En los planos iniciales de El extraño dentro de la mujer ( Onna no naka ni iru tanin, 1966), de Mikio Naruse, adaptación de The thin line, de Edward Atiyah, que poco después sería adaptada en Al anochecer (1971), de Claude Chabrol, hay algo en la forma de desplazarse por la calle, de mirar alrededor, de Isao (Keiju Kobayashi), que transmiten la sensación de que algo no va bien. Pareciera que anduviera con el paso cambiado, vacilante, como si la realidad ya no fuera la misma. Cuando enciende su cigarro, pareciera que se estuviera ocultando. Sus gestos transmiten la sensación de que se ha dejado a si mismo atrás. Cuando se encuentra con su amigo Ryukichi (Tatsuya Mihashi) se hace palpable que no sólo es su rostro el que mira. Poco después Ryukichi recibe la noticia de que su esposa, Yumiko (Mitsuko Kusabue), ha sido asesinada. Y una mirada vaciada, la del cadáver, y una mirada extraviada, elusiva, la de Isao, empiezan a perfilarse como notas de un mismo acto. En su hogar, con su esposa y dos hijos, Isao mantiene la compostura, como una estatua que sigue reproduciendo los mismos gestos imperceptibles ya que siempre son los mismos. Pero la pantalla de su rostro tiembla, durante el funeral, cuando escucha que está presente una vecina de la fallecida, que ha podido quizá ser una testigo.
La narración, hasta ese momento ha estado orquestada sobre leves temblores, que comienzan a ser más manifiestos, como el sobresalto de la testigo cuando en la calle cree ver en un transeúnte a Isao. Como siente Isao cuando el presente ya se convierte en un recordatorio de un pasado del que no puede fugarse. El pasado irrumpe en la narración como breves estallidos que remarcan que la fisura que se estaba gestando como temblor es irreparable e incontenible. Porque la culpabilidad atormenta a Isao como una llaga interior que no deja de crecer. La piedra se resquebraja e Isao se precipita en un desmoronamiento que busca un alivio que no puede ser nunca satisfecho. Lo comparte con su esposa, Masako (Michiyo Aratama), cuya reacción no es otra que la de afirmar con más rotundidad la pantalla sobre la que se ocultan, como sus risas en una atracción de un parque de atracciones. Las fisuras se tapian, se parchean, aunque implique la constatación de que su marido se había quedado prendado de otra mujer, apresado por una nube de mero pero incontenible deseo, como si una vida estrangulada hubiera acabado, como perversa rima, derivando con el estrangulamiento de ella en un juego sexual que se había convertido en excitante ritual en sus encuentros. La muerte, a veces, se produce por el enmarañamiento accidental de unos impulsos.
Es como si esa pantalla de vida sufriera una infección y el deseo se convirtiera en la compuerta de escape, como también refleja la historia paralela de otro compañero en su lugar de trabajo. Pero frustrada, queda la culpa, como si la explosión se hubiera convertido en implosión. Isao también necesita compartirlo con el marido, su mejor amigo, necesita recibir sus bofetadas y desprecio, quien, por otra parte, intuía que podía ser su amigo el amante y asesino pero prefería abocarlo a los márgenes de sus pensamientos porque afrontarlo supondría la demolición de los frágiles cimientos sobre los que se sostiene su vida como inercia. Pero tampoco es suficiente esa confesión para Isao. Necesita también confesarlo a la policía. Porque Isao se quedó dentro de una mujer, de un cadáver, que le convirtió en un extraño que no puede habitar, aunque para su esposa no fue él quien realizó el asesinato sino el extraño dentro de esa mujer. Y entran en colisión dos prioridades, la que siente él de exponer su culpa, su error, como única forma de alivio, como si extendiera su tendencia masoquista a la exposición de su vergüenza, y la de su esposa con el fundamento de la imagen familiar como bastión y orden de vida. Si se expone, arrastra a su familia. Y la mujer, Masako, tiene claro cuáles son sus prioridades. Por eso, la muerte, a veces, no es una cuestión de justicia, ni siquiera poética, sino de conveniencias.
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