Eres
la posición que detentas. Cuanto más dinero posees, se acrecienta
la sensación de dominio sobre la vida, porque dispones de más poder
(si afrontas que debes asumir que cualquier medio es válido y que
los demás se convertirán en piezas útiles o prescindibles para tu
ascensión a la cumbre). Es con lo que se confrontará Ethel (Joan
Crawford), en esta feroz radiografía o disección de los sórdidos
engranajes tras los rótulos del sueño americano (o los mecanismos
del depredador capitalismo), en Los
condenados no lloran
(Damned don't cry, 1950), de Vincent Sherman, un incisivo recorrido
sobre las diversas posiciones en la escala de poder económico, que
se condensa en el trayecto de relaciones de Ethel en su ascensión a
las poltronas de los poderosos (del señor del castillo): Roy
(Richard Egan), el obrero, Martin (Kent Smith), el contable, y
Castleman (David Brian), el empresario (castleman: hombre del
castillo), o reformulación de los pretéritos gangsters en un nuevo
híbrido que fusiona la legalidad y la delincuencia ya en un mismo
tipo ( y así desde entonces), alguien consciente de que los
instrumentos para imponerse no deben ser las armas, como aún pone en
práctica el aspirante a su trono, Nick (Steve Cochran), sino las
retorcidas pero hábiles maniobras de un buen contable (aunque no
deja de ser una máscara; tampoco dudará en utilizar las maniobras
violentas directas cuando resulta necesario).
Pero
antes de desvelar este trayecto se planteará el relato en forma de
incognita, a través de un cautivador inicio (formidable el guion de
Harold Medford y Jerome Weidman, que adaptan el relato de Gertrude
Walker, inspirado en la relación entre Bugsy Siegel y Virgina HIll):
Dos figuras a las que no vemos el rostro lanzan un cadáver por un
terraplén en el desierto; la policía investiga en la mansión del
asesinado, aunque permanezca aún en incógnita su identidad para
nosotros, y en unas de sus películas caseras descubren a Loran
Hansen Forbes (Crawford), pero cuando investigan sobre esta supuesta
y popular rica heredera del negocio del petróleo descubren que nunca
ha declarado a Hacienda y que se desconoce su pasado. ¿Quién era
esta mujer que ha desaparecido? Solo parece existir en los dos
últimos años. Tras esa imagen de éxito se esconde el trayecto de
una ascensión, el de Ethel, una mujer que discutía con su marido,
Roy, por mirar cada centavo que gastaban. En cambio, ella prefería
alimentar las ilusiones de su hijo, comprándole una bicicleta, pese
a sus precariedades (por lo tanto, la vida como perspectiva
permanente de restricción y la necesidad de quebrar unos límites o
la necesidad de que la vida sea como uno quiere que sea). Pero no se
puede controlar ni dominar la vida, y la tragedía atropella a su
hijo montando su ilusión
en forma de bicicleta. Ethel se revuelve contra su condición, y
decide romper con esa vida que es más bien un sumidero de carencias,
de la que ella era cautiva porque tenía un hijo. Se es la posición
que se detenta, y en ese pueblo perdido, es (se siente) nada. Y
siente que su futuro será como su presente.
Resulta
dificil vivir allí, pero lo es más poder salir, escapar. Ethel lo
hace. Y juega bien sus cartas, con decisión, y habilidad.
Haciendo
buen uso no sólo del encanto de su apariencia (cómo se fijan en sus
piernas cuando trabaja de dependienta; el siguiente paso es ser
modelo y acompañante), sino de su hábil inteligencia. Todo es un
intercambio (de intereses), y se debe saber jugar bien las bazas.
Sabe cómo impulsar la carrera del contable, Martin, introduciéndole
en el negocio de ese señor del castillo que es Castleman. En su
momento, la obtusa ceguera de algunos, en la prensa neoyorkina,
calificó al personaje de Ethel como alguien que complica la vida a
quienes le rodean. Seguramente no se hubiera dicho tal necedad si
hubiera sido hombre. Ethel ansía alcanzar la embriaguez del poder en
las alturas, como tantos otros (sean hombres o mujeres); se deja
llevar. Como bien le apuntará Martin, que también se dejó envolver
por los cantos de sirena, le gusta sentirse una invitada
en ese escenario de privilegios (donde le pagan un año de viajes por
Europa para
cultivarse),
sin ser consciente del todo de que se está convirtiendo en una
cómplice, y en alguien, aunque le duela asumirlo, que no ha dejado
ser ni dejará de ser un instrumento, una pieza en el escenario de
quien rige, regula y mueve los hilos, Castleman. Dejará de ser la
invitada o acompañante del sueño. El señor del castillo no es un
príncipe de ensueño sino un señor de la guerra y no dudará en
requerir sus servicios para ensuciarse
en el campo de batalla como instrumento de seducción de su principal
rival, Nick, para conseguir la necesaria información estratégica. Y
no hay vuelta atrás cuando se cruzan ciertos umbrales, y se tiene
que enfrentar al hecho de que sus manos tienen que mancharse de
sangre aunque pretenda negarlo o rehuirlo. Es lo que ocurrirá cuando
quiera salirse del escenario o tablero, cuando quiera volver al
inicio, como si fuera posible reescribir su vida. Aunque seguramente,
pese a la lección aprendida, querrá volver a escapar de ese
sumidero de carencias en lo más bajo de la escala del poder
económico o dominio de la vida.
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