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miércoles, 31 de mayo de 2023

Anillos en sus dedos

 

Anillos en sus dedos (Rings on her fingers, 1942), de Rouben Mamoulian, es otro ejemplo, en este caso en la comedia, de esas obras no carentes de atractivos que permanecen arrumbadas en el olvido. Como podría ser también el caso de la estupenda El amor llama dos veces (1943), de George Stevens. Quizá porque, en esa extendida inercia a etiquetar o encasillar, no se les tiene asociados a sus directores con este género (de hecho, un crítico norteamericano señaló que Anillos en sus dedos era la obra en la que menos se apreciaba las señas de identidad de estilo de Mamoulian). De todas maneras, alguien que centró su obra en la comedia, en esos años, como Preston Sturges, tardó varias décadas en ver reconocido su excepcional talento. De hecho, cuando se menciona a Anillos en sus dedos, de oidas, se alude a Preston Sturges y su esplendida Las tres noches de Eva (1941), porque coincide en algunos aspectos de su trama, y por la presencia, en la condición de estafado, de Henry Fonda, de nuevo excelente, como lo está Gene Tierney a la que no se le asocia con este género, y menos siendo agente activo tanto de la trama como de situaciones de comedia (como sí eran consideradas, por ejemplo, Carole Lombard, Claudette Colbert, Irene Dunne, Jean Arthur o Katharne Hepburn), ya que sería raro verla en papeles extrovertidos, y sí más bien habitualmente en personajes caracterizados por la contención expresiva. Es interesante, además, porque Anillos en sus dedos es un ejemplo de los procesos de mutación del género, como lo eran otras obras de esos años, también un tanto olvidadas, y muy sugerentes, Ella y su secretario (1943) y No hay tiempo para amar (1944), ambas de Mitchell Leisen, como reflejo de las alteraciones sociales en las atribuciones de los roles femeninos y masculinos. Recordemos que durante la segunda guerra mundial, la mujer adquirió más presencia en el mundo laboral por la ausencia de los hombres llamados a filas; entre las secuelas de la presencia de la mujer como figura competitiva en el mundo laboral destacaba ese figura a replantear como es la femme fatale dentro del film noir, un vago término que restringe la visión de unas mujeres que, sencillamente, se equiparaban en acciones con la de los hombres en la competición por los parabienes materiales.

Las mujeres ya no eran, como se refleja en las primeras secuencias de Anillo en sus dedos, las que aspiraban a casarse con un millonario, en las comedias de los 30, no sólo porque era a lo que debía aspirar sino porque parecía la solución para salir de la precariedad material (de su carencia de privilegios, o de posibilidades laborales). Susan (Gene Tierney) es una dependienta en una tienda de ropa, y sueña con ser, algún día, alguien al otro lado del mostrador (y no convertirse en amargadas dependientas como sus compañeras o superioras, en algunas de las cuales se ver reflejada dentro de diez o treinta años). La oportunidad, aunque por senderos desviados (o atajos), surge cuando dos clientes, Maybelle (Spring Bynton) y Warren (Laird Cregar) le proponen ser su atractivo cebo para estafar a millonarios. Y su primera víctima será John (Henry Fonda), un aparente millonario que conocen en la playa, y que quiere comprar un velero; excelente el momento en que habla por teléfono describiendo las cualidades de un velero, mientras en primer término vemos el cuerpo en bañador de Susan; en cierto momento, confunde la palabra ancla (anchor) con pierna (ankle). Lograrán hacerle creer que Warren, bajo otra identidad, es el dueño de un yate que John cree comprar por quince mil dolares. En estas secuencias se establece, de modo manifiesto, el vínculo citado con Las tres noches de Eva, aunque el relato surcará otras aguas distintas, tras el momento en que se produce el reencuentro en la mansión de otro millonario al que quieren estafar. Aparte de ambos declararse su amor (hermoso detalle: sentados en un carruaje aparcado en la noche), se revela que John no es millonario sino un contable (que trabaja para un millonario, el que quieren ahora embaucar) que ahorró durante once años esos quince mil dolares que le estafaron, y ahora está sumido en la pobreza (aunque con lo poco que tiene ha contratado a un detective para encontrar a Warren, quien cree que es el único que le estafó). Susan decide abandonar a sus compinches, y se promete con Warren.

Ya en el viaje en tren, mientras Warren se debate con los cálculos de los gastos domésticos, surge la piedra angular del conflicto (signo de los tiempos): Warren se resiste a que ella aporte dinero alguno, porque es él quien tiene que proveer al hogar y mantenerla (agudo detalle el del revisor escuchando sus protestas, preguntándole al final por qué no quiere aceptar el dinero de ella). La trama, a partir de entonces, en los excelentes pasajes de la última media hora, gira sobre cómo Susan podrá conseguir que él recupere esos 15,000 dólares, sin que sepa que le estafó (y consiguiendo así, por añadidura, que crea que es un dinero que él ha conseguido), así como sus esforzados intentos para eludir la amenaza de las indagaciones del detective y de la posible reaparición de sus compinches. En este tramo abundan las brillantes secuencias, moduladas con un brillante sentido del ritmo y la progresión de la tensión: Aquella, en el casino, en el que Warren ignora que el dinero que gana en las tragaperras y, sobre todo, en la ruleta, no es fruto de sus cálculos de estadísticas, como él está convencido, sino porque Susan le ha pedido el favor al dueño del casino (resultan admirables los gestos de Henry Fonda dejándose llevar por el júbilo, y conteniéndose después apocado; o en la excepcional secuencia posterior cuando, embriagado, se va desprendiendo de la ropa antes de meterse en la cama: qué prodigioso dominio interpretativo del cuerpo). Otro espléndido momento es aquel en el que Susan, aprovechando que el detective, que ha venido a notificar sus descubrimientos, se ha quedado dormido (emitiendo ininteligibles ruidos), le canturrea para que siga dormido mientras hace las maletas, y en varias ocasiones, intenta evitar que la puerta se cierre para que no le despierte el ruido (y en la que Gene Tierney demuestra que también era buena actriz de comedia física). Y ya por último una vibrante secuencia en la estación de tren en el que confluyen todos los personajes en conflicto, el detective, el millonario y los compinches, con Susan intentando que Warren no sepa de su presencia mientras intenta esquivar a unos u otros. El final puede que sea un tanto precipitado pero no desluce a una comedia que aunque no se la pueda integrar en una antología del género ( de nuevo, ni falta que hace), es una obra estimulante, de afinada progresión, con puntuales excelente secuencias, y, por añadidura, un corrosivo reflejo de la mutación de los roles de los géneros en la sociedad estadounidense. O el paso de la mujer dependiente a independiente.

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