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sábado, 4 de mayo de 2019

Culloden

Culloden (1964), de Peter Watkins, es presentada como el informe, el recuento o la descripción de una de las batallas más brutales y peor manejadas que han tenido lugar en Inglaterra. Pero no es sólo recuento, sino también comentario. Busca la amplitud de perspectivas, pero en esa misma definición ya se insinúa la mecha de una incendiaria reflexión sobre un despropósito, no sólo el de una batalla, sino el toda la guerra, que puede ser también de todas las guerras, como el de misma la condición cruel de la naturaleza humana, en particular, sobre cómo se edifican las sociedades, sobre la desaparición y eliminación del otro, del rival, que puede alcanzar la condición de limpieza étnica, como de algún modo se refleja en Culloden. Porque La batalla de Culloden (1746), entre el ejercito británico y los insurgentes jacobitas, conformados ante todo por escoceses de las tierras altas (Highlands), que apoyaban al aspirante al trono que intentaba restaurar el dominio de los Estuardos, el principe Charles, tuvo como consecuencia la desaparición de los clanes, la desintegración de una forma de fundar y estructurar la vida y la sociedad, lo que implicaba la prohibición de sus señas de identidad, de forma de presentarse, el uso de las kilts o de la tela de Tartan, o hasta de las gaitas, que se consideraban armas (permitidas o legitimadas desde entonces sólo dentro, o integradas en, el el ejercito británico). En Culloden se refleja con precisión cómo estaba estructurada una sociedad: una configuración vertical, jerárquica, y una configuración horizontal, en colisión, entre opuestos que ven al otro como una representación (sea por pertenecer a otro clan u otro credo religioso, o lo que fuere).
La singular opción expresiva elegida por Watkins es la de la apariencia de reportaje televisivo, como si se fuera testigo del curso de los acontecimientos. Con su primer largometraje, ya estableció su singular seña de estilo, que ha desarrollado en una de las filmografías más originales, lúcidas e inventivas de los últimos cincuenta años: el docudrama o falso documental, con el uso de actores no profesionales. Da igual la época o el siglo que sea, una cámara interpela a personajes, la ficción se hace presente. En los primeros compases se nos presentan a los participantes de ambos bandos en la contienda, a través de la voz del narrador sobre primeros planos de los rostros. El primer plano es el más recurrente en este tramo, que acentúa la opresión, pero también porque busca la individualización, a la par que busca dar rostro a unos estamentos sociales, por ejemplo remarcando lo que ganan, si ganan algo, según rango, o cuántas posesiones tienen en su vida civil. Del mismo modo que individualiza, detalla, el impacto de los cañonazos en cada jacobito que lo sufre (un vientre reventado, una pierna seccionada...). Un campo de batalla no es un juego de estrategias, de piezas que se desplazan. Los diversos participantes intervienen, además, en todo momento, hablando directamente a cámara (y dan su opinión sobre los acontecimientos). Hay algún momento en que hay quien incluso aparta la cámara, porque puede visibilizar lo inconveniente, es decir, deja en evidencia (cuando se remarca la inoperancia del príncipe Charles, su penosa estrategia de combate, a la par que su indiferencia con respecto la suerte de sus combatientes). E incluso, en cierto momento, la cámara tiembla como si participara del impacto de una espada sobre la cabeza de un hombre malherido.
El cuerpo es el que domina el espacio del plano, el escenario. No hay distancias. En la posterior The war game (1965), también producción de la BBC, se remarcará de nuevo los efectos de la violencia. Es una aproximación que desmonta toda virtualización, toda consideración del otro, del rival, como mera representación (por lo tanto más fácilmente eliminable): la insistencia de los que realizan los actos de violencia en calificarles de bárbaros a los rivales para justificar sus actos; pero también el efecto ya de nausea moral en algunos soldados británicos cuando la violencia se propaga, más allá de la batalla, sobre cualquiera. El escenario está compuesto por cuerpos que son agredidos, mutilados. Cuerpos que permanecen en el campo de batalla agonizando durante días. Prisioneros que no son atendidos por médicos. Hay quien tiene fracturada la pierna, y muere por gangrena al de once días. No hay límites para el desprecio del otro, para la ajenidad. Tras la batalla, la furia se despliega también sobre mujeres y niños. Una mujer relata cómo un soldado cogió su bebé y lo lanzó al suelo. Al duque de Cumberland, hijo del rey George II, que encabezaba el ejercito británico se le calificó como el carnicero. Pasado, y futuro, evocación o anticipación, batallas con espadas y cañones, o con bombas nucleares, la pulsión de violencia define y arrasa al ser humano.

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