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jueves, 25 de octubre de 2018

La noche de Halloween

La mirada del abismo. La noche de Halloween (2018), de David Gordon Green, no sólo es la continuación, en un sentido temporal y argumental, que ignora todas las secuelas o variantes posteriores, de la realizada por John Carpenter cuarenta años atrás, sino con respecto a una idea sustancial: la incógnita sobre la naturaleza de Michael Myers, que dotaba a la obra de Carpenter de una perturbadora abstracción. Cabe resaltar que no todos los misterios generan una sensación espeluznante. Ha de haber también una noción de alteridad, una sensación de que el enigma puede conllevar formas de conocimiento, subjetividad y percepción que van más allá de una experiencia corriente, escribe Mark Fisher en Lo raro y lo espeluznante (Alpha decay) En un par de momentos de esta continuación, en su inquietante secuencia inicial, una de las que mejores conecta con esa atmósfera de alteridad de la obra original, y en otra posterior, sendos personajes, fascinados por la figura de Myers, le exhortan para que diga algo. Ambos personajes, periodista y médico, quieren saber cómo siente, quieren acceder al por qué, cuál es el impulso, el motivo, que le conduce al ejercicio desaforado de la violencia. ¿Siente placer infligiendo daño, sustrayendo la vida de otros,? Myers es como su máscara, esa máscara que no deja entrever sus ojos, como si careciera de estos, y fueran cavidades oscuras, un vacío, una nada, oscuridad que meramente se despliega, una fuerza de la naturaleza que es impulso de infligir daño. Sólo en un instante se entrevé uno de sus ojos, lesionado, surcado por una cicatriz. No hay mirada en él. O la hay como en el filo del cuchillo que gusta utilizar.
Hay una espléndida secuencia, con dos secciones (correspondientes a dos casas), que le definen. En una entra a través del patio interior, recoge un martillo, entra en la casa, en cuya cocina una mujer se prepara su cena, la cual desaparece del encuadre. Myers entra tras ella, y escuchamos cómo la golpea en fuera de campo. La cámara vuelve a entrar, y le sigue, hasta que sale por la puerta delantera. Myers es así, o es eso, un filo que hiende y desgarra la vida corriente, la realidad familiar, que destripa y evidencia como un escenario vulnerable, dejando una huella irremisible. La normalidad no podrá ser replanteada ni recobrada. No se podrá habitar ya de ese modo. Eso es lo que le ha sucedido a Laurie Strode (Jamie Lee Curtis), quien, después de cuarenta años, no ha logrado consolidar una vida estable, con dos matrimonios rotos, y un hogar que ha habilitado como un fortín, como si la realidad fuera una amenaza permanente. En otra casa cercana, Myers mira por la ventana, en cuyo cristal se refleja su rostro. Al fondo una mujer habla por teléfono. El encuadre no varía: vemos, por la ventana lateral, cómo Myers se desplaza por el callejón, y cómo aparece, ya en el interior de la casa, tras la mujer, que se acerca a la ventana, para bajar la persiana, sin percibir la presencia de Myers a su espalda antes de que la rebane el cuello. No hay espacio que no vulnere, desde cualquier ángulo. El encuadre de la realidad no dispone de contornos que no puedan ser vulnerados. Ya está en el interior, como una infección inherente a la naturaleza humana. Es su reflejo. Desde dentro, desde fuera, es una presencia que trastorna la realidad. La hija de Laurie, (Judy Greer), ha amurallado su vida tras la concepción de que la realidad es un lugar seguro. La negación es una eficaz cámara protectora hilvanada con presunciones que se sienten como certidumbres, por eso considera a su madre una extraña, una trastornada que desestabiliza una realidad familiar que siente sólida. En cambio, Allyson (Andi Matichak), la nieta adolescente siente una proximidad con su abuela, como quien presiente que la realidad es más movediza de lo que aparenta, una trampa tras una ilusión, como corroborará con la decepción que sufre con quien parecía su cómplice, su novio (con quien se disfrazará de Bonnie and Clyde, intercambiándose roles), pero se revela como una máscara no precisamente fiable.
Michael Myers es una figura que brota del fondo del encuadre, como si fuera una presencia latente en el entorno. Ya queda patente en su primera acción violenta, cuando su figura rompe el cuello de un niño surgiendo de su espalda. Es una figura aún desenfocada, como lo que no tiene perfil nítido, porque qué es sino meramente una fuerza dañina sin rostro. Lo mismo en su siguiente acción violenta cuando arrasa una gasolinera. Sus primeras acciones se entreven al fondo del encuadre, o desenfocado, después percibimos su rastro, los cadáveres que deja a su paso, y por último fragmentos de su cuerpo, lo que evidencia la dificultad de perfilarle de modo completo con precisión. No hay manera de lograr aunar los nexos que faciliten la comprensión de cómo es alguien que convierte en añicos los cuerpos de los otros, la realidad, y su misma concepción. Es una naturaleza devastadora en la que, incluso, se aprecian detalles que manifiestan regocijo en la crueldad: los dientes de una de sus víctimas que deja caer en el retrete donde se refugia la periodista; la sabana de fantasma con la que cubre a otra de sus víctimas: o cómo cuelga en la pared, ensartado con un cuchillo en el cuello, a otro adolescente, como si fuera un adorno de Halloween. Su naturaleza resulta escurridiza, como si la luz sólo le enfocara de modo intermitente, como la secuencia en la que las luces se encienden y apagan, y cada vez que se encienden, está más cerca de su víctima. Quizá no importe demasiado delimitar si es sobrenatural o natural, porque difumina sus límites en cuanto transgresión de lo posible. Es el vacío, la falta de algo, quizá reflejo de nuestros desencuentros y pequeñas violencias cotidianas (la intemperancia que se torna palabra cruel, el gesto avasallador del deseo, el engaño que se niega con arrogancia...), que se hace presencia como una incontinente y arrolladora fuerza primigenia, elemental,
Últimamente, se han alabado obras por una supuesta ruptura, que les dotara de singularidad, como Hereditary, de Ari Ester, más turbadora o sugerente cuando ahonda en las sombras de la pérdida que en su deriva desquiciada de su tramo final, que derrumba los logros cimentados durante sus dos primeros cuartos. En el reciente festival de Sitges se premió como mejor director a Panos Cosmatos, por Mandy (2018), que, como Revenge, de Coraile Forgeat, gira únicamente alrededor de las trágicas consecuencias de un calentón. Sobre el vacío ambas despliegan un aparatoso y fumista alarde formal que no puede ocultar su necrosis sustancial. La noche de Halloween no necesita de aparatosidades para efectuar una más eficaz y sutil transgresión. Lo logra desde el interior, desde el propio molde convencional del género, de lo que son ejemplos las dos secuencias de asesinatos en los interiores de sendos hogares. Lo unheimlich se ha traducido, de manera poco adecuada, como lo siniestro o lo ominoso; la expresión que mejor capta el sentido que Freud le dio a ese término sería <> (Lo raro y lo espeluznante): quizá, en atmósfera y concepción, la película, dentro del género, que mejor lo ha reflejado en este siglo ha sido It follows (2015), de David Robert Mitchell. La noche de Halloween, de Green, que mantiene el mismo título (como si esta noche fuera aún aquella noche, y el tiempo no hubiera transcurrido), aunque no alcance la perturbadora abstracción de la obra de Carpenter, en cuanto atmósfera, o sí de modo intermitente, sí lo logra en su trama conceptual, con la inquietante reflexión que genera a través de una elaborada puesta en escena. Por ello, resulta más sugerente y compleja que las otras secuelas. La narración, que progresa con absorbente fluidez, culmina en un escenario en el que su figura impasible, como un maniquí que anda, se confunde con los maniquíes que decoran el espacio exterior e interior de la casa de Laurie. Myers es como un muñeco de carne y hueso que hubiera sido poseído por una fuerza destructiva que se pone en movimiento como el resorte que activan. Un impulso que rasga como un filo cualquier escenario, como si para él no existieran los contornos ni los límites. La mirada que devuelve es la espesura oscura del abismo.

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