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miércoles, 26 de septiembre de 2018

El reverendo

La resistencia frente a la degradación. ¿Cómo nos podemos enfrentar a la degradación? En la obra de Schrader, sea en sus guiones para obras de Martin Scorsese, como Taxi driver (1976) o Al límite (1999), o en propias, como en Hardcore. Mundo oculto (1979), Mishima (1996), Posibilidad de escape (1991), Aflicción (1997), o la última, una de sus mejores obras, El reverendo (First reformed, 2017), sus personajes protagonistas, en diverso grado de enajenación o lucidez, recurren, o se exponen, a la acción o situación extrema, o consideran su posibilidad, que implica violencia, como un gesto tanto reparador (corrector, purgativo o curativo), aunque sea en pequeña escala, de una degradación (que se amplía, por sus resonancias, a un contexto), como redentor, con respecto a ellos mismos, cuando el gesto implica una lucidez recobrada tras un periodo de desorientación o entumecimiento vital, como era el caso de LeTour (Willem Dafoe) en Posibilidad de escape, Frank Pierce (Nicolas Cage) en Al límite, y ahora Ernst Toller (Ethan Hawke), en El reverendo, un hombre que fue militar, siguiendo una tradición familiar, y que convenció a su hijo para que se alistara, aunque no creyera en la guerra de Irak. No superó su muerte, que también determinó la ruptura de su matrimonío, y buscó su refugio, como reverendo en la iglesia de la Primera Reforma (a la que alude el título original, First reformed). Como si así reformara su vida, o esa fuera la ilusión en la que refugiarse, aunque más bien habite un vacío suspendido, como casi vacía está la iglesia por los escasos fieles que asisten, o carente de muebles las estancias interiores, como un interior despojado (que se desprendiera hasta de las huellas de los recuerdos). La degradación a la que se enfrentará será esa que sume en la impotencia a quienes desesperan por no poder transformar una realidad injusta, una realidad degradada por el cinismo de quienes se benefician de la explotación que no se preocupa del maltrato del entorno o la desgracia de otros, y que se recubren con la indulgencia de la hipocresía con su apoyo benéfico a la iglesia, como si así borraran la mancha de su mezquindad.
El protagonista toma su nombre de Ernst Toller, un político y poeta, con espíritu revolucionario, que, durante la I guerra mundial creó la Liga cultural y política de juventud alemana, de carácter antibelicista, que fue calificada por la extrema derecha de antipatriota. Fue ingresado, durante un breve periodo de tiempo, en un hospital psiquiátrico por su madre, quien no comprendía cómo alguien de su clase, burguesa, podía apoyar las huelgas obreras. E intentó aplicar políticas libertarias durante los cinco días durante los cuáles presidió el parlamento bávaro. En El reverendo, Toller se enfrentará a las reglas, a la autoridad, a quienes representan a un país cuyos gobernantes sólo parecen haberse preocupado de apoyar a los empresarios que han degradado el entorno con su búsqueda del beneficio. ¿Cómo lo hemos permitido?, pregunta en cierto momento. ¿Qué se puede hacer?¿Cuál puede ser la acción necesaria cuando sabes que los representantes del poder político y financiero de la zona acudirán a la iglesia por una conmemoración? ¿Bajar la cabeza, cumplir tu papel asignado, mirar hacia otro lado, morderte la lengua, o realizar la acción expeditiva como gesto declarativo que refleja la impotencia y un talante combativo que no desea plegarse a la degradación del abuso y el cinismo de la conveniencia?
En El reverendo se pueden percibir ecos de otras dos obras magistrales, con sacerdote como protagonista, Diario de un cura rural (1950), de Robert Bresson y Los comulgantes (1963), de Ingmar Bergman. Toller, de hecho, escribe un diario. Sus reflexiones puntúan la narración, incluso aquello que tacha (¿Cuánto tachamos en nuestras vidas?). Como el protagonista de la obra de Bresson, padece una enfermedad. En correspondencia con un entorno, un exterior degradado, por actitudes degradantes, su cuerpo sufre un deterioro progresivo por el cáncer que padece. El cura de Bresson buscaba la gracia, pero no la podía encontrar en ese ambiente de mezquindades y emociones retorcidas o frustradas. Con un ateo, el doctor, es con quien mejor conectaba, porque como le dice el doctor, ambos siempre están enfrentándose con el afuera, el entorno, la realidad, algo que va más allá de un sentimiento de búsqueda de justicia. Toller, en un párrafo de su diario, escribe: Si solamente pudiera rezar. Esa intemperie y desorientación la reconduce al enfrentamiento con una sensibilidad predominante, impositiva y degradante. Uno encuentra en la muerte la liberación, pero el otro la encontrará en el logro de la conexión excepcional que está relacionada con nuestra condición de presencia (no es casual que destaque, como accesorio de decoración, un lámpara en forma de ojo en el salón de Mary).
El reverendo se inicia con una misa, como en Los comulgantes, con escasos asistentes. Un vacío que se correspondía con el propio de un oficiante que no creía en lo que predicaba. En la obra de Bergman, el feligrés encarnado por Max Von Sydow requería sus servicios como guía espiritual cuando comparte con él su desolación por un mundo que parece abocado de modo irremisible a la autodestrucción, como ejemplificaba la constante amenaza nuclear. Siente sólo desamparo, incertidumbre, pero el sacerdote sólo es capaz de escupir su propio escepticismo, su propia insatisfacción vital. En El reverendo, una feligrés, Mary (Amanda Seyfried) le pide que asista a su marido, Michael (Philipp Ettinger), un activista en organizaciones medioambientales, quien comparte con él su impotencia, su desesperación, porque no ve posibilidad de que cambien las actitudes sino más bien de que se acreciente esa indiferencia por la degradación del entorno, como ejemplifican las muertes de quienes fueron asesinados en su lucha ecologista. ¿Dios nos perdonará?, le pregunta. En cambio, Balq (Michael Gaston), el cínico empresario, le espeta a Toller si él sabe lo que piensa Dios, cuál es su plan. Ni con uno ni con otro sabe cómo reaccionar, cómo suministrar ánimo al primero (como si intentar convencerle de que no piense en impedir el nacimiento de la hija que espera su mujer, pese al futuro desalentador que ve, más bien fuera un modo de compensar la culpa por la pérdida de su hijo), y cómo demoler el cinismo autojustificativo del segundo. También coincide con Los comulgantes en una relación sentimental degradada, en la que Toller evidencia su infección íntima, ya que se siente incapacitado para amar. Desprecia a Esther (Victoria Hill) porque su insistencia en que reanuden su relación le hace sentir de modo más acusado su insuficiencia. Ambos sacerdotes se enfrentan de modo distinto a su función, uno se enquista en su amargura, y prolonga la impostura de una ritualización en la que no cree, y el otro asume que debe, y necesita, reconfigurarla, aunque sea reventándola. La transformación, sea por el modo destructivo o armónico, resulta necesaria.
Schrader sintoniza con las obras de Bresson y Schrader, pero crea su propia dirección, otra dirección, que no concluye en la muerte o en el vacío. El estilo es austero, preciso, elíptico. Recurre al formato cuadrado, como un espacio comprimido. Los espacios, los objetos, son también personajes. La luminosidad del espacio público de la iglesia, que también es museo, apariencia cautiva de su condición ilusoria de vitrina. Las penumbras y despojamiento de las dependencias interiores. La herrumbre y sordidez del entorno degradado, contaminado, junto al río, las ruinas de esta sociedad erigida sobre un paisaje de coches y neumáticos, emblema de nuestra sociedad definida por la comodidad y la indiferencia, que justifica guerras pero desprecia medidas medioambientales necesarias. En su último tramo, de soberana belleza, la narración conecta con Tarkvoski (cuya película predilecta era la citada de Bresson). Los alambres de la desesperación y la impotencia se contrarrestan con la levitación de una conexión singular.

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