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martes, 3 de noviembre de 2015
El día de los forajidos
A veces, los fantasmas de la furia irrumpen como forajidos de ímpetu desbocado. Siempre llega ese día en el que te encuentras enfrentado a tu propia furia, a tus propios límites, ese día en el que pondrá a prueba si la furia puede superarte, y convertirse en bala. Ese día que hará que tu vida ya no tenga vuelta atrás. Ya no será lo mismo. Ese día puede ser un paréntesis en suspensión en el que te permitan deliberar si te dejas arrebatar por la furia, o si sabes contener tus impulsos. Durante ese día esos forajidos se convertirán en el reflejo a través del que dirimirás qué impulso o deseo conviertes en acto o no. 'El día de los forajidos' (Day of the outlaw, 1959), una de las mejores obras de André De Toth, aunque su guionista, Philip Yordan (autor de los libretos de estupendos westerns como 'Johnny Guitar', 1954, de Nicholas Ray, o 'El vengador sin piedad', 1958, de Henry King) considerara que no se logró extraer todo su potencial, es uno de esos westerns de la segunda mitad de los cincuenta que lindaban con lo fantástico en el recurso de ciertas aspectos, como la 'aparición' (Hombre del oeste', 1958, de Anthony Mann, o 'No name on the bullet, 1959, de Jack Arnold).
En los pasajes iniciales, Blaise (Robert Ryan), es un hombre en conflicto con su entorno ( y consigo mismo). Es un ganadero en conflicto con los granjeros de la zona, que además le superan en número. Blaise quiere impedir que el territorio se convierta en un espacio cercado por alambradas, pero se encuentra con la oposición general. Además, ama a una mujer, Helen (Tina Louise), que le recrimina que no él no aprovechara las circunstancias pretéritas que favorecían que su amor pudiera consolidarse, y ahora, en cambio, le exija que abandone al hombre con el que está prometida. En el instante en que ambos hombres se van a enfrentar en duelo armado, irrumpen en escena un grupo de forajidos comandados por Bruhn (Burl Ives), quien tiene que contener a las fieras que le acompañan, sobre todo cuando las mujeres son su horizonte. No deja de ser irónico que el conflicto que está a punto de determinar que Blaise pueda matar a alguien, la frustración de que no pueda consolidar el amor que siente por otra mujer, encuentre este reflejo distorsionado en el voraz deseo de unos hombres a los que no preocupa avasallar la voluntad femenina, y que se sostiene sobre un frágil equilibrio durante la tensa y turbadora secuencia del baile. Bruhn se lo permite para que no se desmanden, pero a la vez tiene que actuar vigilante para que no se desorbite y descontrole su deseo.
Blaise será, de hecho, el único que sea capaz de enfrentarse a esa jauría, y por ello apalizado en la calle del pueblo, sin que nadie intervenga para ayudarle. Blaise es consciente de que su furia sólo desemboca en un callejón sin salida, la violencia, el acto de matar. Por eso, su estratagema para eliminar a aquellas bestias (reflejo de la bestia que anida en su interior) será proponerles una vía de salida que supere las nieves que rodean y dominan el pueblo, pero que realmente desemboque en una callejón sin salida. No deja de ser significativo que no tenga que enfrentarse violentamente a ninguno de ellos. O se matan entre ellos, o es el frío el que les congela, o la enfermedad grave que corroe a alguno de ellos. Blaise manifiesta, antes de salir con ellos como guía, que ellos son los que seguirán siendo como son, seres violentos, pero él no. Él ya sabe que no es como ellos, que no es la violencia la solución, ni el fuego de la furia ni la ceguera de los impulsos. Hace falta hacer uso de la fría nieve de la razón que temple al instinto.
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