Estoy acorralado en un rincón oscuro, y no sé quién me está golpeando, expresa con desesperación Galt (Mark Stevens), en una secuencia de la formidable Envuelto en la sombra (The dark corner, 1946). En ese momento, se siente muerto, sin aire, confinado en un callejón sin salida. Envuelto en las sombras, agitándose en un rincón oscuro en el que siente que las paredes se ciernen sobre él y cada vez le oprimen más. Han urdido una inextricable maraña alrededor de él, y no sabe siquiera quiénes ni por qué. Como el engañoso blanco del traje de aquel detective, Foss (William Bendix), que les perseguía en la feria, en las primeras secuencias, a él y su secretaria, Kathleen (Lucille Ball), pensaba que la luz le enfocaba a él como objetivo, pensaba que el pasado resurgía para ajustar cuentas, pero ha descubierto que más bien se pretendía cegarle con la luz, para meramente usarle como peón y chivo expiatorio en una retorcida trama. Con él están jugando al tiro al blanco, pero no como piensa. El espectador pronto sabrá que en la sombra hay quienes traman, manipulan y mueven sus piezas, mientras Galt, ignorante, forcejea en la oscuridad, pensando que el escenario es de una manera cuando realmente es otro. Su confilicto pasado está siendo usado, más bien, como recurso conveniente, en cuanto pantalla de humo, para satisfacer otra disputa. A quien consideraba la amenaza no era sino la víctima. La realidad es un laberinto en que cada nuevo paso acrecienta la oscuridad.
Galt tiene dificultades para expresar sus emociones. Katleen ya lo ha advertido aunque lleve sólo siete meses trabajando para él. Hay algo huidizo, elusivo en Galt, como si cierto resentimiento frunciera su talante. Cuando golpea expeditivo a Foss, para arrancarle las palabras, el por qué de su seguimiento, parece que golpeara su pasado, como si su sospecha abofeteara a un espectro que surgiera de entonces. Y ese engañoso traje blanco se convierte en tela de una pantalla blanca en la que proyecta su confusión, porque el nombre de Jardine (Kurt Kreuger) enciende el proyector de una película inacabada, de un conflicto pendiente que ha quedado mordido en su lengua. Aunque Katleen, con esfuerzo, logra que se lo revele. Y es un pasado con olor a celda y traición, con un rastro de heridas que no ha encontrado su desague. Jardine fue el responsable de la urdimbre que determinó que fuera condenado y fuera recluso por dos años. Galt piensa que el pasado retorna para apuntillar su desgracia, como si su vida siguiera entre rejas, como las sombras de los barrotes de las persianas se reflejan en su despacho de detective, en una nueva ciudad en la que busca reiniciar su vida. Pero siente que las sombras del pasado se lo impiden.
De nuevo, como en Laura, hay quien no puede aceptar que quien se ha sublimado, no sólo sea de otro, sino que se revele irrevocablemente como alguien vulgar. No puede ser sino en ese espacio, la cámara acorazada donde guardaba su tesoro, ese cuadro representación de lo excelso (fuera de este mundo), donde la realidad derribe, abata, a quien no había aceptado que no se puede recluir a los otros, a quien se ama, en una cámara acorazada. Galt, en cambio, tras recorrer un oscuro laberinto en el que se ha sentido muerto, ciego tanteando la oscuridad, ha renacido, desprendido de los barrotes con los que se mordía y comprimía las emociones (con manchas y garfios del pasado), ahora ya abrazado a quien supo tejer el hilo para que no se perdiera en la oscuridad, y prosiguiera su búsqueda hasta encontrar la luz que quiso cegarle.
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