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domingo, 11 de octubre de 2015
Victoria
En un momento dado estás evocando la vida que pudieras haber tenido si te hubieran reconocido talento como pianista, y en otro, una hora después, comienzas a asimilar cómo tu vida, de modo imprevisto, casi se revienta en pedazos después de entrever una posible dirección que quizá te rescatara de tu vida en suspenso, entre la inmovilidad y el sentimiento de exilio. La vida es un continuo que no toma pausa para las rupturas. Continúas en movimiento aunque tu mirada aún no enfoque, aturdida, quizá enturbiada por la sangre, desde luego arrasada por la desolación. La vida siempre sigue, pero solo para los vivos, solo para los que sobreviven. 'Victoria' (2015), de Sebastian Schipper está narrada en un solo plano secuencia que dura dos y cuarenta minutos. Pero más allá del alarde (para el que realizaron tres intentos después de dos meses de ensayos), lo realmente destacable es el giro radical que se produce ya avanzada la narración, que trastoca la dirección que parecía seguir, una dirección en un escenario corriente, ese en el que una chica, Victoria (Laia Costa), baila en una discoteca y conoce a unos chicos que se llaman Sonne (Sol), Blink (Parpadeo), Fuss (Lío) y Boxer (Boxeador), y toma unas últimas cervezas en una azotea antes de abrir la cafetería en la que trabaja, y flirtea con uno de ellos. Todo parece corriente, esas derivas casi sin trama, o trama intercambiable con otras miles que ocurren cada noche en miles de ciudades, con solo la peculiaridad de breves tránsitos en los que la música (fabulosa, de Nick Frahm) se superpone sobre las voces, como si asomara por un instante el interior de las emociones. Y de repente irrumpe lo extraordinario, lo anómalo. Y todo se vuelve del revés.
No es un extraterrestre, como en la también estupenda 'Cloverfield' (2008), de Matt Reeves, también rodada con cámara móvil (aunque aquí no la lleva ningún personaje) pero la conmoción casi es parecida, cuando se ven involucrados con seres que parecen de otra dimensión, esos que los que viven vidas corrientes entre centros comerciales y discotecas piensan que sólo suceden en las películas, y por eso no imaginan que portaran pistolas, que su vida corra peligro, y que crucen ese umbral tras el que ya la vida nunca podrá ser la misma. El hecho de que la narración se suceda en continuidad, sin corte, imprime una tensión que progresivamente se va haciendo más urgente y desesperada porque no se ha separado de lo corriente sino que es su continuación, no ha habido cambio de coche en la atracción de feria, todo es parte del mismo movimiento, la realidad está constituida por esos accidentes y esos imprevistos volantazos, y ahora conoces a quien puede ser el amor de tu vida, y minutos después puedes perder la vida y ser perseguida por la policía.
Victoria (Laia Costa) es una chica madrileña que soñó con ser pianista, una chica cuyo sueño fue extirpado cuando le dijeron que sus años de exhaustiva dedicación, siete años al día, no tenían sentido. Fue arrancada de sus sueños. Y su vida fue interrumpida, y cambió de canal, y de país, y se marchó a Berlin, y reinició una nueva vida en un país en el que era una extraña, y una noche, entre tantos rostros intercambiables, que no se distinguen en un desenfoque, porque todos son uno, o quizás por su vida estaba desenfocada, y se singulariza su historia cuando sufre un requiebro inesperado que no es el que primero parece, el encuentro con alguien con quien quizás iniciar una historia sentimental que hacer duradera, sino una ruptura con todo lo que conocía hasta ahora que la deja con las entrañas conmocionadas, como el cuerpo que sale despedido con la onda expansiva de una explosión.
En sólo dos horas y cuarenta minutos tu vida ya no es para nada la misma. Parpadeas, pero no por la luz del sol que de repente asoma a tu vida, para iluminar las sombras mustias que la dominaban, sino porque la vida te golpea como un boxeador invisible, lo hizo cuando asimilaste que el movimiento que parecía continuo en tu vida con dirección a convertirte en pianista fue seccionado de cuajo, y lo hace cuando te enreda en una circunstancia en la que estás a punto de morir cuando por un instante no eres una camarera en la corriente de una vida anodina sino la conductora de un coche que realiza un atraco. En ocasiones, parece que la cola de la lagartija no se regenera. No sabes, de nuevo, cuál será tu dirección, si de nuevo será truncada, pero, de algún modo, con la mirada que no deja de parpadear, sigues. Quizá en el próximo recodo lo que se asome sí sea el sol.
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