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martes, 7 de mayo de 2019

La tragedia de Peterloo

¿Quién nos representa?. ¿De qué sirve un Parlamento si no representa al pueblo?, plantea alguien en La tragedia de Peterloo (Peterloo, 2018), de Mike Leigh. Hace doscientos años, el 16 de agosto de 1819, entre 60.000 y 80.000 personas se congregaron en la plaza de St Peter, en Manchester, para reclamar el sufragio universal. Una petición que implicaba la exigencia de una reforma parlamentaria. Una reforma que implicaba que se considerara la opinión de cualquier ciudadano, sin discriminación. Una reforma que implicaba que la estructura social dejara de dividirse entre la clase privilegiada y la clase trabajadora, que los primeros consideraban de categoría inferior. Las penurias que se habían incrementado tras la finalización de la guerra napoleónica, con la victoria emblemática de Waterloo, en 1815, amplificadas por las leyes del trigo que impedían que se pudiera importar de otros países, impulsaron la determinación de algunos ciudadanos (o agitadores de conciencia). Como una mecha que se propaga esa determinación se fue consolidando como unión, incluido algún representante de la clase privilegiada, como Henry Hunt (Rory Kinnear), el principal orador de aquella tarde aciaga (aunque decisiva para la posterior modificación de las leyes), en la que los militares, azuzados por los representantes del poder, cargaron contra los presentes, matando a 15 e hiriendo entre 400 y 700 manifestantes. Se le dio el nombre de Peterloo, por equivalencia con la batalla de Waterloo ocurrida cinco años antes.
Leigh ya establece esa asociación en su misma concepción estructural. La primera secuencia se inicia con la expresión desolada, y conmocionada, de un soldado inglés, Joseph (David Moorst), que contempla el campo sembrado de cadáveres en Waterloo. Durante los primeros pasajes se alterna su retorno al hogar, andando, con el nombramiento del oficial al mando de las tropas en Manchester. Uno no podrá siquiera compartir lo que vivió, o más bien sufrió, en el campo de batalla. La herida abierta por el horror contemplado no puede ser convertida en relato. Las palabras serían insuficientes. Portará la casaca roja durante los cuatro años posteriores como si fuera un espectro que no hubiera superado aún la conmoción. No importa que serviste a tu país, que seguiste unas ordenes, que fuiste utilizado de modo conveniente: cuando se te considere un sublevado, ya eres también un enemigo. Mientras, el oficial, que no puede ocultar su poco entusiasmo por el cargo encomendando, optará por mirar hacia otro lado. Preferirá escurrirse en una realidad que niega (aguda y hermosamente expresada a través de una transición: de los caballos que cargan contra los manifestantes a los que él, como espectador, contempla cómo compiten en el hipódromo). La película se inicia con cadáveres, y concluye en un cementerio.
La tragedia de Peterloo es una modélica obra asamblearia. Refleja un conjunto. Los personajes son lo que representan. Su posición en un escenario social, su clase, la posición que detentan. No hay protagonismo sino diversidad. No hay caracterización psicológica sino figuras emblemáticas. Y esa condición de representación conjuga el realismo con lo grotesco, mientras su elaborada y medida puesta en escena conjuga realismo y cualidad pictórica, con las medidas composiciones y las minuciosas caracterizaciones que singularizan a los personajes mediante maquillaje y vestuario. Son figuras en una pintura coral, como la que pintó Richard Carlile sobre la masacre. De todos modos, no se enfatiza esa condición de espacio de representación (de ideas o posiciones), en el que forcejean en disputa posiciones encontradas: el uso, breve, de dos canciones de una mujer sentada en un portal condensa la emoción en el impulso de sublevación. Predominan los planos generales, que alientan la precisa distancia de la reflexión, como la narración propulsa la dialéctica con la alternancia de los pareceres de las posiciones enfrentadas, o la misma diversidad, en el seno del movimiento por la reforma, o como les califican los representantes del poder que quieren anularles, los radicales (la vanidad de Hunt que remarca también su distinción de clase; la rivalidad que no logra disimular algún algún otro por disponer también de atención como orador). O las tácticas sibilinas del poder establecido: el uso de infiltrados para soliviantar los ánimos y propiciar sino acciones violentas al menos la incitación al levantamiento con armas, y así sirva de excusa para efectuar detenciones.
Su eco no deja de proyectarse hacia nuestros días, pese a las mejoras en cuanto posibilidad efectiva de representación: ¿En qué medida representan al ciudadano medio, de modo efectivo, los representantes del poder, o en qué medida satisfacen las necesidades demandadas?¿O acaso impera el desajuste?. La discrepancia o disensión sigue siendo necesaria, como la reclamación de los derechos en una sociedad aún constituida, de modo más velado, por diferencias de clases y desproporción en la distribución de riqueza (o acceso a privilegios). En este sentido, La tragedia de Peterloo es una obra, como en general la incisiva filmografía de Leigh plantea en cualquier escala (sea la de las relaciones afectivas o de un conjunto social), que intenta mantener despierta la consciencia de la necesidad de una actitud reformista, liberadora de cualquier tipo de congestión (en la manifestación de las emociones o la reclamación de derechos), un permanente impulso de transformación de un conjunto social que supere la restricción de la prioritaria preocupación por la supervivencia en la particular, o ensimismada, parcela individual. Es el aliento de obras como la excepcional La Comuna (Paris 1871) (2000), de Peter Watkins o el notable documental El espíritu del 45 (2013), de Ken Loach. Una y otra pasaron desapercibidas, o fueron arrinconadas sin casi difusión. La tragedia de Peterloo es otro (riguroso) nuevo intento.

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