe un tajante posicionamiento y por su lirismo a sotto voce. Quizás en ello incida, o se acompase como correlato, el protagonista elegido, el excepcional Montgomery Clift. Si Marlon Brando, que fue la primera opción, tendía a una interpretación más expansiva, a veces bordeando la afectación o el amaneramiento, y Dean empapaba sus gestos de una crispación interna, que no acababa de reventar, interpretaciones que, respectivamente, armonizaban de modo afinado en otras dos de las grandes obras de Kazan, ‘La ley del silencio’ (1954) o ‘Al este del Edén’ (1956), Clift tendía a la interpretación introspectiva, a la economía expresiva, donde el más mínimo gesto o su poderosa mirada dotaban de una profunda emoción a sus personajes. Y así es ‘Río Salvaje’: sus corrientes internas son más complejas de lo que parecen a simple vista.
Su apertura son unas imágenes documentales, allá por los años 20, en el que un hombre, desolado, narra cómo una inundación se llevó a su mujer, tres hijos y su suegro. Estas imágenes reales se asientan ya en la narración como un aliento que ha quebrado ya toda certidumbre. Nos movemos en un terreno quebradizo en el que la realidad puede variar desde el ángulo desde el que se la mire, incluso presas de las contradicciones. Una realidad donde una presa o embalse puede ser emblema del progreso, del avance, y dominio de las fuerzas caóticas de la naturaleza, pero también imagen de la retención de los impulsos naturales, la inmovilización de un avance emocional que no asume las accidentadas mareas de la vida. Se puede mirar la realidad en plano general, y decir qué beneficioso puede ser construir un embalse para controlar a la naturaleza y evitar nuevas inundaciones que provoquen tantas perdidas materiales y humanas. Pero si variamos a un primer plano, y nos acercamos a una de esas vidas que deben abandonar sus tierras, las cuales han ocupado durante tantos años, y que ha sido y es su vida, porque van a anegar esas tierras por la construcción del embalse, entonces el ángulo se desestabiliza y apreciamos otros puntos de vista que hace que nuestras consideraciones ya no sean tan firmes, o, al menos, que sean más flexibles ante una realidad tejida por los contrastes, las contradicciones y paradojas.
A eso se enfrenta Chuck (Montgomery Clift) cuando es enviado por el gobierno a las tierras de Tennessee, para intentar convencer de una vez, ya que los anteriores no lo han conseguido, a Ellah (Jo Van Fleet) para que abandone sus tierras, aceptando el dinero que le ofrecen. Pero ella se mantiene firme en su negativa. Chuck no lo entiende, puesto que en otras tierras podrán crear con ese dinero otros cultivos, y hasta conseguir una mejor casa. Su actitud y mirada irán transformándose a medida que vaya comprendiendo lo que en principio aprecia como signo de un inmovilismo, de un irracional apego a la tierra. Lo va apreciando desde otros ángulos, que no contradicen quizás esa primera impresión pero sí que la complementan y complejizan. Ese espacio, esas tierras han supuesto la vida de Ellah, es su espejo o reflejo, fruto, además de su esfuerzo, es la realidad que construido con su perseverancia, y además, su negativa, la advierte, a la vez, como un gesto de dignidad. No es fácil juzgar, no todo es tan claro. Por eso cobra tanta fuerza ese momento en que Ellah, al fin, abandona su hogar, y ve cómo talan y tiran abajo los árboles frente a su casa, el paisaje que ha tenido toda su vida, su horizonte, parte ya de ella misma. Y por eso, morirá pocos días después de abandonar sus tierras aunque la doten de una casa digna, en la que ya no puede sentarse en la mecedora de la entrada, porque no es su casa. Es más que la perdida de hábito, ya siente que no puede habitar el mundo.
Pero las complejas resonancias no acaban en esta línea de la trama. Hay otros primeros planos en esa realidad, con otro tipo de diques. Está también Carol (Lee Remick), la nuera de Ellah, que perdió a su marido dos años atrás. La aparición de Chuck es como un revulsivo para ella. Toma consciencia del dique que ha creado en su interior, dejando de avanzar, inmóvil en su pesadumbre, o sin saber a dónde dirigirse o qué hacer con su vida y la de su hija. Vuelve a la casa donde vivió con su marido. Una hermosa sinfonía de emociones subterráneas se palpan en ese reencuentro con el que fue su hogar, aflorando en una colisión de tiempos, de huellas de pasado con un presente inmóvil que busca su futuro en un pasado que dejó de ser. Las hojas que cubren muebles y suelos, los objetos abandonados, algunos de su marido muerto, con los cuáles no sabe qué hacer, o dónde ponerlos, tal es su desconcierto con un tiempo que ha roto los diques, y en donde se confunden lo que fue y lo que quiere ser, cómo habitó el mundo y cómo quiere de nuevo habitarlo después de un tránsito de espectro. Y en ese despertar ha influido sobremanera la atracción que siente por Chuck, con el que siente que puede crear un nuevo proyecto de vida, rompiendo los diques en los que se había aprisionado.
Pero, nuevo ángulo, y nuevo primer plano, Chuck también debe enfrentarse a sus diques interiores. Es la representación de la mente progresista y liberal. Al llegar, ya señala lucidamente una paradoja de la situación a la que se enfrenta: En un país definido por incentivar el individualismo, ahora no se aprecia precisamente una firme actitud como la de Ellah, emblema de esa actitud individualista. Ingenuo, pregunta por qué no puede contratar a los negros para que el trabajo de limpieza y tala vaya más rápido, y cuando le contestan que es porque los blancos se irían inmediatamente, reconoce que se había olvidado dónde estaba. Aceptará la propuesta conciliadora de que pueden dividirlos en dos grupos separados de trabajo, sin que tengan que mezclarse, pero aún así tendrá que lidiar con los que le instan a que no pague lo mismo a negros y blancos, porque sino los primeros se acostumbrarán tras que se haya ido y será lo que exijan a partir de entonces. Pero Chuck no cede, ni aunque le presionen con violencia.
Pero ¿cuál es el dique interior de esta mente abierta? Pues el sentimental. Está igual de enamorado de Carol que ella de él, pero no acaba de decidirse o de expandirse, de lograr desbordarse por esos impulsos de la naturaleza, del deseo y de la emoción, que no sabe cómo articular en su vida. Mientras que Carol sabe con claridad lo que quiere, incluso sin miedo de de exponerse en su vulnerabilidad expresando lo que siente y lo que quiere, ser parte de la vida de Chuck, él se encuentra atorado en su silencio, sólo liberado por los fogonazos de su pasión. Ha venido a desalojar a los últimos resistentes para anegar unas tierras y poder construir un embalse y él se encuentra anegado y empantanado por sus emociones, atrapado en un dique ante el que no sabe cómo reaccionar. Enfrentarse a esa violencia exterior, la de las mentes obtusas e inflexibles que asaltan la casa de Carol, empaparse de barro y sentir la magulladura de los golpes, se constituirá en el detonante para liberar, por fin, ese enquistamiento interior.
Diques que se construyen para evitar la violencia de la naturaleza pero que destruyen unas vidas enraizadas en un entorno. El cambio necesario pero la demolición de la ilusión de permanencia que es la costumbre y la tradición. Diques de inhibiciones, miedos, indecisiones e inseguridades que se destruyen para crear una nueva vida en donde las emociones se construyan y expandan libres y realizadas. La vida está hecha de paradojas.
La excelente composición principal de la banda sonora de Kenyon Hopkins. Una trompeta que rezuma una tristeza arrastrada, como las hojas de un árbol caído.
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