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domingo, 1 de noviembre de 2015

El último magnate

Para Gatsby, el horizonte es una pantalla, una luz verde la ilusión que representa la película en la que he vivido durante más de cinco años, la expectativa de poder amar a Daisy. Desde que se separaran ha realizado un montaje con su vida, convertirse en un rico empresario, una posición que pueda reparar lo que les separó años atrás, la diferencia de posición social. Desde la distancia, desde la otra orilla, desde la lujosa casa que ha adquirido contempla la casa en la que vive Daisy con su marido. Desde la distancia, que ya es aproximación, contempla un amor para el que no hay distancias en el tiempo, porque sigue sintiendo lo mismo que desde la conoció. Para Gatsby no hay otra mujer en la pantalla, Daisy es su pantalla. Jack Clayton rodó en 1973 una adaptación de la novela de Scott Fitzgerald, una estimable obra que fue denostada en su momento, aunque sí supusiera un éxito de taquilla, lo que posibilitó la adaptación de otra obra de Fitzgerald (la última, que dejó inacabada), producida por Sam Spiegel, 'El último magnate' (1976), de Elia Kazan. Monroe (Robert De Niro) es un productor del Hollywood de los años 20, trasunto de Irving Thalberg. Tiene una casa en construcción, a la orilla del amar. Debido a la inundación que sufre el Estudio cuando revienta un contenedor de agua a causa de una tormenta, se queda embelesado con una mujer que observa pasar ante él sobre una gran cabeza de atrezzo que flota en el agua.
Monroe es el hombre que todo parece resolverlo. El hombre que sabe hacer los cálculos presupuestarios para apostar por un proyecto. El hombre que apuesta por el talento, aunque no proporcione beneficio, porque también tiene que ser parte proporcional de un negocio, la posibilidad de darse el gusto de un capricho. Es una mente singular, anómala, entre empresarios, como el jefe del estudio, Brady (Robert Mitchum), y su abogado, Flasheacker (Ray Milland), aunque sea quien les suministre más beneficios que nadie. Monroe cuestiona a un guionista, Wylie (Peter Strauss), porque no caracteriza adecuadamente al personaje femenino, que debe ser fuerte, resolutiva (en segundo término de los encuadres se puede apreciar la gran cabeza de atrezzo sobre la que 'descubrirá' a 'la mujer'). Se decanta por la caprichosa estrella, Didi (Jeanne Moreau), en detrimento del reputado cineasta que no la complace como ella desea, Ridingwood (Dana Andrews), y sabe aconsejar como resolver los conflictos de un actor, Rodriguez (Tony Curtis), por su incapacidad de satisfacer sexualmente a su esposa. Pero una mujer, Kathleen (Ingrid Boulting) logra arrastrar a la deriva su mente, logra abrir una fisura en su dominio de la realidad, una abertura en la que la realidad se escurre como un liquido incontrolable. En la orilla del mar, en ese hogar en construcción, vivirá con ella los momentos de amor que son de ensueño, como un paréntesis en la realidad, pero su relación se quedará varada en la orilla, como un sueño que no se construyó.
En la secuencias de apertura, un rodaje, el de la película que protagonizan Didi y Rodriguez, de afectadas poses sentimentales, imágenes que Monroe contempla en la oscuridad de la pantalla. Mientras, un guía, encarnado por John Carradine, muestra a unos turistas los diversos decorados. Monroe vive entre pantallas y decorados, que controla y domina, como sabe cuáles son las claves para que una película funcione dramáticamente, y como negocio. Pero la realidad, cuando encuentra la singularidad del sueño que desea protagonizar, encaramado sobre la cabeza de la vida, junto a la mujer que materialice el sueño, que haga de la pantalla realidad, se le escurre entre acantilados o alcantarillas. Y lo que pudo ser no será.
En la última secuencia repite ante la cámara la lección, con puesta en escena incluida, que le da a un reconocido literato, Boxley (Donald Pleasence), no ducho en lides guionistas, sobre cómo urdir una secuencia que cautive e intrigue al espectador. La escena que inventa y recrea resulta ser una anticipación de su propia historia, en la que irrumpe otro hombre, la realidad, y desmantela el sueño de quien proyecta su ilusión, el creador en su mente que colisiona con lo imprevisible de la realidad, en la que se entrometen otras voluntades que frustran los sueños que uno escribe y proyecta en su mente (la realidad siempre superará como guionista). En el plano final, Monroe se sumerge en la oscuridad de uno de los hangares del Estudio, la oscuridad que sí domina, el lugar donde se gestan los sueños para miles de espectadores, aunque su sueño permanecerá apagado, en la muda oscuridad que nunca se hará luz. Fue el último plano de una película de Kazan. Un magistral cierre para una de las filmografías, con sus irregularidades, más singulares del cine estadounidenses. 'El último magnate', con la sutil melancolía que la impregna pese a la luminosidad que domina los encuadres, no desmerece las que me parecen sus grandes obras, 'Río salvaje' (1960), Esplendor en la hierba' (1961), 'La ley del silencio' (1954) o 'Al este del Edén' (1955).

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