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sábado, 1 de septiembre de 2018

Sólo el valiente

Sólo el valiente (Only the valiant, 1951), de Gordon Douglas, es una obra tan enérgica y vibrante como fúnebre y opresiva. Un relato cruel de afiladas y siniestras aristas. Ya el espacio en que transcurre la mayor parte del metraje condensa esas características, y el turbio entramado de relaciones. Fort invencible, un pétreo fuerte, se ha edificado ante la entrada de un angosto pasadizo entre las rocas (que asemejan a elevadas lápidas) para contener la entrada de los apaches. Pero no es la única amenaza que tensa el relato; incluso no es la primordial. De hecho ese escenario condensa la entraña de ese escenario principal: la furia que brota de la piedra de la que parecen constituidos los hombres. El capitán Lance (Gregory Peck) se encuentra en permanente amenaza. Muchos le consideran una piedra insensible, suscita el recelo o el despecho, la rabia mordida que se contiene pero desearía convertirse en gesto, en filo, puño o bala que acabe con su vida. Lance, como ese fuerte, concentra el horizonte de todas esas furias contenidas en la piedra, la pulsión de daño reprimida, la violencia larvada. Ya de entrada no es apreciada su decisión de hacer prisionero al jefe de los apaches, Tucsos (Michael Ansara), cuando es capturado en el mismo Fort Invencible que el indio ha arrasado, matando a toda la guarnición. La opinión generalizada es que debería matarle, ya que así conseguiría desactivar la amenaza de los apaches. Pero Lance es un hombre que se atiene tanto a las reglas como a no dejarse llevar por la visceralidad. Para él mantenerle con vida es realizar las cosas de modo correcto, del mismo modo que ordena dejar limpio el fuerte, detalle que enerva a los que le cuestionan.
Aunque sus hombres a su cargo valoren su capacidad como oficial, el resentimiento abunda entre ellos, desde el sargento Murdock (Neville Brand), a cuyas solicitudes para ascender a teniente nunca ha dado el visto bueno, hasta el cabo Gilchrist (Ward Bond), un bruto preocupado ante todo por conseguir su ración diaria de alcohol, pasando por Rutledge (Warner Anderson), un soldado que se instruyó con él en West Point y se ha unido a su mando porque busca venganza desde años atrás o el teniente Winters (Dan Riss), enfermo de los pulmones, quien se siente arrinconado por esa condición. A estos se añade la mujer que está enamorada de él, Cathy (Barbara Payton), quien duda de él con suma facilidad: piensa que ha cambiado su decisión de ser quien comande la formación que lleve al jefe Tucsos ante la justicia militar, encomendándosela al teniente Halloway (Gig Young), porque ha visto cómo éste la besaba. Ella ignora que esa decisión ha sido del coronel del fuerte, enfermo, quien, por ello, necesita de la presencia de Lance. Esa suspicacia por parte de Cathy, que no le de la mínima opción a aclarar el equívoco, se enturbia cuando regresan los supervivientes con el cadáver de Halloway. Entre estos está el arabe Kebbusyan (Lon Chaney jr.), que nada más llegar se abalanza sobre Lance, jurando que le matará (porque el teniente sí caía bien a sus hombres).
El núcleo del relato se concentrará en el pequeño destacamento apostado en Fort Invencible para contener a los apaches, ocurrencia de Lance, mientras esperan la llegada, en una semana, de 400 hombres. Los hombres que elegirá son los citados, aquellos que le odian ( y ellos a su vez creen que él les odia), a los que se une un sudista que fue capturado por Lance cuando intentó desertar, Onstot (Steve Brodie), y el trompeta, Saxton (Terry Kilburn), que está resentido con Lance porque el capitán no le dé la oportunidad de coger un arma. Las peripecias de resistencia a los ataques de los indios, como la carga de dinamita en el pasadizo, se combinará con la progresiva turbulenta tensión entre Lance y sus hombres, en la que pende la constante amenaza sobre la vida de Lance, quien padece intermitentes explosiones a través de los amagos, o intentos, de asesinatos de algunos de sus hombres ( la incógnita será quiénes no podrán contener la explosión, y cuándo acontecerá esa explosión, ese intento de matarle).
Magnífico es el momento en que Lance detalla a sus hombres, en formación, por qué ha elegido a cada uno. Mordaz es el detalle de que los dos hombres capturados por los apaches, Murdock y Onstot, se dediquen a agredirse y a pelear, para divertimento de los apaches, que renuncian a la idea de torturarles atando sus extremidades a caballos, para disfrutar de su pelea (otra particular forma de desmbembrarse): otro apunte a la condición de reflejo de los indios con respecto a la naturaleza salvaje de los considerados civilizados, cuya violencia resulta aún más turbia, entre múltiples rivalidades o resentimientos. Douglas pauta con afilada concisión la enrarecida atmósfera crispada, como hará una década después en otra excelente narración centrada en las miserias y mezquindades de unos soldados en otro fuerte amenazado por los indios, Chuka (1967). No faltan detalles de inventiva: ese plano en el que Lance se vuelve al oír un gemido ahogado, y el encuadre nos revela a uno de sus hombres con un hacha clavada en su garganta. No hacía falta que llegara el western desmitificador de los 60 y 70, que presuntamente enseñaba lo real y no lo mitificado, para mostrar la cara sucia y turbia, como ejemplifica ese emponzoñado relato, u otras sombrías obras de aquellos años como, también protagonizadas por Peck, Cielo amarillo (1948), de William Wellman o El pistolero (1950), de Henry King.

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