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miércoles, 26 de abril de 2023

Zodiac

 

Zodiac (2007), de David Fincher, es una magistral ceremonia tenebrosa en la que se amplía lo ya planteado en la excepcional Seven (1995), el reflejo de un mundo inestable, caótico. En la secuencia final de Seven, el detective Somerset (Morgan Freeman), ante la pregunta de dónde estará, contesta estaré por ahí, mientras su mirada se dirige hacia el fuera de campo, como si lo que queda más allá del encuadre fuera una bestia al acecho, agazapada. En Zodiac, la mirada del periodista (no deja de ser irónico que su labor sea la de diseñar viñetas), Graysmith (Jake Gyllenhal), intenta dotar de rostro y razón, de encuadre, a la huidiza figura que asesina, aparentemente de modo aleatorio, encapuchada, en sombras, o en fuera de campo, pues es lo que es, ese incierto fuera de campo que nos enfrenta a nuestra permanente vulnerabilidad. Pero ¿Cómo se perfila el caos? ¿Cuáles son sus rasgos?. Nunca podrá ser domeñado, encuadrado, perfilado, porque además es generado por el campo de nuestra sociedad, de la propia condición humana, la violencia sin razón que le ha definido desde el principio de los tiempos. Y por mucho que te enfrentes a ese posible rostro individual cuando, por fin, lo enfoques, y por tanto, identifiques, seguirá siendo un fuera de campo que no podrá ser nunca controlado. Es la fisura permanente. La película de la vida no se puede revelar del todo. El mismo rostro de Graysmith , o su marida obsesionada con perfilar el rostro, o la identidad, del asesino del zodiaco, su presencia, no será el centro del sinuoso relato hasta que sea sobrepasado el ecuador narrativo. Lo que adquiere más peso dramático que la propia incógnita, el quién será, es la tensión de la misma interrogante, corporeizada en la obsesión de Graysmith, que alcanza el grado exacerbado de una urgencia vital por encontrar una respuesta y un sentido (¿Cuál es el código para descifrar, enfocar, la difusa película de la vida?), la consecución de poder enfrentarse cara a cara a lo que no puede dotar de rostro en la viñeta de su mente (como si faltaran trazos que le hicieran sentir que su vida aún es incompleta; una falta que desestabiliza la ficción de la vida: es la fisura de lo real).

En su primera mitad, la narración es descentrada, focalizada en diversas perspectivas, como un amplio collage de esquirlas. El recorrido es incierto, como una fractura que, más que soldarse, se fragmenta aún más porque las piezas tienden a desencajarse con requiebros que abren puntos de fuga: Unos nocturnos planos aéreos siguen la evolución de un taxi desde el momento que ha cogido a un cliente; el tamaño de los planos progresivamente se reduce, la distancia de la mirada se acorta, hasta romper el eje con el plano frontal desde el parabrisas cuando el cliente, en sombras, dispara sobre el conductor en el interior del coche: la aleatoriedad como irrupción y accidente en un populoso tráfico de vida en el que cualquier puede ser víctima: una paradójica aproximación, pues acrecienta la distancia, la incomprensión por la ruptura de un patrón. Los indicativos se difuminan, no hay señales de tráfico orientadoras. La narración es descentrada como la misma coordinación del caso entre circunscripciones policiales, ya que los crímenes se producen en diversas localidades, como un virus que se extendiera, e infectara con la incertidumbre, ya que no se sabe con certeza si todos los crímenes los realizo el mismo (¿y si hay varios sujetos?), y más cuando rompe el patrón de conducta, esa seña de identidad que caracteriza a los asesinos en serie (¿cómo enfrentarse a la incógnita cuando se disuelven los patrones?). Queda el incierto tráfico, en el que cualquier cruce o encrucijada enfrenta a lo posible, teñido de amenaza: en otra carretera nocturna, tras que su coche haya sufrido una avería, una mujer con un bebé es recogida por un hombre que resulta ser el asesino: su última frase antes de una demoledora elipsis: <<Antes de que te mate, lanzaré al bebé por la ventana>>.
El asesino del Zodiaco, ese fuera de campo que no se consiguió visibilizar, por lo tanto, dominar, no es sino la avería del proyector de la vida: el símbolo con el que firma Zodiac. Además de estar relacionado con el tiempo, la marca de un reloj, es un icono en los fragmentos del celuloide de cuenta atrás antes de comenzar la proyección. Por eso, el núcleo narrativo, el corazón de las tinieblas, reside en la secuencia en la que Graysmith visita a un proyeccionista que también, curiosamente, diseñaba carteles, dedicación creativa pareja a la de Graysmith (¿buscar a Zodiac no es encontrarse a sí mismo, al propio lado siniestro?): la atmósfera se va impregnando de un opresivo desasosiego con lo sugerido, con lo no visible y lo difuso, en especial cuando descienden al sótano: los ruidos en el entarimado que hacen preguntar a Graysmith si hay alguien en el piso de arriba; Las sombras oscuras sobre los ojos del proyeccionista. Zodiac es la quemadura en el celuloide de una sociedad que no puede disimular con las distancias de su pirotecnia (el plano aéreo con el que comienza la película) las fisuras que evidencian sus heridas, cuando aproximas la mirada (el plano final de un rostro, uno de los escasos supervivientes, que sí vio el rostro del asesino).

La narración comienza con un plano general y termina con un primer plano: La narración está trazada sobre aproximaciones y distanciamientos: miradas que buscan denodadamente una visión de conjunto, y que se ofuscan por enfocar demasiado, de modo obsesivo. El citado plano introductorio también remite a los que Clint Eastwood utilizaba en varios comienzos de sus thrillers, y más en concreto a Harry, el sucio, 1971, la brillante obra de Don Siegel que protagonizó, y cuyo asesino en serie, Scorpio, estaba inspirado en Zodiac; en un momento dado los protagonistas acuden a su proyección. El segundo plano de la narración (también una secuencia de aproximaciones; como los citados planos nocturnos de seguimiento al coche) es un travelling sobre fachadas de edificios (la máscara o superficie inaccesible para el conocimiento), de la que saldrá un hombre para reunirse con una mujer en un coche (él será herido y ella asesinada por Zodiac). En los últimos pasajes de la narración se perfila difusamente que asesino y víctima femenina quizá se conocieran; un fleco suelto que queda vibrando en el aire como un cable eléctrico cortado (¿Cómo distinguir en el difuso conjunto la pieza clave que establece la conexión del discernimiento cual hilo de Ariadna?). Zodiac finaliza con un primer plano del rostro de ese hombre herido que desapareció, ya que se marchó del país hasta su vuelta veinte años después, el único que podía dotar de rostro al asesino, a la incógnita. El rostro que señala es aquel del que sospechaba el detective de policía Tocchi (Mark Ruffalo), aquel semblante que contemplará Graysmith, al fin cara a cara, para poder comprobar si era el asesino, si era el rostro, cotidiano, trivial, de un horror, el del escurridizo fuera de campo que respiraba amenazante con su elusivo silencio al otro lado del teléfono y, metafóricamente, de una sociedad: el horror de lo posible y lo inconcebible. Pero las pruebas nunca fueron determinantes, sino contradictorias. Por eso, la incógnita aún permanece, la mirada suspendida sobre el trazo inconcluso de una interrogante (el rostro del posible asesino) y sobre la herida abierta de una evidencia (el rostro de la víctima): las tramas de la vida están perfiladas por imprevistas fisuras indiscernibles con las que es necesario convivir.

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