Zodiac (2007), de David Fincher, es una magistral ceremonia tenebrosa en la que se amplía lo ya planteado en la excepcional Seven (1995), el reflejo de un mundo inestable, caótico. En la secuencia final de Seven, el detective Somerset (Morgan Freeman), ante la pregunta de dónde estará, contesta estaré por ahí, mientras su mirada se dirige hacia el fuera de campo, como si lo que queda más allá del encuadre fuera una bestia al acecho, agazapada. En Zodiac, la mirada del periodista (no deja de ser irónico que su labor sea la de diseñar viñetas), Graysmith (Jake Gyllenhal), intenta dotar de rostro y razón, de encuadre, a la huidiza figura que asesina, aparentemente de modo aleatorio, encapuchada, en sombras, o en fuera de campo, pues es lo que es, ese incierto fuera de campo que nos enfrenta a nuestra permanente vulnerabilidad. Pero ¿Cómo se perfila el caos? ¿Cuáles son sus rasgos?. Nunca podrá ser domeñado, encuadrado, perfilado, porque además es generado por el campo de nuestra sociedad, de la propia condición humana, la violencia sin razón que le ha definido desde el principio de los tiempos. Y por mucho que te enfrentes a ese posible rostro individual cuando, por fin, lo enfoques, y por tanto, identifiques, seguirá siendo un fuera de campo que no podrá ser nunca controlado. Es la fisura permanente. La película de la vida no se puede revelar del todo. El mismo rostro de Graysmith , o su marida obsesionada con perfilar el rostro, o la identidad, del asesino del zodiaco, su presencia, no será el centro del sinuoso relato hasta que sea sobrepasado el ecuador narrativo. Lo que adquiere más peso dramático que la propia incógnita, el quién será, es la tensión de la misma interrogante, corporeizada en la obsesión de Graysmith, que alcanza el grado exacerbado de una urgencia vital por encontrar una respuesta y un sentido (¿Cuál es el código para descifrar, enfocar, la difusa película de la vida?), la consecución de poder enfrentarse cara a cara a lo que no puede dotar de rostro en la viñeta de su mente (como si faltaran trazos que le hicieran sentir que su vida aún es incompleta; una falta que desestabiliza la ficción de la vida: es la fisura de lo real).
La narración comienza con un plano general y termina con un primer plano: La narración está trazada sobre aproximaciones y distanciamientos: miradas que buscan denodadamente una visión de conjunto, y que se ofuscan por enfocar demasiado, de modo obsesivo. El citado plano introductorio también remite a los que Clint Eastwood utilizaba en varios comienzos de sus thrillers, y más en concreto a Harry, el sucio, 1971, la brillante obra de Don Siegel que protagonizó, y cuyo asesino en serie, Scorpio, estaba inspirado en Zodiac; en un momento dado los protagonistas acuden a su proyección. El segundo plano de la narración (también una secuencia de aproximaciones; como los citados planos nocturnos de seguimiento al coche) es un travelling sobre fachadas de edificios (la máscara o superficie inaccesible para el conocimiento), de la que saldrá un hombre para reunirse con una mujer en un coche (él será herido y ella asesinada por Zodiac). En los últimos pasajes de la narración se perfila difusamente que asesino y víctima femenina quizá se conocieran; un fleco suelto que queda vibrando en el aire como un cable eléctrico cortado (¿Cómo distinguir en el difuso conjunto la pieza clave que establece la conexión del discernimiento cual hilo de Ariadna?). Zodiac finaliza con un primer plano del rostro de ese hombre herido que desapareció, ya que se marchó del país hasta su vuelta veinte años después, el único que podía dotar de rostro al asesino, a la incógnita. El rostro que señala es aquel del que sospechaba el detective de policía Tocchi (Mark Ruffalo), aquel semblante que contemplará Graysmith, al fin cara a cara, para poder comprobar si era el asesino, si era el rostro, cotidiano, trivial, de un horror, el del escurridizo fuera de campo que respiraba amenazante con su elusivo silencio al otro lado del teléfono y, metafóricamente, de una sociedad: el horror de lo posible y lo inconcebible. Pero las pruebas nunca fueron determinantes, sino contradictorias. Por eso, la incógnita aún permanece, la mirada suspendida sobre el trazo inconcluso de una interrogante (el rostro del posible asesino) y sobre la herida abierta de una evidencia (el rostro de la víctima): las tramas de la vida están perfiladas por imprevistas fisuras indiscernibles con las que es necesario convivir.
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