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domingo, 29 de noviembre de 2015

The end of the tour

Sientes que algo falta, quizá la soledad sea esa sensación de sentirse fantasmas. ¿Por qué escribimos? ¿Por qué leemos? Quizá el propósito último sea sentirse menos solo, aunque nunca nos liberemos del todo de esas cadenas de nuestra condición de sombras difusas que intentan encontrar ya no un propósito sino la sensación, lo más duradera posible, de que somos presencias. Es difícil lograr la conexión, y más aún mantenerla. La vida es un viaje, y a veces no encuentras tu plaza en el aparcamiento, sólo sientes la convicción de que estás aparcado, y sueñas con conectar, y mientras lees o escribes, para reflejar esa perplejidad, esa búsqueda, ese anhelo que te mantiene en movimiento o interrogante, que no dejan de ser lo mismo. 'The end of the tour' (2015), de James Ponsoldt, comienza con una muerte, la noticia del suicidio de David Foster Wallace, y finaliza con un cuerpo que danza, el cuerpo vivo de David Foster Wallace (Jason Segel); el entusiasmo de vida, el impulso de contrarrestar la sensación de falta, de encontrar el instante pletórico, aun fugaz, en que te sientes presente. Entre medias, el encuentro entre dos escritores, uno cuyo libro pasó desapercibido, Lipsky (Jesse Eisenberg) y otro cuya novela 'La broma infinita, se ha convertido en un fenómeno literario, Foster Wallace. Uno se ha visto relegado a la segunda división, o márgenes, allí donde se apelotonan los que no lograron el reconocimiento, escribiendo precisamente sobre los que destacan ante los focos. Lipsky plantea al director de la revista para la que trabaja escribir sobre ese escritor emergente. Y su encuentro se convierte en la confrontación de un escritor con una imagen, que anhela ser y desea subvertir, y un escritor que no deja de sentir la falta, la carencia de consistencia de la imagen de la realidad que le inocularon desear. Ambos se confrontan con sus inseguridades, o fantasmas.
Lipsky forcejea a través de Wallace con lo que no ha logrado ser, la imagen que no ha logrado alcanzar. Intenta desentrañar el hombre corriente tras la imagen imponente de quien ha alcanzado el éxito, y escupe en cierto momento su rabia, y frustración, el rechazo ante lo que advierte como falsedad, una realidad banal, un ser de gustos banales, que no parece corresponderse con la genialidad, alguien que disfruta con películas triviales de acción (Broken arrow, La jungla de cristal), o comida basura. como él, alguien que puede sentir celos y marcar territorios con las mujeres, como al fin y al cabo ha hecho él (cuestiona a su novia que hable casi media hora por teléfono con Wallace y luego tiene que encajar las acusaciones de Wallace de que esté flirteando con quien fue pareja suya en el pasado). Se ve demasiado en el otro pero no es el otro, no ha alcanzado lo que ha logrado el otro (en la habitación de la casa de Wallace en la que duerme está rodeado de sus libros). Con lo que acusarle de falsedad no deja de ser una distorsión en el espejo, una proyección de sus propias faltas o carencias, de su propia falta de satisfacción consigo mismo. En un aparcamiento se produce esa explosión que evidencia esos forcejeos interiores, esa falta de conexión. Cuando retornan del viaje realizado a Minneapolis, en el que Wallace como parte de su gira promocional del libro ha sido entrevistado (Lipsky es espectador de lo que él quisiera protagonizar), Lipsky no logra encontrar su coche en el atestado aparcamiento del aeropuerto.
Las fricciones entre ambos, las mutuas inseguridades, que permanecían retenidas, como el paisaje helado de Illinois, se convierten en colisión. Lipsky comenzará de veras a lograr discernir a Wallace desde su ángulo, y en toda su diversidad (un conjunto que no deja de contener contradicciones o inconsistencias), no como imagen en la que forcejean proyectados sus propios conflictos, sino como mirada, desde la falta que le lastra y hiere, y a la vez propulsa en la escritura. Al fin y al cabo, por figura célebre que sea, en el centro de los focos de la atención mediática, es alguien que retorna a la soledad de su casa donde vive con sus dos perros, una figura solitaria que quisiera sentir esa conexión con la que sentirse presencia, no alguien que sueña o proyecta o convierte en palabras el ruido de su falta. Alguien que no fue adicto a la heroina (como se rumorea; adicción que tiene que ver más con la mítica del creador que con raíces de confrontación con lo real, con la decepción) sino a la pantalla de televisión, esa infección que es adicción como tela de araña en la que quedas atrapado en la relación con la realidad como una pantalla que es maraña y filtro distorsionado.
Si Wallace sufrió una grave crisis nerviosa ocho años atrás fue porque descubrió la falsedad de los axiomas en lo que se apuntalaba lo que debía desear. Se confrontó con una falsedad, y con el abismo de la decepción: la realidad injertada es un engaño, los deseos injertados son arbitrarios y vanos. La tristeza afloró entre las atracciones de feria. Dejó de tener pantallas de televisión en su vida. Dejó de mirar la realidad como si fuera una pantalla de televisión, aunque goce con películas banales. Dejó de soñar como se presuponía soñar, porque era parte de una identidad modelada, de un ser americano al que no sentía ajustarse. Tomó consciencia de una broma infinita. Y arrastra su soledad en un paisaje nevado, disfrutando del sentimiento pacífico que emana de los perros o del paisaje que en primavera es un prado cuyas hierbas se ondulan como olas del mar. Las giras terminan, la vida también. Entre la soledad y las falacias, la dificultad de mantener el equilibrio funambulista. Querer sentirte algo, alguien, imagen que parece ser, y sientes como logro de ser, pero sentir el agujero expansivo de una falta, la intimidad que se abre a los abismos en tu silencio, ese que no compartes, o no logras compartir, con nadie, porque como mucho podrás sentirte menos solo, nunca liberarte del todo del peso de tu soledad. Pero por un instante bailas, y sientes lo que es real. Por un instante, no eres un fantasma. Y tu sonrisa se expande.

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