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viernes, 2 de octubre de 2015

Su milagro de amor

En 1973 se planteó rodar una nueva versión de 'Su milagro de amor' (The enchanted cottage, 1945), de John Cromwell. Se les ofreció a los actores que interpretaban a la pareja protagonista, Robert Young y Dorothy Maguire, que participaran, aunque ya dada la diferencia de edad, interpretando a los otros dos personajes fundamentales, que en aquella versión encarnaban Herbert Marshall, como el pianista ciego, y Mildred Natwick, como la dueña del 'cottage'. Young invitó a Maguire a revisar la película en su casa, y al finalizar la actriz decidió no intervenir en una nueva versión porque le parecía que era una obra que pertenecía a otro periodo de tiempo. Tenía razón, y aún más, es una de esas obras que parecen pertenecer a otra dimensión temporal, como otros dramas con componente fantástico de aquella década, caso de la también sublime 'Jenny' (1948), de William Dieterle. Sientes que estás en otro espacio, otro universo en el que se siente diferente. Quizá sea el que emana de unas notas de piano, esa música que interpreta como un relato que se escancia como versos, un pianista ciego, el que interpreta, pero sobre todo, al que dota de presencia, Herbert Marshall, porque tanto como la música que interpreta en el inicio, como páginas que se abren de un libro por primera vez, la narración se verá empapada por la singular presencia de una actor del que parecía emanar aquella calificación de 'percepción aguda' con la que caracterizaba el personaje de Dennis Hopper a su primogénito, el chico de la moto, en 'Rumble fish' (1983), de Francis Coppola.
Esa presencia, herida, digna en su aristocracia del espíritu, que asume con elegancia la derrota frente a las emociones básicas, en el prólogo de 'Duelo al sol' (1946), de King Vidor, que empapaba con una luz contrastada el desbocamiento de emociones primitivas que definían las diversas relaciones del posterior relato. O la presencia que se desplegaba como comentario en voz baja durante todo el relato, en el cuerpo en derrota y mirada cansada del doctor, inclinado a la fuga en la embriaguez, que aportaba lucidez herida, sombras de los naufragios de la vida, a la pirata que encarnaba Jean Peters en 'La mujer pirata' (1950), de Jacques Tourneur. La narración de 'Su milagro de amor' se despliega entre su música y su presencia, y la casa de campo (el cottage), que parece aislada de cualquier otro espacio como un Brigadoon en forma de edificación solitaria (pero no transpira soledad, aislamiento, sino plenitud, como un espacio que 'es'), es su materialización espacial. Es un espacio detenido en el tiempo, como el calendario de su dueña, la sra Minnet, detenido en la fecha en la que murió su esposo, décadas atrás, durante la segunda guerra mundial. Es un espacio de tiempos posibles, de tiempos que germinan como, en el vidrio de una ventana, las firmas de todas las parejas que disfrutaron de su luna de miel en ese espacio que parece hacer materia el sueño de que el sentimiento no sólo disfrute de una ilusión de eternidad sino de realidad de eternidad, de permanencia. El tiempo perdura, y los cuerpos no se deterioran, y los sentimientos no se agotan ni encogen. Lo pasajero y lo eterno se escancia en ese singular espacio.
Laura, como sirvienta, encuentra en ese espacio un refugio frente a un mundo que la rechaza por su poco agraciado aspecto (la actriz optó, atinadamente, por no recurrir a prótesis que deformaran su aspecto, simplemente se mostró sin maquillaje, con desaliño y un peinado nada lustroso). La señora Minnet le pregunta con expresión dolorida porque ha aceptado otro trabajo complementario en una taberna, consciente de lo que sufrirá pronto Laura, cuando encuentre en las miradas de los hombres rechazo, negación o colisión de los ojos que no encuentran en el primer plano lo que creía haber entrevisto en plano general entre la multitud. Entre los clientes de la casa de campo, un hombre de gesto pletórico, que rezuma vigoroso dominio de la vida, alegría de su circunstancia, prometido con una mujer, pero la guerra, de nuevo, se convierte en fractura y herida, su avión es derribado, y también las alas de su ilusión, y retorna con un rostro desfigurado, surcado por una cicatriz que deforma una de sus cuencas oculares, y un brazo impedido. Y todas las historias son una variación de una pretérita, y la historia de la señora Minnet encuentra su correspondencia con la que vivirán Laura y Oliver, quienes encuentran el uno en el otro, refugio y reconocimiento.
Se gesta entre ambos una luz que se torna música y poesía, y la realidad se transfigura como solo ocurre cuando se da esa circunstancia emocional de ilusión, cuando sientes esa conexión excepcional con otro, y la relación con la realidad se torna conciliación. Y el tiempo de nuevo se pone en movimiento en el interior de esa casa, que ya no espacio de tránsito sino hogar, y la señora Minnet cambia la fecha en la que estaba detenido el calendario cuando murió su amado, y pone la fecha del enlace entre Laura y Oliver. Este es el relato contado por un músico ciego. Los amantes no verán en el otro fealdad ni desfiguración ni deformidad, ni siquiera desaliño. Verán lo que ellos sienten como un milagro, porque los demás siguen viendo cuál es su apariencia, pero ellos se ven a sí mismo como se sienten, como emanaciones de una luz sublime, como si la realidad fuera un resplandor. La realidad transfigurada en la mirada que ama con la música de un poeta ciego pero que siente como nadie con sus otros sentidos, incluidos los que no tienen nombre. Y la bellísima música de Roy Webb

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