Cuando le preguntaban a Jacques Tourneur sobre sus películas predilectas dentro del género de terror, solía citar en primer lugar Los intrusos (The uninvited, 1944), de Lewis Allen, la primera producción hollywoodiense que planteó un relato de fantasmas, o de casa encantada, sin el filtro distanciador o la perspectiva del tratamiento humorístico, aunque el humor no deje de estar presente, en especial en el talante irónico, y en principio escéptico, de Roderick (Ray Milland), quien junto a su hermana, Pamela (Ruth Hussey) compran una casa junto a un acantilado en Irlanda. Si por un lado se puede contemplar el desarrollo de la narración como la evolución de la sonrisa escéptica a la gravedad de una desestabilizadora revelación ( hay abismos no entrevistos; como en paralelo se da la confrontación con los agrestes acantilados del sentimiento amoroso y el vértigo de la caída, de la atracción del vacío) también, por otro lado, como una singular progresión del lamento a la risa (liberadora). Martin Scorsese la situaba en cuarto lugar dentro de sus preferencias en el género. Una lista que encabezaba precisamente La casa encantada (The haunting, 1963), de Robert Wise, y en la que estaban incluidas otras obras de esa variante del género terrorífico, Suspense (1961), de Jack Clayton, El resplandor (1983), de Stanley Kubrick o Al final de la escalera (1979), de Peter Medak.
Quizá la obra de Allen no posea la densidad y complejidad dramática de las obras de Wise y Clayton, pero se puede entender por qué resultó una obra tan sugerente para Jacques Tourneur (de hecho, visualmente parece empaparse de los tenebristas trabajos lumínicos de Nicholas Musuraca con Tourneur). Por un lado, es una obra pletórica de sombras, en la que la negrura, la oscuridad, adquieren tal cuerpo, tal espesor, que se convierte en un personaje más, en un sumidero que puede ser habitado por lo inconcebible. Como esos lamentos que escuchan los hermanos, que viene de todas partes y de ninguna, la oscuridad parece haberse extendido, propagado, sedimentado en la casa. Una oscuridad que las velas hienden tímidamente con su luz, como si la negrura fuera una tela de araña. El trabajo de Charles B Lang es extraordinario, tanto en interiores como en fascinantes exteriores (de Estudio), caso el acantilado. Por otro, es una narración tramada sobre la sugerencia, sobre el fuera de campo, sobre lo no visible, que va dosificando con habilidad los aspectos sobrenaturales, las insinuaciones, las incógnitas y las revelaciones, y en donde la inclusión del humor, particularmente en su primer tramo, no deja de estar relacionada con esa misma distancia o indefinición con la que vive Roderick su vida, como si deslizara entre superficies, sin percatarse de que hay sombras y recovecos alrededor. La narración deriva en un último tramo en el que irrumpe la vibración siniestra del melodrama, ciertas corrientes envenenadas, otro tipo de sombras más escurridizas, como si se abriera un sótano con un aire largamente estancado que invade la narración, al manifestarse las turbias emociones enquistadas desde el pasado, veinte años atrás, con la entrada en escena de un nuevo personaje que introduce perspectivas que establecen vínculos con Rebeca (1941) de Alfred Hitchcock, cineasta al que Charles Brackett propuso, en principio, que fuera el dircector, pero no pudo aceptar por estar comprometido con otro proyecto.
Al mismo tiempo,se hila con delicadeza la atracción entre un peculiar héroe, con atributos de bufón, Roderick, y aquella sobre la que parece pender la amenaza de lo sobrenatural, Sheila (Gail Russell), la nieta del dueño de la casa, el rígido Beech (Donald Crisp). Una amenaza cuya razón permanece neblinosa hasta los últimos pasajes de la narración, aunque esté relacionada con la enmarañada relación de su madre (que se suicidó en el acantilado) con su padre y la amante, española, de éste. Los intrusos, adaptación de Uneasy freehold, una novela de Dorothy Macardle, publicada en 1942, convertida en guion por Dodie Smith, con aportaciones de Frank Partos y reescrituras del mismo Brackett, se revela como una muy sugerente sinfonía tenebrista, hilvanada con componentes que se han ido instituyendo como patrones: Animales, sean perros o gatos, que se muestran remisos a subir al segundo piso, o que directamente huyen de la casa, habitaciones recorridas por corrientes frías, escaleras sinuosas que parecen cortarse en las sombras, flores que se marchitan súbitamente, lamentos de mujer que se escuchan en plena noche hasta la llegada del amanecer, sesiones de espiritismo en donde lo imprevisto contraría los intentos de manipulación, visitas a sanatorios psiquiátricos, semblantes en trance que no saben cómo han llegado hasta el acantilado con disposición a lanzarse o que hablan en lengua española y neblinas difusas, en las que se perfilan vagamente los rasgos de un rostro, como si fueran la huella de unas emociones que han permanecido enquistadas con su ponzoña durante décadas, y a las que la risa parece desalojar cuando se revela lo que la conveniencia y los mezquinos orgullos (de clase) quisieron ocultar.
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