La obra teatral Historias de Filadelfia (Philadelphia story) fue expresamente escrita por Philip Barry pensando en Katharine Hepburn, quien aceptó interpretarla en los escenarios de Broadway, en 1939, optando por cobrar un porcentaje de los beneficios en vez de cobrar un salario. Su personaje. Tracy Lord, estaba inspirado en Helen Hope Montgomery Scott (1904-1995), de la clase alta de Philadelphia, conocida por sus juergas y fiestas, casada con un amigo de Barry. Coprotagonizaron la obra Joseph Cotten, como su exmarido, C.K Dexter, y Van Heflin y Shirley Booth como la pareja de periodistas, Macaulay Connor y Liz Embrie. Hepburn había sido declarada, en 1938, veneno para la taquilla por los exhibidores (Independent Theatre Owners of America), dado el escaso éxito de sus últimas películas, incluida La fiera de mi niña (1938), de Howard Hawks. La obra fue todo un éxito. Y Howard Hughes, que había comprado los derechos de la obra le dio a la actriz, como regalo, los derechos de la adaptación a la pantalla. Hepburn se los vendió a Louise B Meyer, patrón de la MGM, a cambio de que ella controlara la elección de guionista, director y otros interpretes. Eligió como director a George Cukor, con quien ya había trabajado en cuatro ocasiones, Doble sacrificio (1932), Mujercitas (1933), Sylvia Scarlet (1935) y Vivir para gozar (1938), y a Donald Ogden Stewart, amigo de Barry, como guionista adaptador. Para los dos papeles masculinos Meyer exigía que al menos fueran estrellas reconocidas. Hepburn quería a Clark Gable y Spencer Tracy, pero ambos tenían otros compromisos (aparte, hubiera sido difícil que Gable y Cukor colaboraran de nuevo, dado que fue decisiva la voluntad de Gable, cuya virilidad parecía sentirse perturbada por la homesexualidad de Cukor, para que despidieran a este de Lo que el viento se llevó, 1939, de Victor Fleming). Cary Grant aceptó si su salario era $137,000, el cual donó al British War Relief Society. James Stewart se sentiría incómodo en algunas escenas, como con algunos diálogos de la secuencia, compartida con Hepburn, de la piscina, o, especialmente, se sentiría nervioso con la escena en la que le recita un poema a Hepburn ( para transmitirle la necesaria seguridad Cukor recurrió a Noel Coward, de visita en el rodaje). Célebre es uno de los planos, que comparten Stewart y Grant (cuando el primero está borracho), en la que el imprevisto hipo de Stewart propicia la reacción sorprendida de Grant quien dice ¿excuse me?. Se percibe, por sus respectivas sonrisas, cómo contienen la risa. No se volvió a rodar otra toma de ese plano. Historias de Filadelfia fue el éxito de taquilla que esperaba Hepburn que reanimara su carrera.
En Historias de Filadelfia (1940) un velero es el símbolo del sentimiento de fluye. Pero Tracy (Katharine Hepburn) está aún cautiva de las máscaras de la imagen, tanto de la que crea ella misma como fortaleza que la haga inmune a la vulnerabilidad, como de la que los otros proyectan sobre ella, como idealización romántica o relación de conveniencia para el ascenso social. Su exmarido, Dexter, cuestiona que sea como una estatua que carece de la compasión necesaria con respecto a las fragilidades, o imperfecciones, de otros. Cuestionamiento en el que también incide su padre, Seth (John Halliday), quien le cuestiona su mojigatería y que su falta de apoyo afectivo fuera determinante para que, para sentir la ilusión que recuperaba la juventud, mantuviera una relación con una bailarina. Para otros, como el periodista Macaulay, o Kettridge (John Howard), su prometido, quien ascendió, en la escala social, de la pobreza, de un ambiente minero, a las elevaciones de una posición de poder empresarial, es una reina o diosa. Pero para el segundo es reflejo de sus propias aspiraciones de grandeza. El desconcierto en el que le sume a Tracy tantos cuestionamientos en una misma noche, la previa a su boda, determina que se embriague, y así posibilite que la ebriedad de los sentidos rasgue esos velos de la imagen inacesible, incluso para ella misma, pues la espontaneidad la tiene adormecida. Era una bella durmiente convertida en estatua por ella misma. Dejar las lanzas y las corazas, esto es, perder el control, posibilitará que el velero fluya en las aguas del sentimiento. Y la irreverencia del humor, aplicada sobre una misma, será parte fundamental en quien sabrá, por fin, verse como ser humano frágil y expuesto a los trances de la vida e imprevistos de las emociones que no pueden controlarse.
Las secuencias de introducción de Macaulay e Irene en el ambiente lujoso de los Lord son extraordinarias, cómo se relacionan con ese opulento decorado, y cómo reacciona Tracy, con la complicidad de su hermana pequeña, Dinah (Virgina Weidler), tras deducir (por el hecho de que sepa que Dexter había trabajado en la delegación en Argentina de la revista) que son periodistas; montarán una escenificación, actuarán de modo afectado, propiciando el desconcierto de Macaulay e Irene, quienes advertirán que, tras ese primer contacto, ella sabe más de ellos que a la inversa porque pareciera, durante su conversación, que ella era la entrevistadora. La comedia dispondrá de sus sombras, que bordean el drama, cuando los cuestionamientos de Dexter y su padre afecten a Tracy. La conjunción de borracheras de Tracy y Macaulay ejerce de fisura para ambos, ya que pondrá en cuestión los cimientos de sus presunciones o máscaras protectoras (en la secuencia previa que comparten en la biblioteca, ambos reconocen que usan la imagen de fortaleza como protección: uno y otra se reconocen): Macaulay, acusado previamente por ella de esnob, comprenderá que su visión sobre ella, y su clase, partía de prejuicios (como él afirmará, alguien de clase baja puede ser mezquino y alguien de clase alta no serlo) y Tracy asumirá al día siguiente, cuando unos y otras, de Dexter a su hermana pequeña, consigan que recuerde esa noche pasada en la que ella misma no sabe lo que hizo o no con Macaulay. Para ella será decisivo que Kettridge presuponga, por las apariencias, que ambos hicieron el amor, y ella aceptará, sin dramatizaciones, que en cierto momento puede no controlar sus deseos o emociones, esto es, que es también frágil e imprevisible. Las relaciones sentimentales no se sostienen sobre máscaras o conveniencias ni sobre juicios inflexibles (como si hubiera que ajustarse a un modelo o ideal de conducta).
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