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miércoles, 31 de octubre de 2018

First man

El relieve de las sombras. ¿ El primer hombre en qué? Neil Armstrong (Ryan Gosling) fue el primer hombre que pisó la luna. Su nombre ha quedado unido a esa singularidad: a un primer paso, al umbral excepcional que se cruza. Su nombre, más que el de su compañero de misión (el segundo hombre que pisó la luna, Buzz Aldrin, Corey Stoll) se convirtió en referencia, emblema, que ha sido utilizado como representación de un colectivo (como se ha evidenciado, tras el estreno, con los reproches de quienes consideraban necesario, indispensable, el correspondiente plano de la bandera estadounidense en la luna? Para estos, esa acción individual era, por extensión, el logro de un colectivo, el símbolo de un símbolo, la bandera de un país, el emblema de una superioridad y una victoria, en aquel momento con respecto a su principal rival y competidor, la Unión soviética, ahora en un sentido más amplio. En Banderas de nuestros padres (2006), Clint Eastwood cuestionó la imagen conveniente que es una imagen que no es, la fotografía que falsifica, a la vez que instituye la realidad porque establece el relato conveniente: aquella bandera que izaron en Iwo Jima realmente era una escenificación, ya que no habían podido fotografiar el acto de izarla por primera vez. Por añadidura, cuestionaba la utilización de esos soldados para unos fines promocionales y propagandísticos. Chazelle ya realiza toda una declaración de principios con la ausencia de un plano dedicado a la bandera estadounidense sobre la luna. A Chazelle le interesa la sombra, lo que hay tras esa imagen, ese emblema del Primer hombre, de la gesta de un logro no realizado hasta entonces, la superación de lo que hasta entonces se consideraban límites, impedimentos. Le interesa cómo es aquel tras el nombre, y aún más, le interesan sus paradojas, sus contradicciones, de qué materia específica están constituidas sus sombras. Le interesa el relieve, no la línea recta que se instituye como relato conveniente e idealizado. Con la obra de Eastwood coincide en la espesura de sombras como predominante signo visual.
En la primera secuencia de First man (2018), de Damien Chazelle, Neil Armstrong (Ryan Gosling) se suspende en ese espacio intermedio, umbral, que es escenario posible. Su avión parece quedarse suspendido entre la negrura del firmamento y las nubes de nuestra atmósfera. Esa suspensión es la ilusión de inmunidad. La altura es un infinito, el umbral es una invitación a la superación del límites, esa oscuridad que hollar. Esa oscuridad de lo posible, de lo aún por perfilar. Nuestra realidad queda acotada en unos restringidos límites, como nuestra atmósfera tiene unos límites que nuestra mirada hacia el cielo desde tierra no puede imaginar ni calibrar con precisión, ya que le falta perspectiva para percibir ese límite. Armstrong desafía esos límites, y está a punto de perder el control de su avión, tendencia a la distracción por la que será cuestionado ya que pone en en peligro la consecución de la tarea encomendada. Por un momento siente que se encuentra por encima de la realidad. Pero en la siguiente secuencia se evidencia el contrapunto: la vida definida por la gravedad, por el deterioro, por la finitud y la pérdida, por la imprevisibilidad y la arbitrariedad. Su pequeña hija de dos años y medio, Karen, sufre un tumor cerebral que determina su prematuro fallecimiento. La oscuridad de lo posible se torna, o también es, la oscuridad de la pesadumbre, el peso de unas sombras que roban la respiración y la articulación de las emociones. Armstrong las aloja en los recovecos de sus entrañas como una cámara presurizada.
Armstrong será incapaz de expresar lo que siente, aunque pasen los años, tenga dos hijos, y se involucre en proyectos que canalizan un propósito, ese que parece desafiar los límites, pero también imposibilitar la aceptación de la finitud, la consciencia de las circunstancias de la gravedad. Armstrong se convertirá en un astronauta que superará pruebas y ensayos, dificultades y errores, mientras a su alrededor, compañeros y amigos verán truncada su vida. Alrededor la pérdida señala cuál podría ser el resultado de su propósito. Pese a todas esas adversidades, contrariedades y dificultades, Armstrong, surcará el espacio, traspasará esos límites de nuestra atmósfera, y llegará allí donde nadie había llegado. Pero en su espacio íntimo está varado, no logra desalojar esa espesura de sombras de pesadumbre, esa muerte que le confronta con la circunstancia de la gravedad, la inexorable gravedad que define nuestra vida, porque en un momento u otro, tarde o temprano, la caída resulta irremisible. Nos estrellamos. Perdemos a quien amamos. Morimos. Por eso, a Armstrong le cuesta despedirse de sus dos hijos cuando se dispone a realizar un viaje que no sabe cómo culminará, o cuyo resultado teme que sea el fracaso, y por tanto la muerte. No quiere despedirse porque no quiere confrontarse con la posibilidad de que sea una despedida definitiva, que muera, que no los vea nunca más. Carece de la suficiente fuerza para decírselo, cara a cara a sus hijos, pero su esposa, Janet (Claire Foy) si posee esa fortaleza, y le impele a que afronte esa circunstancia, que diga a sus hijos que ese viaje puede no tener retorno, que la oscuridad puede ser la de la caída, la desaparición y la muerte.
Por eso, en la extraordinaria secuencia del alunizaje, la sombra es la protagonista. En el cristal, la pantalla protectora, del casco de su escafandra se proyecta la sombra. No vemos sus ojos, sino la sombra. Realiza lo que nadie ha realizado, supera distancias, límites, pero ese logro ante todo le enfrenta con la asunción de lo que hasta ahora sentía como su derrota, la asunción de la muerte y la pérdida. Se cruzan espacios, se consiguen logros, pero hay un término. Lanza la pulsera de su hija a la oscuridad, el desprendimiento de esa cadena que le atenazaba, como una coraza de negación, que era enajenación, la mirada que niega sus sombras. Su retorno no es sólo espacial. No sólo vuelve a la Tierra. Vuelve a su familia, vuelve a sí mismo. Vuelve al centro, ese al que siempre amenazarán las sombras. Vuelve al reflejo sobre el que órbita la vida, el amor que es centro, el amor que siente por su esposa. En la silenciosa secuencia final, a través del cristal, marido y esposa se miran, y las miradas por fin se unen en la misma respiración acompasada, ya desprendida de esa cadena de sombras negadas en Armstrong. En el cristal se superpone el reflejo de la esposa sobre el rostro de él. Ese es el viaje fundamental, el viaje más costoso, mucho más que alcanzar la luna, ese en el que ya no se interpone distancia alguna con quien se ama sino que se siente como si uno y otro fuera el mismo. Esa órbita que es conjunción.
Pocas obras se han estrenado este año con una puesta en escena tan meditada y elaborada. La cámara parece adherirse al estado íntimo de Armstrong, como un cerco, como él que interpone con sus emociones. Los primeros planos son el aliento encapsulado de esas emociones constreñidas. Se siente desde su cerco interior, plagado de sombras, como una espesura que emanara de él mismo, sea cuando asciende con el primer cohete, como si el mismo metal, los clavos y las junturas, fueran parte de su cuerpo, de sus emociones. La negrura alrededor es parte de sus tejidos. El alrededor es una extensión de cómo se siente. La opresión que se transmite en la cabina del cohete es la que refleja su presurizada emoción. Las penumbras ya predominaban en los encuadres de Whiplash (2014), que hacían sentir cómo va propagándose en la narración un aire vital retenido, viciado, acorde a la enajenación que sufre el sugestionable alumno por las desquiciadas coordenadas instructoras de su profesor, como si este fuera un planeta alrededor del que orbitara sin comprender que es un agujero negro.
En su posterior obra, La ciudad de las estrellas (La la land, 2016), la pareja protagonista afianzaba su amor con un baile en un planetario. Ambos querían vivir su propio planetario vital en el que sentir que la realidad se ajusta a sus sueños, que ascienden como si su realidad fuera un firmamento según la coreografía que ambos crean. Los sueños no son sino esas películas que se intenta hacer despegar hacia unas alturas que no alejen de la realidad sino que, incluso, la configuren, como cimientos firmes que son a la vez firmamento. Como la luna que se alcanza, que se puede alcanzar. Pero sus búsquedas respectivas sufren tropiezos, el desaliento les hace perder el paso e incluso abandonarlo, o asumen que para dotar de cimientos a la relación las direcciones sean concesiones más que apuestas por los propios sueños. Deben por lo tanto, forcejear con lo que deben ser y lo que quisieran ser. Y el sueño se estrella porque ni las circunstancias ni ambas voluntades logran conjugarse para dilatarlas en la duración del tiempo y en la convergencia del espacio. Sombras de sueños de papel pintado somos. Armstrong mira hacia las alturas, como la narrativa que quisiera implantar en su vida, la que siente que debe ser, ascensión que supera límites, pero le cuesta asumir la posible dirección opuesta, esa que puede precipitar hacia los abismos, la caída, y no es consciente de que le aleja de la realidad, de quienes ama, hasta que por fin converge con el reflejo que no es sombra sino su firmamento, la presencia que no es el falso e ilusorio refugio de la negación. Una excelsa composición, de la espléndida banda sonora de Justin Hurwitz, para una de las mejores secuencias que ha dado el cine estrenado este año.

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