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sábado, 13 de octubre de 2018

Brighton Rock

Graham Greene escribió Brighton Rock en 1938, que convertiría en guión, junto a Terrence Ratigan, para el esplendido film noir dirigido por John Boulting en 1948. Pinkie Brown (Richard Attenborough) es uno de los personajes más fascinantes y singulares creados por Greene. Queda condensado en el hecho de que un personaje que carece de cualquier escrúpulo, desprecia cualquier emoción, y es capaz de cualquier abyección o crueldad, diga, en cierto momento, que su ilusión de pequeño era ser sacerdote, y que quizás si lo hubiera sido nada hubiera sido como es. Pinky, que con 17 años es líder de una pequeña banda de gangsters, en 1935, nos es presentado tumbado en la cama de su mugrienta habitación, aunque antes de ver su aniñado rostro de mirada afilada (ausente de vida, como si fuera la hoja de una navaja; quizás los rescoldos de la rabia de que la vida no hubiera sido de otro modo) se resalta un gesto, su juego con unas cuerdas entre las manos. Una característica que le define, y él expresa en varias ocasiones, es su afán compulsivo de control, de sentirse seguro, de que nada se le vaya o escape de las manos. Define su ambición, su arrogancia, sus aspiraciones de dominar y dirigir los hilos de las actividades delincuentes en Brighton, su negativa a asumir que no es nada comparado con su rival, Colleoni: sus diferencias, de posición, quedan bien remarcadas en los entornos, escenarios, donde viven, uno en un lujoso hotel del muelle, la zona turística de Brighton, el otro en una mísera pensión en un barrio de casas hacinadas).
Precisamente, ese afán de control es lo que determinará que se complique innecesariamente la vida, es decir, que puedan seguir el rastro del asesinato del periodista Fred, por querer recuperar unas tarjetas que un cómplice había dejado en un restaurante para hacer aparentar que a esas horas aún estaba vivo Fred. Su retorcimiento cruel queda manifiesto en que, además, decida entablar una relación con una testigo, Rose (Carol Marsh), que sabe que no era Fred quien dejó la tarjeta. Para evitar la posibilidad de su testimonio, Pinkie decide no sólo enamorarla sino incluso casarse con ella porque la esposa no pude testificar en contra de su marido. Rose es una pieza en un mero movimiento estratégico.
La obra es tan descarnada que duele. Además, está narrada con un electrizante vigor, ya manifiesto en las prodigiosas secuencias iniciales: la persecución que sufre Fred por parte de Pinkie y secuaces, por callejuelas y el muelle, hasta el asesinato en una de las vagonetas de una especie de pasaje del terror en una feria. La febril desesperación de Fred contrasta con la implacable mirada de Pinkie, transmitiéndose a través de un pulso narrativo que se tensa de modo exasperado hasta liberarse con el grito de Fred al precipitarse al vacío. Ese vacío que habita en la mirada de Pinkie, quien no acepta que le contradigan, por ello intentará por dos veces que su secuaz Spicer (Wylie Watson) muera: resulta sobrecogedor el uso dramático del sonido del gas de la luz que se ha desprendido con la caída al vacío de Spicer tras ser empujado por Pinky.
Pero aún más cruel y desoladora es la relación que establece con Rose, condensada en un portentoso plano. Ella le pide que grabe en un disco alguna declaración de amor. Pinkie se mete en un cabina. Su rostro, de perfil, está en primer término del encuadre, y ella tras el cristal le mira con expresión enamorada. La cámara se acerca a su rostro arrobado, dejando fuera del encuadre a Pinkie, mientras escuchamos cómo él manifiesta cómo la odia y desprecia (You asked me to make a record of me voice; well, here it is. What you want me to say is 'I love you'. Here's the truth: I hate you, you little slut/Me pediste que grabara un disco con mi voz; bien, aquí está. Lo que quieres que te diga es. Te quiero. Esta es la verdad: Te odio, pequeña puta). Pinkie, alguien que vive en el abismo, en el vacío, muere precisamente precipitándose en el mismo (también cayendo al agua, como Fred, cerrandose así el círculo).
Aunque, con respecto al de la novela, el final parezca que amortigua la crudeza (modificado, o atemperado, para pasar la censura) no deja de poseer una áspera ironía, como quien estira la crueldad (lo que no oye, tarde o temprano, lo oirá): Rose conversa con una monja, quien la dice que debe tener esperanza. Ella, para demostrarle que la tiene con el recuerdo del amor que cree que le profesaba Pinkie, se dispone a ponerle el disco que él grabó. Pero se atasca en uno de los surcos, quedándose en la frase en que la dice lo que quieres que te diga es: te quiero, mientras la cámara ahora realiza otro travelling (como el que se dirigía a su rostro cuando él lo grababa), en este caso hacia un crucifijo. La esperanza sostenida sobre un engaño.

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