El refinamiento estético de My fair lady (1964), de George Cukor, no tiene parangón, desde el vestuario de Cecil Beaton a la dirección de fotografía de Harry Stradling pasando por la dirección artística de Gene Allen y Beaton. En My fair lady se adapta la obra teatral musical de Michael Jay Lerner y Frederick Lowe, inspirada en la obra literaria de George Bernard Shaw, Pygmalion (publicada en 1913), que había sido adaptada al cine en 1938, dirigida por Anthony Asquith y Leslie Howard (que encarnaba al protagonista). La adaptación musical teatral se estrenó en 1956 en Broadway, protagonizada por Harrison y Julie Andrews, y se convirtió en un éxito. Ambos, después de dejarla, respectivamente, en noviembre de 1957 y febrero de 1958, la retomarían en los escenarios londinenses en abril de 1958, y prolongarían su éxito durante cinco años y medio. Audrey Hepburn reemplazaría a Julie Andrews en la adaptación cinematográfica. Para desdicha de Audrey su voz sería doblada por Marcie Nixon (quien parece emular a Julie Andrews), cuya voz contrasta en exceso con la naturalidad de los otros actores que no son cantantes propiamente dicho. Habiendo visto escenas cantadas por Audrey resultan mucho más vitales y genuinas que los gorgoritos de opereta de quien la dobla que son a la postre mucho más forzados aunque seas técnicamente más brillantes. Por otra parte, irónicamente( ya que el productor, Jack Warner, quien se involucró de modo directo en la producción, tal entusiasmo le suponía este proyecto, desconfiaba de las cualidades dramáticas de Andrews), Julie Andrews adquiría notoriedad ese mismo año con su primera interpretación protagonista, en Mary Poppins (1964), de Robert Stevenson, y sería reconocida por la propia industria con un oscar a la mejor protagonista.
Y, por supuesto, ante todo, el juego de representaciones tanto de la identidad de géneros como de las proyecciones sentimentales que se dirimen en el pulso entre Higgins, esquivo misógino que desearía que la mujer fuera como es un hombre (y en cuya visión de las relaciones no anda tan lejano del padre de Eliza), y una Eliza que se rebela ante su condición de imagen rasgando los velos de la pantalla de las presunciones al poner sobre el tapete de los juegos escénicos la autenticidad del sentimiento, el cuál quiebra las nociones de identidad, las oposiciones de las representaciones, para establecer una relación equiparada en la que el otro no supone algo sino que es aquel que se necesita para sentir que habita una realidad, no una representación. Que Higgins en el último plano le diga que le traiga las zapatillas no implica que espera que se subordine a él, sino una manera de decir, a su esquivo modo, que ha asumido la lección, o metafórico lanzamiento de zapatilla, que ella le ha dado, y que tanto admira su independiente voluntad como necesita de ella.
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