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viernes, 16 de octubre de 2015
Mr Holmes
Hay un cine que resulta idóneo para los fetichistas de las negruras vitales, como la reciente 'El club' de Pablo Larrain, o las obras de Von Trier. Todo es tétrico, sombrío, sórdido, más vale que el ser humano se autodestruya ya. Hay otro cine idóneo para los fetichistas de la sonrisa bienaventurada con música de Viva la gente que intenta capturar eternamente Coyote, en el mundo no hay sombras ni agujeros negros, y si hay pueden serán barridas debajo de la alfombra, como la hoy estrenada 'Marte' de Ridley Scott. Hay también un cine idóneo para quienes sean proclives a la melancolía, como es mi caso. 'Mr Holmes' (2015), de Bill Condon es una buena muestra. Se siente la erosión del paso del tiempo, el deterioro, la finitud. Se siente el abismo de las vidas soñadas que no pudieron ser. Se palpa la sensación de fracaso, de falibilidad, de decepción por lo que no se logró hacer ni ser. Pero no se deleita en la desgracia ni en la impotencia ni en ningún fatalismo. Su quedo lirismo duele. Bajo su apariencia de vitrina en la que todo componente parece impecablemente engarzado en un impoluto conjunto se escucha leve, pero progresivamente, como se resquebraja el cristal. Y la compostura formal que define la obra se tambalea por un instante, y la narrativa se quiebra, e incluso algunos planos, cuando se alcanza el núcleo, la raíz de una desolación, de una sensación de fracaso, el motivo de la demolición de toda una vida, el por qué Sherlock Holmes decidió retirarse de la investigación especulativa y deductiva para dedicarse durante treinta y cinco años al cuidado de panales de abejas en una casa retirada del mundanal ruido.
'Mr Holmes' es una variación de la ecuación de la gran obra de Bill Condon, 'Dioses y monstruos' (1998). Tres personajes, un hombre de avanzada edad, allí, un cineasta, aquí un ya nonagenario Holmes, en ambos casos interpretados por el extraordinario Ian McKellen, una ama de llaves que se encarga de su atención y cuidado, allí encarnada por Lynn Redgrave, aquí por Laura Linney, y un niño grande allí, el jardinero que contrata, objeto de su deseo, encarnado por Brendan Fletcher, y aquí literalmente un niño, todo un hallazgo expresivo, Roger (Milo Parker). La relación del anciano y el niño determinará una conmoción y cierta transformación en el personaje de avanzada edad. De nuevo, el pasado asoma, como brotes que no se dominan, como una marea que supera el embalse que contenía las aguas, en apariencia adormecidas, allí el amor de juventud, en periodo de guerra, aquí esa fisura en su vida, ese último caso que le enfrentó a una evidencia: por muy brillante que sea la capacidad deductiva e intelectual, si no se considera la faceta empática, se pone una red ilusoria a la vida, se ignoran las caídas. Considera y observa los hechos, pero no atiende las emociones, a no ser que sean útiles para la deducción. El éxito de una deducción puede acompañarse del desolador fracaso de no advertir las necesidades emocionales de alguien. A veces, la verdad puede empujar al abismo. A veces, un abrazo es suficiente para evitar la negrura en la que unas vidas desconcertadas están tentadas de precipitarse. La mirada no advirtió esas sombras, sólo una cartografía en una partida de ajedrez, como miraba la vida, no como un pálpito de deseos y heridas, de decepciones y anhelos.
La vida es una colmena de abejas que no está exenta de la agresión de los aguijones de las avispas (que pueden matar 60 abejas en un minuto). El daño no visible a veces de la vida (como las avispas no dejan el aguijón en el cuerpo que pican). Somos criaturas vulnerables, no componentes en un circuito, piezas en un tablero o engranaje. Un niño pone en peligro su vida para defender las abejas de la agresión de las avispas. Un impulso, una reacción emocional: la empatía. Ese gesto que faltaba en la mente que mira desde la distancia, como una abeja atrapada en un ámbar, una abeja cuyo aguijón sí es visible. Pero la realidad no sólo está hecho de lo visible, de los hechos. También está constituida de corrientes silenciosas, de impulsos que brotan, o que quedan por siempre amordazados, postrados.
Y bellísima la banda sonora compuesta por Carter Burwell, casi equiparable a la que compuso para 'Dioses y monstruos'.
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