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viernes, 24 de noviembre de 2017
En realidad, nunca estuviste aquí
Las perturbaciones de nuestra infección. En la anterior obra de Lynne Ramsay, 'Tenemos que hablar de Kevin' (2011), un adolescente reflejaba el abismo, el agujero negro, como perturbación incomprensible y devastadora condición, en que puede convertirse un hijo. En 'En realidad, nunca estuviste aquí' (You were never really here, 2017), una adolescente refleja la realidad torturada, maltratada. Una y otra película se complementan como reflejo de una monstruosidad, la de la propia realidad, la de nuestra propia condición. ¿Por qué infligimos daño?. Un adolescente, un ser humano en formación: Lo que hay que salvar, lo que daña. ¿De dónde brota el impulso la crueldad? En ambas obras se refleja un malestar. Pocos cineastas hoy en día consiguen transmitir esa sensación, ese estado, esa forma de habitar la realidad, con la eficacia de la cineasta escocesa. Son películas incómodas, desazonadoras. Nos sumergen en esas turbulencias, en esa resaca, y nos niegan una red. Hacen cuerpo de una infección. Su texturas son puro malestar. Los tiempos se combinan, como jirones de una carne desgarrada. El presente, en ambos casos, son escombros.
Sus narraciones son restallantes, de una concisión afilada, abrupta. Nos asfixian, como el protagonista de la última, Joe (Joaquin Phoenix), recrea esa sensación poniéndose una bolsa de plástico en la cabeza, como hacía de pequeño, para acallar los gritos de su madre cuando su padre la golpeaba. En la mente herida de Joe, el tiempo se fractura, como al fin y al cabo están fracturadas sus emociones. Joe es un sicario o asesino a sueldo que resuelve con eficiencia los trabajos que le encargan. sea matar a unos o rescatar a otros, para lo que, también, será necesario eliminar, a quienes se interpongan, a golpe de martillo, el objeto con el que les amenazaba su padre. Pero su mente está lesionada. No deja de preguntarse: ¿Qué estamos haciendo? Y la pregunta puede extenderse a la propia sociedad, más allá de su particular intemperie emocional. Le encargan rescatar a una adolescente, hija de un importante senador, y eso le lleva a sumergirse en los lodos de la más infame corrupción, esa que se satisface sexualmente con menores, o que no sabe de responsabilidades paternas, y juega a intercambiar hijas, para disfrute sexual, con otros padres que se aprovechan de su posición de poder para silenciar sus desafueros. En la mente de Joe estallan fragmentos de esa explosión ralentizada que le domina, fragmentos de violencia y crueldad, de niños que matan por una chocolatina, de mujeres asfixiadas el interior de un camión, como cuerpos de un matadero. Ha visto el brillo ciego de la crueldad, y su mente se desmorona, y aún así ejerce la violencia como si sólo le quedara ese espasmo para poder vehicular el grito de la desesperación que le atenaza.
En el pasado festival de Cannes, 'En realidad, nunca estuviste aquí' recibió, por un lado, el premio al mejor actor, para Phoenix, que vuelve a dar otro recital interpretativo a través de un cuerpo desolado, que parece aún no haberse recuperado del aturdimiento causante de una explosión interna, y es, a su vez, un niño en un cuerpo lacerado rebosante de cicatrices que convive con su madre anciana como si se realizara respiración asistida, con brotes de ternura, a lo que ya fue ultrajado y desgarrado. Y, por otro, también recibió el premio al mejor guión, por su adaptación de la novela de Jonathan Ames, pero es en su realización donde destaca. Hace cuerpo en el fluido y preciso montaje de esa fractura y de esa intemperie emocional, con planos, o interferencias, en forma de espasmos que evidencian esa herida no cicatrizada. Ramsay toma distancia lúcida, y certera, sobre la violencia, sea a través de cámaras de seguridad, o mediante elipsis que frustran las expectativas o la satisfacción de contemplar el impacto de la bala sobre un cuerpo que ha dañado a quien más se ama o, en especial, la ejecución del patrón narrativo ritualizado de la materialización de una venganza o sanción moral, ese patrón del hombre que irrumpe en el escenario hostil en el que el villano está protegido por sicarios. Y lo hace porque ante todo importan las heridas, esa desolación que convierte en un cuerpo tambaleante a quien en realidad ya no está aquí, porque su vida fue secuestrada, hecha mera cicatriz, tiempo atrás. Es el cuerpo de nuestro tiempo, del daño y de la crueldad que se extiende como un escupitajo de ácido. Y Ramsay lo constata y certifica con cuerpos y acciones. Cuerpos que dejaron de ser, acciones que gritan su impotencia y extravío. Aunque quizá haya luz, sea la de un sueño o la de quien, por el momento, aún prefiere sorber un batido que dispararse en la cabeza.
'Tenemos que hablar de Kevin' era más bien tenemos que hablar del caos, del extravío. Y esta obra no deja de plantear lo mismo ¿Hay algún modo de dotar de sentido a esto? ¿Por qué ocurren unas cosas y no otras, por qué actuamos de un modo y no de otro? ¿De qué somos responsables y por qué preferimos no asumir responsabilidades?¿Por qué preferimos dañar? ¿Hay algún sentido, una trama, o sólo la incertidumbre, la ilusionada o ilusa espera de que alguien cercano a ti no realice un acto de inusitada crueldad, como el asesinato en masa que realizó Kevin en su instituto, o el abuso sexual de niñas y adolescentes, y todo fluya sin sobresaltos?
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