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sábado, 7 de julio de 2018

Ocean's eight

La aplicación de una formula. Ocean's eleven (2001), de Steven Soderbergh se revelaba como un modelo de cómo no sólo realizar un remake sin quedarse en mera copia, sino además realizar una variación dotada de una sugestiva singularidad. Superaba al acartonado original, La cuadrilla de los once (1961), de Lewis Milestone, por varios cuerpos de distancia. Ocean's eight (2018), de Gary Ross, es un modelo de cómo realizar una variante que parece una mera y poco sugestiva copia del modelo, Ocean's eleven, con la única singularidad diferenciadora de que son mujeres y no hombres quienes conforman el grupo de ladrones. Sus dos horas, aunque transcurran más o menos fluidamente, cumplimentan la esforzada aplicación de una formula o un engranaje narrativo.
De hecho sus inicios son semejantes. En una, Danny Ocean (George Clooney) y en otra, Debbie Ocean (Sandra Bullock), declaran en prisión ante el comité que tiene que valorar su actitud para decidir si les conceden la libertad condicional. Debbie expresa cómo no tiene intención alguna de reincidir en la actividad delictiva, en la cual incurrió por influencia familiar (en concreto, su hermano Danny). La posterior secuencia se inicia con una de las escasas ideas ingeniosas de puesta en escena de Ocean's eight. La cámara encuadra un monitor en el que se ve a Debbie recogiendo sus pertenencias y realiza una panorámica hacia ella. Con ese detalle, el reflejo, ya se nos insinúa que sus palabras poco tenían de sinceras. Era una representación que resultó convincente. Nada más salir, con sus escuetos 45 dolares, ya realiza una serie de acciones que evidencian que su actitud poco tiene que ver con lo que había asegurado. En unos grandes almacenes efectúa un alarde de picaresca para llevarse varios productos, y con la misma habilidad logra quedarse con la habitación de un hotel haciéndose pasar por quienes acaban de dejarla. Ya establecida y definida su actitud, y su forma de ser, contacta con una amiga, Lou (Cate Blanchett), a la que plantea su idea de realizar un robo. Podría apuntarse que el objetivo, el Touissant, un collar de diamantes, de la marca Cartier, aprovechando la Met Gala, en beneficio del Instituto de diseño de moda, en el Museo de arte Metropolitano de Nueva York, se acomoda al tópico de lo femenino, por la fascinación por las joyas, pero en esta obra no se incide en ninguna particular diferenciación genérica, ni siquiera en sus tópicos. Eran hombres en las anteriores obras, y ahora son mujeres, sin más. Son conductores de un relato, con las peculiaridades de sus personajes. Ya planteado el objetivo, se procede al reclutamiento de las otras componentes del grupo, cinco, Amita, la perista (Mindy Kaling), Tammy, la proveedora (Sarah Paulson), Nine ball, la hacker (Rihanna), Constance, la ratera (Awkwafina) y Rose, la diseñadora (Helena Bonham Carter), porque la sexta, Daphne (Anne Hathaway), una modelo que portara el collar, no es consciente de que está siendo utilizada para ese propósito.
El estilo de composición de planos no difiere del de Soderbergh en Ocean's eleven. También se recurre a puntuales cortinillas que separan personajes o acciones. Y la música de Daniel Pemberton efectúa también una labor camaleónica con respecto a la de David Holmes. Pero falta la particular fluidez musical del estilo narrativo de Soderbergh. Porque una de las cualidades de Ocean's eleven era su espíritu y musicalidad cool. Algo de lo que, paradojicamente, carecía la versión interpretada por Sinatra y su pandilla del Rat pack, quienes precisamente se convirtieron, o eso pretendían, en imagen de lo cool. Y este aspecto que se hacía cuerpo narrativo, constituyéndose en una de sus más notorias virtudes, su afinada modulación entre ingrávida, elegante y vivaz, no era sino también reflejo de una idea que sostiene la dinámica dramaturgia, y con la que también coincidirá la notable El buen ladrón (2002), de Neil Jordan: el afán de superación.
Hay recursos dramatúrgicos o narrativos que se repiten: en Ocean's eleven, Rusty (Brad Pitt) reprochaba a Danny que hubiera omitido el detalle de que una motivación personal estaba incluida en el objetivo. En este caso, Lou se lo reprocha a Debbie. Pero si en Ocean`s eleven densificaba el trayecto dramático, y perfilaba su mordaz subtexto (la recuperación de un amor que se convertía en emblema de antítesis de nuestro sistema social y económico), en Ocean's eight, no adquiere la suficiente consistencia dramática el prurito de venganza que siente Debbie con respecto al galerista Claude (Richard Armitage), el amante que la delató, o a la cargó con la culpabilidad de la que así él se eximía, cuando fueron detenidos por la policía por fraude. Si en Ocean's eleven se lograba transmitir el pasado compartido entre Danny y Tess (Julia Roberts), la combinación de sintonía y divergencias, en este caso, no se siente esa historia compartida, la huella de ese pasado. Ni siquiera que pudieran tener algún tipo de relación. El presente no se perfila porque el pasado se siente difuso. Pudiera buscarse una correspondencia con la joya que se quiere robar: una joya que se reemplaza por una falsa, y que por eso sea utilizado Claude como acompañante de la modelo que porta la joya, pero no es suficiente esa vaga condición metafórica para dotar de la mínima sustancia al conflicto íntimo o personal. En Ocean's eleven se sentía esa motivación íntima como el impulso inspirador. En Ocean's eight, queda tan diluida que parece un mero complemento accesorio. No aporta, aun de modo sintético, ningún filo dramático
En Ocean's eleven la tentativa del atraco se realizaba no sólo contra un emblema de esta sociedad materialista de la ostentación y la opulencia, los casinos de Las Vegas (en concreto, sobre tres), sino también implicaba la superación, para Ocean, de un fracaso pretérito, el sentimental, y su recuperación en un nuevo reinicio. Tess, su anterior pareja, lo era ahora, precisamente, del dueño de esos casinos, Dominic (Andy Garcia). Ocean, mediante el proceso o la realización del atraco, le revela a Tess cómo Dominic, por su forma de reaccionar, prioriza el dinero o la posesión al amor. Así que la jugada tiene doble jaque mate al rey. En Ocean's eight ni posee particular relevancia alegórica ni singularidad en el conflicto o trayecto personal. El decorado o escenario, el museo, ejemplifica la condición más bien ornamental, o condición fetichista (de un modelo y unas convenciones) de la representación. O cómo una dramaturgia asentada en la representación (y el juego de las apariencias) en este caso se evidencia como una capa más de una representación, o más bien un producto, confeccionado meramente sobre reflejos.
Ocean´s twelve (2004), al menos, sin ser una obra redonda, no ocultaba su condición de juego, tanto en privilegiar más su faceta de comedia, con livianos ánimos deconstructivistas, donde que diluían la relevancia del mismo robo, o su preparación, jugando con la contrariedad de las expectativas, como en constituirse en una variación, al estilo free jazz, del original. Importaba más jugar con las piezas que con la orquestada construcción de las piezas, como era el caso de Ocean's eleven. Un simple divertimento, sí, pero al menos realizado con gracia, algo que no podía decirse de la tercera, agarrotada al plegarse a una estructura más férrea, la de la primera, pero revelándose como pálida emulación. Sólo quedaba la mecánica. De Ocean's eight puede decirse que al menos no transmite esa desidia. Aun sin particular inspiración la dinámica narrativa fluye con desenvoltura. Se resiente, levemente, cuando reincide en la aplicación de la plantilla, por resultar previsible con el giro imprevisible. La aparente liviandad de Ocean's eleven resultaba engañosa, como su juego estructural con los tiempos. Lo que se nos narraba después de esa primera entrevista en la cárcel no es que fuera un flashback propiamente dicho, sino una aguda ordenación estructural ya que el posterior comienzo de esa narración del pasado coincidía con la anterior salida de la cárcel de Ocean, y cómo reúne a sus diez compinches para perpetrar ese robo que ha planeado minuciosamente en sus años de reclusión. Esa segunda estancia en la cárcel, de menor duración (por transgredir la libertad condicional), no era, paradójicamente, sino la conclusión de un logro, una aparente reclusión que no era sino el movimiento sacrificado para ejecutar el jaque mate. Y, por otro lado, el golpe de efecto del robo estaba vinculado con el juego con las falsas apariencias con el que plantean el mismo atraco ( ironía ya que el sistema se sostiene sobre las falsas apariencias): su proceso o realización real se nos desentrañará posteriormente, jugando, con habilidad, con la construcción de los climax narrativos convencionales. En Ocean's eight se recurre a parecido golpe de efecto. Pero, de nuevo, más que necesidad orgánica de la narración, rezuma pereza formularia: tras la realización del robo, los pasajes más dinámicos y efectivos, se recurre a dos giros que replantean la narración, porque revelan dos nuevos ángulos, de la perspectiva o participación de un personaje, y del mismo robo. Pero resultan tan innecesarios como fútiles, como la introducción del inspector de seguros que interpreta James Corden, que no aporta nada a la narración, en un sentido u otro, ni como deriva excéntrica ni como generador de conflicto. Se desprenden del personaje del modo más insípido, como si no supieran qué hacer con él. Personajes y giros que parecen más bien añadidos postizos.
Ocean's eleven no dejaba de constituirse, a desapegado ritmo cool, en sencilla, pero eficaz, alegoría de golpe al sistema. No era sólo una película de robos, ni de fulgores de cuerpos, colores e iconos. Su heterodoxa condición, camuflada bajo sus vistosos ropajes narrativos, se ejemplificaba en el quizá más hermoso momento de la película. Ese travelling lateral que mostraba los rostros risueños de los otros diez compinches, junto a la luminosa fuente, contemplando el edificio donde han perpetrado felizmente el robo. O cómo la ilusión, el afán de superación, ha vencido al capcioso espejismo. De Ocean's eight se podría rescatar la singularidad que aporta Helena Bonham Carter a su personaje, o el buen hacer, como suele ser habitual, de Sarah Paulson o Cate Blanchett (que parece ser la única que, por cómo diseña su apariencia y gestualidad, se esfuerza en transmitir una actitud cool), las cuales lidian con personajes sin particular relevancia dramática. También hiede a aplicación de plantilla el cumplimiento de la cuota multiétnica: entre las componentes, una hindú, una afroamericana y una asiática. La segunda domina el arte de la informática como uno de los componentes afroamericanos de Ocean's eleven, Basher (Don Cheadle), y la oriental, una trilera que sabe cómo usar sus manos para robar, también se define por sus habilidades físicas, como The amazing Yen (Shaobo Quin), el contorsionista de Ocean's eleven. Pero, en suma, el aplicado engranaje de Ocean's eight carece las irreverentes resonancias, así como de la elegancia y vibración vital y lírica de Ocean's eleven. No hay ningún memorable final catártico sino otro que debiera suscitar una sonrisa pero no genera sino un rictus, como si meramente fuera la exitosa culminación de un engranaje. Y los mecanismos que funcionan aplicadamente más bien suscitan indiferencia. Por eso, se olvidan nada más finalizar la proyección.

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